Fue estando
en el Colegio Mayor, en Madrid. Llegaba un día de clase y en
portería me dijeron que el director quería verme, que fuera a tal
hora a su despacho. ¿Verme?, ¿había hecho algo? El director era el
Hermano Apolinar. Siempre me acuerdo de que cuando llegué el primer
año me dijo que él también sabía lo que eran las tentaciones y
que se daba sus buenas duchas frías. Me dejó perplejo. Desde
entonces apenas habíamos cruzado cuatro palabras.
Así que fui
a su despacho. Me recibió muy simpático y me presentó: “Este es
Toru Watanabe y va a ocupar la habitación contigua a la tuya”.
Teniéndole de vecino yo era el más indicado para ayudarle en las
cuestiones prácticas durante los primeros días. Toru llegaba con
una beca para estudiar filología. En el Colegio pronto empezaron a
llamarle Totoru. Eso fue unos diez años antes de que se estrenara la
película “Mi vecino Totoro”.
Totoru
hablaba ya un buen castellano y no necesitó apenas de mi ayuda.
Trabamos cierta amistad, supongo que me intrigaba su procedencia del
Japón milenario, aunque luego lo que oía a través del tabique era
música de jazz y canciones de los Beatles. Me contó, o le saqué,
que en japonés el apellido va primero y que Watanabe es como López
aquí. Que era de un lugar muy alejado de Tokio, donde nevaba mucho
en invierno. Que su abuelo estuvo en la guerra, pero no hablaba nunca
de ello. Que tenía una novia en Japón, Hiroko. Que sí, que allí
la floración de los cerezos es todo un acontecimiento. Si le tomaban
por chino decía muy serio, “no soy chino, chinos muy distintos”.
A primeros
de Mayo apareció Hiroko. Totoru me explicó que un estudiante
japonés no se salta una clase ni bajo tortura, pero que habían
aprovechado que el puente del dos de Mayo en Madrid coincidía con
“la semana dorada” en Japón. Su plan era ir de mochileros a
visitar Toledo. La última noche la pensaban pasar en el Colegio
Mayor, pero el Hermano Apolinar le dejó claro que de meter a Hiroko
en su habitación, nada de nada. Lo que hicieron fue plantar la
tienda de campaña en un jardín lateral y pasar allí la noche.
Al día
siguiente el comentario era general, ¿ya sabes lo de Totoru?. Cuando
a mediodía, de vuelta de despedir a Hiroko, entró en el comedor,
fue recibido con un clamor unánime: “Totoru samurai, Totoru
samurai”. Acabó el curso y nos despedimos con un apretón de manos
y una reverencia mutua. Nunca supe más de mi vecino Totoru.