martes, 29 de octubre de 2019

Mi amigo Totoru

   Le preguntaron a un inglés que opinaba de los franceses y contestó que no les conocía a todos. Si me preguntaran a mí que opinión tengo de los japoneses contestaría que ninguna, que solo he conocido a uno.
   Fue estando en el Colegio Mayor, en Madrid. Llegaba un día de clase y en portería me dijeron que el director quería verme, que fuera a tal hora a su despacho. ¿Verme?, ¿había hecho algo? El director era el Hermano Apolinar. Siempre me acuerdo de que cuando llegué el primer año me dijo que él también sabía lo que eran las tentaciones y que se daba sus buenas duchas frías. Me dejó perplejo. Desde entonces apenas habíamos cruzado cuatro palabras.
   Así que fui a su despacho. Me recibió muy simpático y me presentó: “Este es Toru Watanabe y va a ocupar la habitación contigua a la tuya”. Teniéndole de vecino yo era el más indicado para ayudarle en las cuestiones prácticas durante los primeros días. Toru llegaba con una beca para estudiar filología. En el Colegio pronto empezaron a llamarle Totoru. Eso fue unos diez años antes de que se estrenara la película “Mi vecino Totoro”.
   Totoru hablaba ya un buen castellano y no necesitó apenas de mi ayuda. Trabamos cierta amistad, supongo que me intrigaba su procedencia del Japón milenario, aunque luego lo que oía a través del tabique era música de jazz y canciones de los Beatles. Me contó, o le saqué, que en japonés el apellido va primero y que Watanabe es como López aquí. Que era de un lugar muy alejado de Tokio, donde nevaba mucho en invierno. Que su abuelo estuvo en la guerra, pero no hablaba nunca de ello. Que tenía una novia en Japón, Hiroko. Que sí, que allí la floración de los cerezos es todo un acontecimiento. Si le tomaban por chino decía muy serio, “no soy chino, chinos muy distintos”.
   A primeros de Mayo apareció Hiroko. Totoru me explicó que un estudiante japonés no se salta una clase ni bajo tortura, pero que habían aprovechado que el puente del dos de Mayo en Madrid coincidía con “la semana dorada” en Japón. Su plan era ir de mochileros a visitar Toledo. La última noche la pensaban pasar en el Colegio Mayor, pero el Hermano Apolinar le dejó claro que de meter a Hiroko en su habitación, nada de nada. Lo que hicieron fue plantar la tienda de campaña en un jardín lateral y pasar allí la noche.
   Al día siguiente el comentario era general, ¿ya sabes lo de Totoru?. Cuando a mediodía, de vuelta de despedir a Hiroko, entró en el comedor, fue recibido con un clamor unánime: “Totoru samurai, Totoru samurai”. Acabó el curso y nos despedimos con un apretón de manos y una reverencia mutua. Nunca supe más de mi vecino Totoru.

martes, 22 de octubre de 2019

Family Plot

Mi bisabuelo Andrei era cura y nació en Ucrania. Eso fue hacia 1880 aunque entonces aquella zona era parte del imperio austro-húngaro. Era cura y tuvo un hijo, mi abuelo Yuri. Un hijo legítimo, ya que Andrei era miembro de la iglesia greco-católica ucraniana que depende de Roma pero permite el matrimonio de sus sacerdotes.
De mi bisabuela solo sé el nombre, Olena y que murió cuando Yuri tenía tres o cuatro años. Ignoro la causa de su muerte, pudo ser la guerra (la primera guerra mundial), la enfermedad, la miseria o tal vez las tres cosas a la vez. Calculo que sería 1915. Aquel año lo que hoy es el oeste de Ucrania era escenario de encarnizadas batallas entre los ejércitos austriaco y ruso.
Al morir Olena, Andrei quemó todos sus papeles, cargó sus cuatro cosas en un carro y con el pequeño Yuri al lado se alejó de la guerra y de sus recuerdos. Nunca volvió a hablar de su esposa, que se convirtió en tema tabú para Yuri. Durante los siguientes cinco años padre e hijo deambularon por Centroeuropa sin un destino fijo, sobreviviendo a base de trabajos ocasionales.
Uno de esos trabajos fue de mozo de almacén en un comercio de Praga, donde aguantaron todo un invierno. Yuri lo recordaba porque aquel invierno no pasó tanto frío. Pudo ser 1917. Ese año le diagnosticaron la tuberculosis a Kafka. Quiero decir que Andrei, Yuri y Kafka eran tres de los habitantes de Praga en 1917. Pudieron cruzarse alguna vez.
En 1921 llegaron a Lille, en el norte de Francia, cerca de la frontera con Bélgica. Allí se quedaron. Yuri tenía diez u once años y prácticamente se había saltado la infancia. Una vez le oi decir: “no sé que es la nostalgia”. Andrei fue portero en una casa hasta su muerte en 1938. Escribió en varios cuadernos la historia de su viaje, pero, lástima, lo hizo en ucraniano. Yuri pasó a ser Georges y el ucraniano pronto fue solo un eco lejano en su mente.
Con dieciocho años, en un curso de mecanografía, conoció a una pizpireta chica francesa, mi abuela Clothilde. Se casarían cuatro años después. Clothilde era hija de un acomodado industrial que había inventado, no sé si inventar es la palabra, una barrita de caramelo. La había llamado Delibon. Nuestra abuela decía que aquel caramelo era como su creador, duro por fuera y blando por dentro, y seguido, con voz cantarina, repetía la frase publicitaria “Delibon, le délicieux petit bar”.
En 1928 Yuri/Georges entró de meritorio en la sucursal en Lille de Assicurazioni Generali. Aunque él aún no lo sabía en esa misma compañía de seguros había trabajado Kafka. Con los años esa pequeña coincidencia y el hecho anterior de haber pasado un invierno en Praga se convirtieron en una de las anécdotas que mi abuelo repetía de vez en cuando. De niño estuve convencido de que un tal Kafka, escritor famoso, había sido amigo de mi abuelo.
Georges fue ascendiendo en la empresa y en 1934 le destinaron a una filial que abría oficinas en una pujante ciudad al sur de los Pirineos. Allá se trasladó, ahora como Jorge, con su esposa Clothilde y su primer hijo André, mi tío Andrés. El nombre de la filial era “La Previsora Bilbaina”.

