sábado, 29 de abril de 2023

Operación Mango

    Escribir sobre las cosas del comer no es tan fácil. Imagino a un crítico de la Guía Michelín que prueba un plato y anota en su libreta: está rico; lo echarían. No estaba seguro de haber probado el mango. Ahora sé que sí, alguna vez lo había hecho pero no en casa. Lo había comido, deduzco, camuflado en algún plato. Lo sé después de haberlo buscado, comprado, pelado y comido; la experiencia completa, más o menos.
    Tras un par de intentos infructuosos, nunca mejor dicho, he preguntado en una frutería: ¿Tienen mangos? Iba a tutear a la dependienta pero en el último momento me ha salido de usted. Sí, me ha contestado señalando la caja con media docena de frutos que estaba justo debajo de mis narices. Vaya, he pensado, así son los mangos; los había imaginado distintos. El consejo de G. era olerlos para saber si están maduros pero no podía toquetearlos a medio metro de la tendera, así que le he pedido que los eligiera ella. La “operación mango” estaba en marcha, me comería uno a la tarde.
    He consultado tutoriales en Youtube sobre la forma de pelarlos. Al parecer hay dos métodos, el de los cubitos y el del vaso (si percibís cierta emoción tened en cuenta que la experiencia es nueva para mí). He optado por el método del vaso, hacer cubitos me ha sonado a esnob. Tenía mis dudas, ¿estaría en su punto?, ¿cómo resultaría ese hueso peculiar de cuya existencia no tenía ni idea? Ese hueso ha sido toda una revelación, me ha parecido una reliquia antediluviana que se usaría en la prehistoria para fabricar utensilios domésticos o puntas de lanza. El pelado ha sido engorroso y el pringue considerable para un comensal poco sofisticado como yo. La pulpa estaba jugosa, salvo la parte cercana al hueso con más fibra que forma hilos. Me ha recordado al melocotón. El sabor muy agradable, no sé cómo describirlo, igual diría que es alegre; suerte que no trabajo para la Guía Michelín.

miércoles, 26 de abril de 2023

Sueño en tres actos

    No sé si habrá una forma canónica de interpretar los sueños, de lo que no hay duda es de que algo dicen del soñador. En este sueño, como suele pasar, soy mucho más joven que en la realidad. Consta de tres actos que transcurren en el pueblo de mi infancia.
    Primer acto. Estamos en una cena repartidos en dos o tres mesas alargadas. Curiosamente los que me rodean son a la vez conocidos y desconocidos. Acabado el plato principal, que estaba bastante rico (cuál era no ha quedado claro), una camarera nos trae el postre. Los tazones de arroz con leche van de mano en mano y cuando veo que los que están a mi izquierda ya tienen cada uno el suyo intento quedarme con el siguiente pero el que tengo enfrente lo coge para seguir repartiendo por su lado y a mí me llega otro tazón no tan lleno. Por instinto alargo la mano para recuperar mi arroz con leche y cambiarlo por el que me querían encasquetar. Mientras hundo la cucharilla me doy cuenta de que he hecho mal. Otro comensal, que se parece mucho al que me había arrebatado el tazón, se me encara pero sin terminar de decir o hacer nada. Por los rasgos de ambos les tomo por venezolanos, aunque luego pienso que son más bien medio filipinos.
    Segundo acto. Terminada la cena no tengo autobús para volver a casa y decido quedarme en el piso de mis tíos (en el que en la realidad aún vive mi tía de 97 años, viuda). La puerta está abierta y no hay nadie. Por la mañana me asomo por la ventana y abajo en la calle está mi tía sentada en un sofá; esperando a que me despierte, sin duda para no molestarme. Mi tía está muy elegante y me alegro de verla. Detrás de ella, en el edificio que antes era el cine de mi niñez, veo que han abierto un restaurante de lujo.
    Tercer acto. Ya es mediodía y estoy en lo que parece un club de jubilados. Ha habido una explosión nuclear no lejos de allí en el barrio en el que vivían mis abuelos y, aunque sabemos que no servirá de nada, tenemos las puertas y ventanas cerradas mientras esperamos a que llegue la onda expansiva. No hay mucho que decir y sin creérmelo yo mismo farfullo la frase “cada uno puede rezar lo que sepa”. Entonces se empieza a oír in crescendo el ruido de la explosión que se aproxima y a sentir un temblor cada vez más intenso hasta que súbitamente todo queda a oscuras y en silencio. Esta paz, pienso, debe de ser el final.

