sábado, 30 de marzo de 2024

Claros y sombras

    Guerriero es un apellido de origen italiano y suena a equivocación involuntaria. Será Guerreiro, pensamos, o Guerrero en todo caso. En la lista de los más vendidos del periódico insisten semana tras semana en atribuir la autoría de “La llamada” a Leila Guerrero.
    Leila Guerriero es una periodista argentina. Su último libro está siendo un éxito. Lo he leído y me ha gustado. El subtítulo es “Un retrato”, y lo es, es un retrato de Silvia Labayru, una mujer que fue víctima de la dictadura argentina de Videla y compañía. No se hace alusión en el libro al hecho de que Labayru es un apellido vasco. Como curiosidad se menciona a un perro (perra) que se llama Neska.
    Guerriero lo tiene claro, no hace prisioneros, no se encariña con la retratada. Guerriero y Labayru conversaron en numerosas ocasiones y entablaron cierta amistad, por supuesto, pero ya al principio de esa relación la periodista lo deja claro. Silvia Labayru le pregunta si le dejará leer lo que vaya escribiendo, Leila Guerriero es tajante: NO. No debería ser nunca de otra forma.
    Se trata de entender a Silvia Labayru, de descubrir su personalidad, su sociabilidad, sus valores, su vida afectiva. En ese empeño entrevista también a gente de su entorno y al final sale una buena parte de su biografía; pero contar su vida es accesorio, lo importante es el retrato y Guerriero lo dibuja con sus claros y sus sombras.
    Caigo ahora, por cierto, en que la palabra entrevista encierra una verdad en la que no me había fijado. Una entrevista es eso, un asomarse a la persona, no verla completa sino solo en parte, entreverla.
    En este libro, "La llamada" — lo recomiendo— Leila Guerriero, a base de mirar y remirar desde todos los ángulos posibles, logra plasmar una “vista” bastante completa, diría, de esa persona llamada Silvia Labayru; quedando claro por otra parte que, a pesar de todo, ella también, como todos, sigue siendo un misterio.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Carta al director

     “Qué mal funciona la Sanidad”, nos cansamos de oírlo, y de decirlo, y se nos olvidan unas cuantas cosas. Les voy a poner número.
    La primera: todo en la vida, en general, tiende a ser gris. Es una pena porque en cualquier tema, una vez admitida la grisura, queda poco margen para la polémica y la diversión, pero es así. Asumido esto, hay que reconocer que el sistema sanitario funciona regular; como debe ser.
    Segunda cosa que se nos olvida: este sistema sanitario al que nos referimos es la sanidad pública y a poco que ampliemos la perspectiva nos daremos cuenta de que el problema real lo tienen los ciudadanos de los países que no tienen sanidad pública.
    Tercera cosa: nunca la calidad de la sanidad (tecnología, formación, investigación) ha sido tan alta como ahora mismo, nunca hubo opciones de curar mayores que las actuales.
    Cuarta cosa: los médicos pueden retrasar la fecha de vencimiento pero no indefinidamente. Tarde o temprano nos llega la hora, ningún médico ni ningún sistema sanitario, público o privado, puede garantizar la vida eterna (para eso preguntar en la otra ventanilla).
    Quinta y última cosa que se nos olvida y que voy a intentar explicar con preámbulo y todo: De vez en cuando me acuerdo de algo que oí o leí hace muchos años referente a la sanidad en un país que no voy a especificar por las dudas (no sé hasta que punto era cierto). Aseguraba la noticia que el servicio público de salud en aquel país cubría todo hasta los cincuenta años. A partir de ese momento el Estado se desentendía. Era ni más ni menos lo que daba de sí el presupuesto.
    Al final, lo que se considera un problema sanitario puede que sea más bien un tema de logística o de estadística; la gente vive más, el número de ancianos crece y los medios para atenderlos no aumentan en la misma proporción. Además, a veces hay pandemias. La vida mata, el ser humano colabora y el sistema sanitario hace lo que puede; es la economía, querida.

