jueves, 30 de enero de 2020

Platón era un apodo

La madre de Platón se llamaba Perictione. Tenía que decirlo. Si se hubiera llamado Irene (un nombre pleno de sirenedad) lo habría olvidado, pero Perictione... Esta inútil piece of information la adquirí jugando al Trivial y es, en efecto, un ejemplo de conocimiento trivial que retengo gracias al zinc piritione, el componente mágico que me sirve de nemotécnico. Me hubiera gustado saber, y recordar, lo que pensaba Platón de la vida, pero lo que recuerdo, más que sé, es el nombre de su madre. Ahí está, ocupando una parte de mi memoria, y puede que hasta un espacio físico en mi cerebro, con un peso, ¿un femtogramo?. Todo lo que es, además pesa (si el alma pesa, dicen, 21 gramos será porque es, si no pesara nada no sería). Como este, cuantos datos que son como las etiquetas de las naranjas, que te las quieres quitar de la mano y solo consigues que pasen de un dedo a otro. Así el Cabo da Roca, o ponto mais ocidental do continente europeu o Audie Murphy, el soldado americano más condecorado de la segunda guerra mundial. Nuestro cerebro es un ordenador cuántico que saber, saber, no sabe nada, lo que hace es manejar sombras, recuerdos. Para saber, para pensar, necesitamos las aportaciones de otros cerebros. Es como esas investigaciones científicas que utilizan la capacidad de computación de miles de ordenadores particulares para rastrear evidencias de vida inteligente en el espacio exterior, por ejemplo. De Platón sé (recuerdo) poco: que practicó la lucha, que fue discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, fundador de la academia, autor de diálogos y de la alegoría de la caverna. Y el nombre de la madre, Perictione, y que Platón era un apodo. Punto. No sé por qué, me lo imagino calvo. Sin embargo, gracias a todos vosotros, tengo sus datos a mano, a un clic, y también tengo la sospecha de que aunque leyera todo sobre Platón, no entendería la mitad. Mi inteligencia no da para casi nada, y solo se justifica por su aportación (femtoaportación) a la inteligencia del género humano. Bueno, si la hubiera, la inteligencia.