domingo, 23 de abril de 2023

Mi madre es una niña

    Mi madre..., mi madre es una niña. Se me ha quedado la frase, dicha por una treintañera; una mujer que va ya embalada por la vida, más o menos. La interlocutora era otra chica de su edad. Chica, la costumbre. Llamamos chica, o chico, a cualquiera y de pronto estamos llamando chica a una “chica” de setenta años.
    Estas chicas —mujeres si somos rigurosos— de más de treinta años llevan ya un tiempo trabajando después de una larga etapa de estudios y tanteos. Estaban hablando, charlando, de todo; de parejas, de padres y madres, de vida emancipada, de pisos, de cosas así cuando una de ellas, la más reposada, la que más bien escuchaba, dijo la frase: Mi madre, mi madre es una niña.
    La coma, la pausa, es importante. Hablando de madres, la mía... me paro para que te vayas haciendo una idea, te va a sorprender, la mía es una niña. No es una madre corriente, como pudiera ser la tuya; una de esas madres, ya se sabe, con sus consejos sobre la vida doméstica, su afán protector y los nietos que no llegan mientras los años pasan para todos.
    El tono en que lo dijo, mi madre es una niña, era de constatación tranquila de una realidad que explicaba muchas cosas. Asumía con naturalidad aquella condición de su madre, aquel mundo del revés donde los roles se invertían. Estaba dando a entender, de modo indirecto, su propia madurez, modestia aparte; la madurez de la hija treintañera, emancipada, con trabajo y pareja; con la vida en marcha y dispuesta, parecía, a cuidar también un poco de su madre. Qué remedio.

jueves, 20 de abril de 2023

Narraciones extraordinarias

    “Narraciones extraordinarias” es un libro de cuentos de Edgar Allan Poe que teníamos en casa y es también el epígrafe que se me ocurre para esta historia que quiero contar. El caso es que en el bloque de enfrente decidieron acogerse a las ayudas públicas y restaurar la fachada. El edificio había cumplido ya los treinta y cinco años y se imponía una revisión a fondo.
    Levantaron los andamios y comenzaron las obras. Entre otras cosas había que vaciar las jardineras de los balcones para localizar y reparar grietas o lo que procediera. Una de las terrazas del segundo piso, lo comentábamos siempre, llevaba años cubierta completamente por la vegetación, con enredaderas que trepaban por la fachada y arbustos que habían adquirido el rango de árboles; una jungla espesa que ocultaba las ventanas y la puerta de acceso al interior. Los residentes eran una pareja de ancianos que, deducíamos, no tenía ya el vigor necesario para poner freno a la exuberancia vegetal.
    Los obreros, a regañadientes ya que consideraban que no era su trabajo, tuvieron que aplicarse a fondo en la tarea de desbrozar aquella selva. La labor resultó más ardua de lo esperado y hubo que traer una motosierra para talar las ramas y troncos más gruesos. A última hora de la tarde, cuando un operario despejaba a machete las últimas frondas, sucedió lo inesperado. Al hombre, atónito, le pareció que el cansancio del día y la luz declinante le estaban jugando una mala pasada. En el fondo de aquella masa forestal apareció un elefante. Un elefante adulto que balanceaba la trompa a izquierda y derecha.
    El susto y la alarma fueron mayúsculos. Avisaron a los bomberos que acudieron raudos a rescatar al paquidermo con una gran grúa. Los días posteriores circularon especulaciones y rumores de todo tipo. La explicación, real o imaginaria, que fue cobrando fuerza argumentaba que hacía unos treinta años un circo había acampado en las cercanías y se había denunciado el robo de una cría de elefante. La pareja de ancianos lo negó todo y nada se pudo demostrar. Algunos vecinos comentaban que durante años habían oído ciertos bramidos las noches de luna llena —qué tendría que ver la luna—. En cuanto al elefante una protectora de animales se hizo cargo y, por lo que dicen, ahora vive feliz en Kenia, en una reserva natural.