domingo, 24 de marzo de 2024

Retrato a vuelapluma

    No sé como se llama; no había reparado nunca en él hasta que empecé a verlo en el gimnasio. Casi siempre se paraba al lado de alguien que hacía ejercicio y le daba conversación. Parecía conocer a todo el mundo. Por su parte no le veía esforzarse gran cosa en las máquinas. 
    Luego me lo he ido encontrando en otros sitios. Varias veces por la calle acompañado de un perro de esos muy delgados, una especie de galgo o de afgano, no distingo las razas. O leyendo el periódico en un bar con un café con leche; alguna vez vestido con el pantalón corto del gimnasio, enseñando las pantorrillas. En otra ocasión fui a comprar el pan y estaba él allí, contándole a la panadera que se había levantado por la noche y había tenido que sentarse en la taza del váter porque tenía la tensión baja y se estaba mareando; un tipo de confidencia que a mí no se me ocurriría hacer, por lo menos no en la panadería.
    No sé, imagino que vive solo, que necesita hablar con alguien y que lo hace a la menor oportunidad. Pero mi impresión es que no es bueno socializando. La gente conversa con él amablemente pero los lazos nunca se estrechan. Me produce una vaga sensación de tristeza, de desamparo.
    Por otra parte, a poco que lo piense me doy cuenta del buen número de coincidencias entre él y yo (aunque no tengo perro). No lo conozco (nadie conoce a nadie) y mi sistema inmunitario me hace creer que mi tristeza y mi propio desamparo son menores que los suyos; incluso que en mi caso están en valores negativos (y se trata por tanto de alegría y amparo). En fin, adapto el dicho: todo el mundo tiene lo suyo; menos yo, que tengo lo mío.

jueves, 21 de marzo de 2024

Raíces

    Tener raíces, echar raíces; parecemos vegetales. ¿Se sentirán los árboles de algún sitio?, ¿sufre un árbol si lo trasplantan al Jardín Botánico? Margaret Atwood (la autora de “El cuento de la criada”) comentaba que su familia provenía de Nueva Escocia, en la costa atlántica de Canadá. En los años treinta, durante la Gran Depresión, sus padres dejaron esa provincia y Margaret nació en Ottawa, Ontario. Su infancia itinerante transcurrió entre Ontario y Quebec. Su madre, que era una gran narradora, siempre volvía en sus historias a Nueva Escocia, a su hogar, a sus orígenes. Esto le causaba cierta confusión a Margaret; si la tierra de su madre, de su familia, era Nueva Escocia, ¿ella, de dónde era?
    Si dos nativos de Nueva Escocia —añadía Atwood— entablan una conversación irán atando cabos hasta encontrar algo en común, una costumbre, un acontecimiento, un antepasado; algo en lo que reconocerse y consolidar así esa pertenencia a la misma tierra, esa tierra única y sin parangón en el mundo entero —esto lo he añadido yo— que es Nueva Escocia.
    Naces por azar en donde sea, digamos que en un país verde; verdes valles, montes arbolados, mar inmenso azul oscuro. Te gusta el verde y que llueva con moderación. Luego viajas y el paisaje cambia, conoces las llanuras y los campos de cereales, el color amarillo. Ah, amo el verde, qué tristeza el amarillo, quién en sus cabales lo va a preferir. Hasta que descubres el factor Van Gogh. Sus cuadros son muy coloridos pero destaca el amarillo, ¿será ese su color preferido? Se lo pregunto al algoritmo y lo confirma: el color favorito de Van Gogh es el amarillo. ¿Dónde me deja eso a mí, con mi verde, que ya me está pareciendo un poco triste? Si lo pienso bien, si lo pienso a la luz de Van Gogh el amarillo tampoco está tan mal.