martes, 21 de enero de 2020

En los jardines

He llegado en bici a los jardines del santuario. Desde el pueblo hay una larga avenida que me ha costado remontar con el viento en contra. Me siento a descansar en un banco mientras como una manzana. Es media mañana, y las hojas secas se arremolinan con ese viento desapacible. Contemplo la mole oscura de la basílica. Hace unos años estuve dentro y pudimos subir al pasillo bajo la cúpula. Alguien nos señaló las grietas y los tirantes, o grapas, o hierros que reforzaban la estructura. Me impresionó. Aquello se podía venir abajo. Ahora, desde el jardín, me sigue pareciendo amenazante. De un edificio a la izquierda está saliendo gente. Son grupos de jóvenes, bulliciosos, dinámicos, no tendrán más de 18 o 20 años y parecen de todas las procedencias. Distraído, no me he dado cuenta de que tengo al lado a un hombre de unos cuarenta años que recoge hojas del suelo con un rastrillo y las va echando a un carrito. Un barrendero, aunque seguro que el oficio tiene otro nombre ahora. O es el jardinero. “Mucho viento para andar en bici” me dice. Yo sonrío y asiento. Pienso para mí que también hace mucho viento para recoger hojas secas, pero no se lo digo, por miedo a ser inoportuno. Está trabajando. Algunos chicos y chicas pasan a nuestro lado. Estarán participando en algún tipo de jornadas solidarias, religiosas, haciendo algo para mejorar el mundo o al menos intentando mejorarse un poco ellos mismos. Mientras empuja el carro el barrendero hace otro comentario. Relajado, sonriente. Algo sobre los jóvenes, la suerte de serlo, la alegría que transmiten. Tiene razón, y se lo digo. Viste ropa de trabajo, con reflectantes, pero no parece el típico barrendero (suponiendo que exista tal cosa). Es un hombre apuesto, seguro de sí mismo. La forma en la que habla y se desenvuelve me hace pensar que hay algo más. Será un cura que ha colgado los hábitos, que ha cambiado de hábitos, de modo de vida, y le han contratado para cuidar los jardines. Mientras encuentra otra cosa, tal vez. Seguirá siendo creyente. Los curas que dejan de creer siguen siendo curas, hacen cuentas y no les compensa. Doble paradoja: los que dejan de ser curas siguen siendo creyentes y los que dejan de creer siguen siendo curas. Igual se ha casado, seguramente. Casarse con un ex-cura debe tener sus ventajas. Alto nivel cultural, aunque sesgado. Idiomas, podría saber alemán, por los años pasados en Tubinga estudiando teología. Tendrá una frase en latín a propósito de casi todo, como otro puede decir que de tal palo, tal astilla o que el juego no es rentable. Se le ve feliz. Será por haberse casado y por haberse quitado el peso, la responsabilidad moral, del sacerdocio. También porque le gusta ser útil con el trabajo manual de cuidar los jardines. El espíritu de San Francisco. Él es el hermano barrendero y yo el hermano ciclista que se está terminando la manzana. El hermano sol surge conveniente entre las nubes empujadas por el (hermano) viento. Las chicas y chicos se sientan en la hierba, y se oyen risas y llamadas en francés y en italiano. Con ellos el mundo es mejor, desde luego. Mi hermano barrendero, antiguo soldado de Cristo, se aleja rastrillando hojas, cada vez más pequeño a la sombra de la basílica, anclada en la tierra, la piedra oscura de humedad y tiempo, la cúpula imponente, con los tirantes, o grapas, o hierros que suturan las grietas ocultas.

miércoles, 15 de enero de 2020

Finales pausados

Casi todos los cuentos del libro coincidían en cierta atmósfera final, una ralentización, una quietud, la llegada a un lugar de reposo. Me fui convenciendo de que era un efecto buscado. Diciendo cuentos quiero decir relatos, historias breves, estampas. Narraciones que acababan en un extraño punto muerto. Me preguntaba qué quería decir el autor. Me imaginaba renglones de escritura uniforme, caligráfica, que vista un poco más de lejos asemejaba un alfabeto de letras redondeadas, muy parecidas unas a otras. Había visto ese tipo de letra, no recordaba a qué lengua pertenecía. Lo contrario, en cuanto a la estética, sería el coreano, cuyos signos me parecen monigotes angulosos dibujados por un niño. Esos finales pausados me inquietaban. ¿Era paz o era derrota? La ausencia de movimiento estaba generando frío, desolación. ¿Era una alegoría, una metáfora del lugar designado para uno en la vida? Me vino a la cabeza la cara norte del Eiger. Cualquiera preferiría estar en la cara este, donde al menos los días despejados daría el sol por la mañana. Pero a algunos les toca la cara norte. La cara norte del Eiger.

jueves, 9 de enero de 2020

I Don't Need That Kind of Lovin' - Sandie Shaw (1965)

Sandie Shaw, nombre artístico de Sandra Ann Goodrich, era una espigada muchacha de dieciocho años cuando grabó en 1965 este "No necesito esa clase de amor". El autor era Chris Andrews, que compuso la mayoría de los temas que hicieron de Sandie uno de los iconos pop británicos y europeos de los sesenta (no llegó a triunfar en USA). Visto desde hoy esta canción aparece como un mensaje proto-feminista... aunque fuera un poco de casualidad, ya que el tema lo había grabado poco antes Adam Faith desde un punto de vista masculino. Sea como sea, esta magnética, electrizante (cortadme si me estoy pasando), efervescente, descalza interpretación es una llamada de atención a los novios falsos y mentirosos de entonces y de ahora.