lunes, 17 de abril de 2023

Hace seis años

    Hace seis años que murió P. Más de seis, el treinta de enero hizo seis y ya estamos en abril. No es que importe la cifra y no ando contando los días pero es así.
    He visto la serie 1883. He leído alabanzas sobre ella, y entretenida está pero no creo que sea lo que se llama una obra maestra. ¿Qué tiene que ver con P.? Nada y todo. La narradora es Elsa, una indómita chica rubia que al final parece que muere, no queda claro del todo. Parece que muere —en la ficción en todo caso— como consecuencia de una herida de flecha que le atraviesa el hígado. P. murió de metástasis en el hígado de un cáncer, y era rubia y era indómita.
    Elsa tuvo su gran amor, un guerrero indio que le llamó “relámpago de cabello amarillo”; y P. el suyo, su piel roja de París, B., que no sé como le llamó pero pudo ser algo muy parecido, pudo ser lo mismo, relámpago de cabello amarillo. P. no era tan rubia como aparece Elsa en la serie, aunque de pequeña lo fue; un rubio brillante, casi platino, y unos ojos azules que yo pensaba, ¿de dónde ha salido esta belleza?
    En la serie Elsa pide a su padre que le dé calor mientras esperan a la muerte —de ella— sentados y apoyados en un árbol en el valle idílico, Paradise Valley, al que han llegado en su viaje hacia el oeste. En la realidad, uno de los últimos días de la vida de P. cuando a primera hora de la mañana entró la enfermera en la habitación de la clínica se encontró a P. y B. abrazados en la cama. Les dijo, supongo que no tuvo más remedio, que no estaba permitido que el acompañante se metiera en la cama con la enferma. Podía haberse callado, haber sido cómplice; la enferma era terminal y le quedaban poco tiempo de vida.
    Estos días veía la serie, donde todos iban asegurando que la muerte de Elsa era inevitable, y pensaba en P., en los días que pasó en la clínica, ya sin esperanza, y en la suerte de que tuviera su guerrero comanche que le colmase de abrazos.

viernes, 14 de abril de 2023

Otoño en el corazón

    En uno de sus relatos Isaak Bábel hace en dos pinceladas un retrato de una forma de estar en el mundo, presuntamente la suya; habla de tener las gafas sobre la nariz y el otoño en el corazón. La verdad es que esto va dentro de un párrafo mucho más largo en el que se exhorta a dejar de ser esa persona con gafas y otoño, pero bueno.
    Me he sentido próximo a esa descripción. Gusta comprobar que, aunque sea en la ficción, alguien siente o piensa algo cercano a lo que tú mismo puedas sentir o pensar; o, muchas veces, que te descubra lo que a ti te gustaría sentir o pensar. Las gafas sobre la nariz las tengo y el otoño en el corazón igual también, o al menos mi corazón estaría más cerca del otoño que de cualquiera de las otras tres estaciones, creo.
    Esta forma de simpatizar con un texto, la de la identificación con un personaje o con el mismo narrador/autor, sospecho que no es la ideal. Quiero decir que no estoy seguro de que sea una buena razón para que te guste un libro —o una película—, que bien puede ser que se trate de uno de esos casos en los que te gusta algo, y es un acierto pero por una razón equivocada, vaya.