lunes, 18 de marzo de 2024

Tarde de lluvia

    Sábado a la tarde y llueve. Me he echado un rato después de comer y de vez en cuando una racha de viento arrastra gotas de lluvia que chocan con la ventana provocando un pequeño redoble de tambor. Se está bien en casa con este tiempo. Me levanto y aparto la cortina para echar un vistazo. Veo el cielo nublado, bajo y gris. A lo lejos jirones de nubes enganchadas en la ladera del monte.
    En la calle hay una figura detenida en la acera bajo un paraguas negro. Me recuerda un cuadro que he visto en algún sitio, o un estilo de dibujos, figuras algo inclinadas en las que un paraguas abierto tapa la cabeza y los hombros, siluetas oscuras. Siempre he tenido la sospecha malévola de que si alguien oculta los rostros en sus obras es porque no le salen bien.
    Tras unos instantes de inmovilidad, la sombra que contemplo desde un quinto piso echa a andar y desaparece por mi lado izquierdo. Brillan, recién pintadas, las rayas azules de la OTA y ha quedado un hueco libre para aparcar justo enfrente de mi ventana.
    La lluvia cae fina y mansa. Por momentos no sé si sigue lloviendo o si ha parado, a duras penas distingo la lluvia, seguramente el doble acristalamiento de la ventana y mis propias gafas me hacen verlo todo un poco más borroso. Se impone la visión en primer plano, a un metro escaso de la ventana, de las gotas más gruesas e intermitentes que caen como balas de plata del alero del tejado.

viernes, 15 de marzo de 2024

Una separación

    Una separación es una huida y también es una película iraní muy recomendable. La vieron juntos y les inquietó, pero no comentaron nada. En otra película argentina un profesor siempre acababa sus peroratas con el latiguillo “es complicado”. Esto lo es, aquí hay muchos más puntos de vista que personas implicadas, que personajes en escena. ¿Cuantos matices hay en una separación? Todos más uno. Es la historia de un desencanto. Maduramos, pero seguimos siendo imperfectos. Está el desgaste de la convivencia y luego el de la no convivencia, el alejamiento emocional.
    Acordaron ir a un terapeuta, un mediador, un psicólogo, un sabio, un sabelotodo, un tontolaba; duraron tres sesiones, pero sirvió para hablar sin interrumpirse, para desahogarse, para intentar ser sinceros. ¿Amor?, ella echa un bufido; amor, amor, eso es mucho decir; se gustaban, se querían sin aspavientos, ¿no es suficiente?, ¿es que hace falta amarse para formar una familia? La palabra matrimonio ahora le suena horrible. Tampoco entiende que nadie hable de su “proyecto vital”, ni que fuera un arquitecto. O lo de “rehacer tu vida”, ¿cómo se puede rehacer algo que nunca ha estado hecho?
    Una se engaña a sí misma con el amor, la engaña el ambiente, el cine y sus tontas películas de bodas. Ya en el brindis de la suya sintió que se estaba equivocando. La parte buena, decía el terapeuta, aha, claro que sí, la había habido, eran jóvenes, se divertían, había sexo satisfactorio, más o menos, tampoco es que batieran ninguna marca.
    Luego fueron cayendo en todos los tópicos. Al darse la vuelta en la cama él arrastraba la manta hacia su lado; así se fue quedando ella, con el culo al aire en todo. También él tenía sus quejas y ella sus manías; esas pequeñas discusiones interminables. Incompatibilidad de caracteres, se dice, pero ¿existen los caracteres compatibles? Otra cosa, ¿es el hombre un animal monógamo, como el pingüino? Y los hijos, no han querido nombrarlos, no quieren meter a los niños, es un pacto. Él le ha pedido: no nos odiemos, hagámoslo por ellos. Al oírlo, ella casi le vuelve a querer.

