Hace
mucho, mucho tiempo, cuando los animales hablaban y Walt Disney era
muy pequeño, había una familia de ratones de campo en el Rancho
Grande al norte de México. Allí vivían, en su madriguera, Felipe y
Tomasa Ratón con sus seis hijos.
El
más pequeño era Miguelito, un ratón vivaracho que era el favorito
de toda la familia. Por la mañana, todos los pequeños del rancho
atendían en el granero a las lecciones del maestro Don Búho. El
resto del día lo pasaban jugando. El mejor amigo de Miguelito era
Pancho, el hijo del herrero. Los domingos, el burro Godofredo les
llevaba al cine que daban en la plaza del pueblo. Miguelito veía la
película subido al sombrero de Pancho. De vuelta al rancho, soñaban
tumbados en el heno. “Yo” decía Pancho “quiero ser cowboy,
pero a caballo, no en burro”. “Pues yo” decía Miguelito
“quiero ser actor, así además de vaquero seré indio, cantante,
bailarín y todo lo que quiera”.
Un
año, cuando ya era un ratón crecidito que había terminado la
primaria, hubo una gran sequía y en el Rancho Grande apenas quedaba
maíz que llevarse a la boca. Miguelito les dijo a sus padres: “Les
quiero pedir licencia para marchar al otro lado del Río Bravo en
busca de un futuro mejor en el país de los gringos”. Así les dijo
porque aquellos ratones hablaban un castellano muy ceremonioso. “Ay
mi hijito” le dijo Felipe “tienes mi bendición, ve y ten cuidado
no te atrape la migra”. Tomasa lo abrazó llorando y añadió “allá
donde estés, anda siempre por la sombra, sé honesto y acuéstate
temprano”, y le dio a Miguelito un morral con un trozo de queso.
Al
amanecer, se despidió de Pancho y de Godofredo y partió a la
aventura. A media tarde ya había llegado a la frontera. Allí, se
agarró a una rama flotante y cruzó el Río Bravo chapoteando. Los
días siguientes recorrió Texas, a tramos en destartalados trenes de
carga, otras veces caminando y en ocasiones corriendo, jugando al
coyote y al ratón. En el camino encontraba ratones o chavales con
los que charlar y entretenerse, y se las arreglaba para conseguir
algo que roer a cambio de ayudar en lo que fuera. Las noches
despejadas se echaba al raso y antes de dormirse pensaba, mirando el
cielo estrellado, “¿por qué le dirán el estado de la estrella
solitaria si se ven a miles?”.
Llegó
a Oklahoma y preguntando, preguntando encontró a su primo Juanito
González, que había emigrado antes. “¿Y ahora qué haremos
Miguelito?” le preguntó el primo, que era algo atolondrado. A
Miguelito se le encendió una bombilla en la cabeza: “Pues no más
que lo tengo clarito. ¿No te conocían en todo Chihuahua como el
Rápido González?”. Al día siguiente fueron a la feria y Juanito
ganó la Gran Carrera de ratones del Condado. Así anduvieron de aquí
para allá, siempre que era posible por la sombra, siempre honestos y
durmiendo sus diez horas como mínimo. El primo ganaba casi todas las
carreras. En poco tiempo eran conocidos en todo el estado, Juanito
como “el Rápido de Oklahoma” y Miguelito como “el ratón más
listo a este lado del río Pecos”.
El invierno llegó, y ya no había ferias, así que los dos primos se
buscaron acomodo en un camión de grano que iba a California. Ya
platicaban el inglés y hasta tenían flamantes nombres gringos, pero esa ya es otra historia.