martes, 11 de abril de 2023

La humana imperfección

    Nos gustan las cosas simples y es un problema porque en general son complicadas. Por ejemplo, la Historia. La tendencia, me parece, es a simplificar y tergiversar. Todos los indicios dan a entender que nada sucedió tal y como figura en los libros; las anécdotas puntuales lo que menos. Aquello tan bueno que dijo este o el otro no lo dijeron en absoluto; ahora, que bonito hubiera sido si lo hubiesen dicho.
    Maria Antonieta no dijo lo de que si no tienen pan que coman bollos (brioches) y tampoco Luis XIV que el estado era él. Ni lo escrito, si es lo suficientemente antiguo, es fiable. Pasó con el mismo Shakespeare, a partir de manuscritos en los que alguna que otra palabra resultaba ilegible amanuenses bienintencionados las sustituyeron por otras de su cosecha creando, a veces, brillantes imágenes poéticas.
    No sucede con los libros impresos; esos se conservan —cuando se conservan— tal y como salieron de las manos del impresor, hayan pasado cuatrocientos o quinientos años. Reeditar un libro clásico cambiando el texto es una vileza que debería estar penada de algún modo. Lo que se puede hacer, eso sí, es poner notas a pie de página explicando lo que sea —o no sea— preciso bajo la responsabilidad del erudito que quiera iluminarnos (esto incluye el libro de Hitler). No cambiemos lo que escribieron en tiempos pasados, a quién queremos engañar.
    Otra cosa son los libros adaptados para niños, avisando siempre de que no es el texto original, claro. Ad usum Delphini —para uso del delfín— es una expresión que en su origen se refiere a la colección de libros clásicos desprovistos de cualquier pasaje escabroso o que se juzgara inconveniente expresamente adaptados para la educación del delfín, el hijo de Luis XIV —el estado era él pero no es probable que lo dijera—. Por extensión pasó a aplicarse a cualquier texto adaptado, censurado o expurgado.
    Últimamente se le ha dado otra vuelta de tuerca al tema y en algunos casos se está procediendo a “adaptar” para los niños de hoy libros de ayer que ya estaban escritos para niños; doble salto mortal, error, engaño, trampa chapucera.
    No es sano esconder el pasado y no seamos tan ilusos de creer que hasta ahora andaban perdidos y nosotros sí que sabemos la forma correcta de escribir narraciones infantiles. Además son precisamente los niños que leen —benditos sean— los que tienen derecho preferente a conocer los valores y el lenguaje de antes, compararlos con los de ahora y sacar sus propias conclusiones.

sábado, 8 de abril de 2023

Últimas divagaciones sobre la muerte

    La muerte no tiene efectos secundarios, de hecho no tiene ningún efecto para el que muere, al que ya nada le hace ningún daño. La muerte afecta al que queda vivo, lo que nos duele no es nuestra muerte sino la muerte de los demás, esa es la tragedia, que se mueran mis amores y mis amigos.
    Dice el adagio clásico que filosofar es aprender a morir; a morir contento, supongo, porque morir se muere uno igual. Por mi parte me conformo con aceptar el hecho de la muerte, con desear y hacer lo se pueda para que el trámite previo —los días, meses, años que antecedan a la muerte— sea llevadero.
    Mientras tanto hay que vivir, porque la vida siendo corta, también es larga. Casi todos los días vives y solo uno mueres, así que vive y prepárate para la muerte pero sin apuros porque ese examen, el examen de la muerte lo vas a pasar (y además todavía no han suspendido a nadie).
    Lo cabal es no querer morirse ni demasiado pronto ni demasiado tarde; porque, si lo piensas, lo más probable es que si la vida siguiese y siguiese, como el conejito del anuncio, llegaría un momento en el que cualquiera, hasta el vividor más recalcitrante, renunciaría, diría hasta aquí he llegado, basta ya.
    Claro que esto es entrar en el terreno de la fantasía o la ciencia ficción, por si un día los adelantos técnicos alargaran la vida de modo poco razonable. En ese caso llegaría el día de confesar: lo he visto todo, he estado en todos los lugares, he conocido a toda la gente, he amado, he odiado —y no quería— he leído todos los libros y he visto todas las series, ya todo me sabe soso, estoy harto y aburrido y me he dado cuenta de que sigo sin entender nada.
    Uno acabaría comprendiendo lo bien pensado que está lo del envejecimiento y la muerte. La vida indefinida no es viable, no tal y como es el mundo, el mundo que gira y gira sin pararse ni un momento hasta que se pare, que se parará.