martes, 12 de marzo de 2024

Terrible

    Todo ángel es terrible, escribió Rilke, y la frase ha pasado a la Historia de la Literatura. Suena bien; pero así, descontextualizada, son muy pocas palabras para tener nada claro. Al oírla mi primera impresión, más que interpretación, es entender que todo lo bueno también esconde el germen de lo malo. Pero me he mojado los pies en el comienzo del poema y dice Rilke que la belleza es lo máximo de terrible que podemos soportar, que no nos da para más terribilidad, y ahora ya no estoy seguro de nada.
    Claro que debería leerme las “Elegías de Duino”, todas ellas; pero no va a ser posible, por los símbolos. El símbolo, ¿para qué sirve?, ¿es imprescindible?, ¿podemos vivir sin símbolos? Lo mismo no. La mitología debe de estar llena de ellos. Supongo que hay ahí un juego poético, una especie de adivina adivinanza para adultos, o solo para gente con tendencias poéticas. Puede que no sea mi caso, igual me falta imaginación o espíritu lúdico. Asumo sin problemas mis carencias, en esto como en tantas cosas, también tengo mis puntos fuertes. Respeto los símbolos pero me confunden, prefiero que me digan de qué se trata directamente.
    En prosa se recomienda la claridad, que sea diáfana y transparente. ¿Por qué no en poesía? No problem con la poesía oscura, para gustos, por supuesto; pero también se puede hacer clara, por ejemplo: y yo me iré, y se quedaran los pájaros cantando, Juan Ramón Jiménez.
Otra cosa, Rilke escribió en alemán. Dice uno que la musicalidad del alemán es difícil de traducir, ¿musicalidad? ¿como en subanestrujenbajen? Lo he mirado y la frase original es algo así como Ein jeder Engel ist schrecklich. ¿No es terrible la palabra terrible en alemán? Pero bueno, ich spreche kein Deutsch, no hablo alemán. Volviendo a la terrible frase, no descarto que algún día algo o alguien me ilumine y la entienda. Entonces podré comentar, cuando sea oportuno, que, como decía Rilke, todo ángel es terrible.

sábado, 9 de marzo de 2024

El siglo de la marmota

    Hace más de cien años, en los comienzos del siglo XX; del que, por cierto, soy nativo, como muchos; algo que tiene remedio porque cada vez seremos, o serán, menos sin remedio. Me he perdido en la frase, como un río que se adentra en el desierto y desaparece en la arena; como el Colorado, campeón mundial de la erosión, que no llega al Golfo de México —qué sorpresa me llevé al saberlo— pero no es porque se ahogue en ningún sitio sino por la mano del hombre y de la mujer.
    Retomo la primera frase (decía uno que retomar estaba mal dicho, no sé): hace cien años, más o menos, el momento que vivía la humanidad era muy parecido al actual. No me estoy expresando bien. Tercer intento, el último que me queda: hace algo más de cien años las sensaciones que tenía el ser humano eran muy parecidas a las que tenemos ahora. O parecidas a secas. Está en los libros, en la literatura.
    Como ahora, sentían que la vorágine se había apoderado del presente. Vorágine en su tercera acepción: Aglomeración confusa de sucesos, de gente o de cosas en movimiento. Creían que el programa de la lavadora del progreso había entrado en la fase de centrifugado, que el ser humano había conseguido hacer realidad lo que hasta entonces solo habían sido fantasías imposibles.
    ¿Ejemplos? Ahí va uno: volar, ¿te parece poco? O la radio, el cine, el automóvil, la electricidad, la teoría de la relatividad. Los avances científicos y tecnológicos le parecían magia a la gente normal; como los de ahora me lo parecen a mí, que también soy normal, creo. El mismo Nueva York, por ejemplo, puede incluso que no sea en nuestros días tan efervescente como era entonces.
    Lo preocupante es que se podría suponer que los próximos cien años guardarán un parecido razonable con lo que se les vino encima a aquellos tatarabuelos nuestros: un desastre absoluto, con dos guerras mundiales incluidas. Así que aquí estamos, en la cresta de la ola, a punto de que rompa con estruendo.

