miércoles, 25 de marzo de 2020

Antes de ser famosos


    Hace mucho, mucho tiempo, cuando los animales hablaban y Walt Disney era muy pequeño, había una familia de ratones de campo en el Rancho Grande al norte de México. Allí vivían, en su madriguera, Felipe y Tomasa Ratón con sus seis hijos.
    El más pequeño era Miguelito, un ratón vivaracho que era el favorito de toda la familia. Por la mañana, todos los pequeños del rancho atendían en el granero a las lecciones del maestro Don Búho. El resto del día lo pasaban jugando. El mejor amigo de Miguelito era Pancho, el hijo del herrero. Los domingos, el burro Godofredo les llevaba al cine que daban en la plaza del pueblo. Miguelito veía la película subido al sombrero de Pancho. De vuelta al rancho, soñaban tumbados en el heno. “Yo” decía Pancho “quiero ser cowboy, pero a caballo, no en burro”. “Pues yo” decía Miguelito “quiero ser actor, así además de vaquero seré indio, cantante, bailarín y todo lo que quiera”.
    Un año, cuando ya era un ratón crecidito que había terminado la primaria, hubo una gran sequía y en el Rancho Grande apenas quedaba maíz que llevarse a la boca. Miguelito les dijo a sus padres: “Les quiero pedir licencia para marchar al otro lado del Río Bravo en busca de un futuro mejor en el país de los gringos”. Así les dijo porque aquellos ratones hablaban un castellano muy ceremonioso. “Ay mi hijito” le dijo Felipe “tienes mi bendición, ve y ten cuidado no te atrape la migra”. Tomasa lo abrazó llorando y añadió “allá donde estés, anda siempre por la sombra, sé honesto y acuéstate temprano”, y le dio a Miguelito un morral con un trozo de queso.
    Al amanecer, se despidió de Pancho y de Godofredo y partió a la aventura. A media tarde ya había llegado a la frontera. Allí, se agarró a una rama flotante y cruzó el Río Bravo chapoteando. Los días siguientes recorrió Texas, a tramos en destartalados trenes de carga, otras veces caminando y en ocasiones corriendo, jugando al coyote y al ratón. En el camino encontraba ratones o chavales con los que charlar y entretenerse, y se las arreglaba para conseguir algo que roer a cambio de ayudar en lo que fuera. Las noches despejadas se echaba al raso y antes de dormirse pensaba, mirando el cielo estrellado, “¿por qué le dirán el estado de la estrella solitaria si se ven a miles?”.
    Llegó a Oklahoma y preguntando, preguntando encontró a su primo Juanito González, que había emigrado antes. “¿Y ahora qué haremos Miguelito?” le preguntó el primo, que era algo atolondrado. A Miguelito se le encendió una bombilla en la cabeza: “Pues no más que lo tengo clarito. ¿No te conocían en todo Chihuahua como el Rápido González?”. Al día siguiente fueron a la feria y Juanito ganó la Gran Carrera de ratones del Condado. Así anduvieron de aquí para allá, siempre que era posible por la sombra, siempre honestos y durmiendo sus diez horas como mínimo. El primo ganaba casi todas las carreras. En poco tiempo eran conocidos en todo el estado, Juanito como “el Rápido de Oklahoma” y Miguelito como “el ratón más listo a este lado del río Pecos”.
    El invierno llegó, y ya no había ferias, así que los dos primos se buscaron acomodo en un camión de grano que iba a California. Ya platicaban el inglés y hasta tenían flamantes nombres gringos, pero esa ya es otra historia.

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