El mismo día, la misma mañana de hecho, nos dejan a todo el grupo en una playa que está unos pocos kilómetros al oeste del pueblecito. Una playa desierta (hasta que llegamos nosotros) en una isla casi desierta. Una pequeña isla hecha de arena y antiguos volcanes. Una isla sin ninguna fuente. El plan de la excursión es pasar dos horas en esa playa antes de volver a bordo. Mi plan, trotar hacia el volcán más cercano. Acercarme lo más que pueda en, digamos, media hora y luego volver a la playa y bañarme. La sorpresa es que en apenas diez minutos ya estoy subiendo por la ladera, siguiendo un sinuoso sendero, y en apenas otros diez llego al borde del cráter.
Tan cerca y tan lejos de todo en el borde del cráter de un extinto volcán que surgió del mar hace cientos de miles de año. Solo se oye el murmullo de la rompiente allí abajo. Me parece sentir muchas cosas; libertad, soledad, temor a la altura y al espacio abierto, belleza del paisaje, vértigo de viaje en el tiempo, mi insignificancia, emoción de estar vivo. Veo al grupo como puntos perezosos al borde del mar. Mi tiempo se acaba. Desando el cuarto de circunferencia hasta el comienzo (o el final) del sendero. Bajo en zig zag con precaución para no resbalar. Salgo poco a poco de ese otro mundo y me reintegro en éste. Hora de bañarse.
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