miércoles, 6 de marzo de 2024

Nuestros hermanos Coen

    Les vengo siguiendo hace tiempo. Son dos hermanos, se llevan ocho años, y se dedican al cine, o se dedicaban. He visto una entrevista que le hacían al mayor, Alberto (he cambiado los nombres, entre otras cosas). Contaba su historia. La familia tenía una tienda de ropa de caballero, aunque supongo que admitían cualquier tipo de cliente (chiste). Curiosamente fue el menor, Carlos, el que, sin haber cumplido los veinte, se lanzó a hacer el primer corto.
    Alberto, que para entonces llevaba ya un buen número de años trabajando en la tienda, se apuntó a colaborar. Hicieron un par de cortos más y luego su primer largo. Los hermanos Coen, les llamaban los amigos. Su segunda película, con más presupuesto, más trabajada y más de todo, fue un éxito. Ganaron premios y hasta estuvieron en el festival Sundance.
    Se complementaban bien, el mayor más técnico, el menor más creativo. Quizá fuera esa sensibilidad artística de Carlos unido al decreciente éxito de sus películas el origen de cierta inestabilidad emocional que provocó que, después de más de dos décadas de carrera, decidiera abandonar el mundo del cine. Todo quedó envuelto en un cierto halo de misterio.
    Alberto siguió con un par de proyectos que tuvieron poca repercusión. Al llegar la pandemia 
decía en la entrevista todo se paró. Así seguía, un poco a la espera, barajando ideas. Contaba esta historia y aludía a su hermano Carlos con naturalidad, al parecer seguían muy unidos.
    Al acabar, el entrevistador le regaló una camiseta del programa. Alberto la extendió ante sí haciendo ese gesto de ver como le quedaba y luego procedió, mientras agradecía el regalo, a plegarla en uno, dos, tres, cuatro movimientos, a la vez meticulosos y expeditivos, hasta dejarla hecha un rectángulo perfecto, lista para ponerla en un estante o guardarla en un cajón.
    El periodista, sorprendido y divertido, le hizo un comentario y él, entre risas, reconoció que era algo que le quedaba de cuando trabajaba en la tienda familiar, que desde entonces doblar la ropa era un acto reflejo que no podía evitar.

domingo, 3 de marzo de 2024

Corazón

    El otro día vi una película italiana titulada “El sol del futuro”. Es una comedia dramática dirigida y protagonizada por Nanni Moretti. Aunque a ratos flaquea, me gustó; entre otras cosas porque Moretti es casi de mi edad, me lleva dos años y quieras que no hemos compartido el mismo mundo, siquiera en la distancia (él allí arriba y yo aquí abajo).
    En un momento de la película aluden a un libro que debió de ser lectura obligatoria en Italia durante décadas. El tono del comentario era condescendiente, como diciendo: por eso también tuvimos que pasar. Bien, el caso es que ese libro, “Corazón” de Edmundo de Amicis, es, por esas casualidades de la vida, el libro de mi infancia.
    No sé como llegó a mis manos, me encantó desde la primera línea: ¡Primer día de clase! ¡Se fueron como un sueño los tres meses de vacaciones! Es el diario de Enrico que cuenta las vicisitudes de un año escolar. Desde el punto de vista actual, la novela apesta a buenos sentimientos, es una sucesión sin tregua de tristes verdades de la vida y buenas enseñanzas, de alegrías y penas impregnadas de melancolía. Cada mes, además, el maestro cuenta una historia. Son cuentos tremebundos. En “El tamborcillo sardo”, el susodicho pierde una pierna distrayendo al ejército austríaco. En “Sangre romañola”, el niño-héroe recibe la puñalada destinada a su madre y muere. La narración de mayo, por cierto, es “De los Apeninos a los Andes” en la que Marco va a buscar a su madre a Argentina.
    Me cautivaba leer lo que contaba un niño de mi edad en una escuela que no era muy diferente de la mía. Lo curioso, y asombroso, es que el libro se publicó en Italia en 1886, hace ya cerca de siglo y medio. Importaba también, creo, que todo pasara en otro país, en un mundo de ficción al fin y al cabo.