miércoles, 5 de abril de 2023

Los cuerpos de las nadadoras

    Estoy en la playa y me viene a la cabeza el título de un libro, “Los cuerpos de las nadadoras”. La verdad es que no estoy en la playa, lo que hago es ponerme en situación para comentar sobre los cuerpos en la playa y sobre los cuerpos en general. Sobre su visión estereotipada en esta sociedad, sobre la mentira de los cuerpos perfectos.
    Los de las nadadoras sin ser perfectos no andan lejos. Me refiero a las nadadoras que compiten, las que hacen molinetes con los brazos para calentar antes de lanzarse al agua desde los podiums de salida. Esos cuerpos esbeltos y un tanto andróginos, anchos de hombros, de brazos y piernas musculados, con sus sobrios trajes y gorros deportivos que les hacen parecer calvas y les dan un aire de alienígenas, de seres de una civilización superior que intentan sin éxito pasar desapercibidos entre nosotros.
    Las nadadoras de alguna forma no son reales, como no lo son los cuerpos de las pasarelas, de las películas o de las mujeres del tiempo. Ni los que aparecen, retocados, en las revistas o en las redes sociales. Bombardeados durante tanto tiempo con esas imágenes de cuerpos pseudoperfectos, cuando vamos a la playa nos damos de bruces con la realidad, y en lugar de reconocerla con normalidad lo que vemos por contraste son cuerpos en diversos grados de decadencia entre los cuales hay, sí, es cierto, algunos exultantes, ligeros, tersos y juveniles, pero donde la mayoría, se nos aparecen como versiones desinfladas, caducas, pesadas, decrépitas, con alguna arruga bella y otras muchas de las normales.
    Hay un argumento que he visto repetido en la ciencia ficción que anticipa estos oscuros derroteros por los que nos estamos adentrando. Suele tratarse de una expedición terrícola que llega a un planeta habitado por humanoides alopécicos altos y bellos. Tras las sucesivas peripecias al final resulta que todo era apariencia, una cortina de humo detrás de la cual se ocultaban los auténticos habitantes, una raza escuchimizada, de cuerpos contrahechos cargados de años y ya estériles, sin futuro. Si no despertamos del hechizo ese es el mundo que nos espera.

domingo, 2 de abril de 2023

Agua, sobre todo

    Hay un mundo que conocemos porque estamos en él y lo experimentamos a través de los sentidos. No sabemos de donde viene, cómo surgió; o no lo sé yo, aunque me lo hayan intentado explicar. Porque —vamos a ver— me dijeron que dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno forman una molécula de agua y me lo creí; así será, me lo aprendo y la química aprobada. Lo del agua me parece maravilloso, por lo bien que nos viene para la vida.
    Así estoy en el mundo, como tanta gente, sospecho; dando por bueno lo que no entiendo, que es casi todo; y haciéndome pasar por un ciudadano homologable, que seguramente lo soy. El síndrome del farsante, creo que se llama. Con estas premisas tampoco puedo descartar otras posibilidades o imposibilidades referentes a la vida, a la muerte, a la eternidad y a lo que se te ocurra. Por qué no pensar que puede haber otra vida después de esta, sea la afterlife de las series u otra cualquiera.
    Pero conocer, solo conocemos este mundo y todo lo que se diga de otros es algo inventado, deseado, soñado o imaginado; eso sí en general de buena fe. Dicho esto a mí me parece que alma es una etiqueta que se pone a algo difícil de definir y que muchas veces se confunde con la conciencia de ser; porque tampoco conocemos la relación exacta —si la hubiera— entre cuerpo y mente ni en qué consisten los mecanismos del pensar y el recordar.
    Tengo la impresión de que cuando decimos la palabra alma en la vida cotidiana no nos estamos refiriendo a un hipotético ente inmortal —en cuanto a cuya existencia francamente no lo veo— sino que la estamos utilizando como una forma más poética de decir mente, un sinónimo; como quien dice estío en lugar de verano.