Histoire de famille,  dédié à Basile, Valérie et Yuri  

miércoles, 16 de octubre de 2019

Pequeño comentario con dos o tres citas

Sale uno del taller (de literatura) con una marejadilla de ideas en la cabeza. La cuestión más importante, cómo vivir, sí. La visión única del mundo de cada cual, sí. Lo que piensas cerrando los ojos antes de dormir, sí. La primera frase del libro de Sarah Bakewell: El siglo XXI está lleno de gente que está llena de sí misma, sí. Sí a todo, aunque la última ha escocido... Un consejo habitual: Dilo con tus propias palabras. Por un lado no sabría hacerlo de otra forma, por otro no va a poder ser, no poseo ninguna palabra propia, todas son prestadas. Una frase que se atribuye a Abraham Lincoln: "Todos nacemos iguales pero es la última vez que lo somos". Dudo que sea suya, pero me gusta. Nacemos iguales, desnudos y sin una sola palabra que llevarnos al entendimiento. Antes de cumplir el año nos hacemos con la primera, que suele ser "no". Pronto construimos nuestra primera oración y empezamos a ser distintos según nos adentramos en el comunismo primigenio que es el lenguaje. Digo lenguaje y me refiero a todas las lenguas. Cada lengua es también una forma diferente de pensar. Las palabras, la sintaxis, están ahí para todos por igual. El uso del lenguaje es la democracia perfecta del comunismo utópico, lo que seguramente inspiró a Marx y a Engels. Este comunismo no significa café para todos, sino palabras para todos. Si el lenguaje fuera una doctrina su mística sería la poesía y el templo donde su culto tradicionalmente se ha practicado la biblioteca pública. Ursula Le Guin escribió: “Mi definición particular de libertad es tener privilegios de acceso en la biblioteca de la Universidad de Harvard”. Devotos o no de esa religión, todos participamos de su liturgia y con las palabras formamos nuestra visión del mundo, contamos con los dedos antes de dormir, consideramos la cuestión más importante y, supongo que también, nos llenamos poco a poco de nosotros mismos.

viernes, 4 de octubre de 2019

La moneda en el aire

A últimos de julio fuimos de vacaciones a un hotel de la costa. Nuestra hija E. cumpliría dos años en unos días. El uno de agosto llegaron de golpe un montón de nuevos veraneantes. A la hora de cenar se formó un auténtico tumulto a la puerta del comedor, la gente parecía temer que la comida se agotara. Capeando el temporal como pudimos entré al buffet con E. sentada sobre mis hombros. Al rato, nos dimos cuenta de que en el barullo la niña había perdido su chupete. El desconsuelo y los lloros no cesaban. Al final, decidimos salir en busca de una farmacia. La cálida noche, la gente de fiesta y nosotros con nuestra hija llorosa. Pronto encontramos una y pudimos comprar otro chupete. Al cabo de unos días, a media tarde sentimos una calma inusual en el hotel. Nos asomamos al balcón que daba a la piscina y no había nadie en el agua. Cuando bajamos alguien nos dijo que se había ahogado un niño. No vimos nada fuera de lo común, ningún sanitario o alguien llorando, ninguna nota en el tablón de anuncios. Solo la piscina cerrada con la cadena que ponían a diario al acabar el horario de baño. Eso y un silencio mayor de lo habitual. La playa contigua parecía otro mundo, ajeno a cualquier desgracia. A la noche no hubo el baile de costumbre, solo el bar abierto y gente tomando algo en las mesas. Y charlando. El día siguiente a primera hora ya estaban las toallas reservando las tumbonas en torno a la piscina. A las once algunos clientes hacían acuagym siguiendo las animosos indicaciones de un monitor. Ayer se ahogó un niño en la piscina, comentó alguien en voz baja.