sábado, 30 de octubre de 2021

Cursi

    De qué hablamos cuando hablamos de ser cursi. Ser cursi no es más que la manifestación de un exceso de sensibilidad mal entendida que provoca dentera estética en temperamentos más equilibrados, nada grave. Además, quién decide que algo o alguien es o no cursi; es subjetivo, cuestión de ángulos y de miradas.
    La palabra misma ya suena cursi, por anticuada. Una palabra con historia, con familia: cursilería, cursilada, cursilón; una palabra cansada que apuesto a que tiene una prima inglesa que es la que se usa ahora para decir lo mismo. Las postales de gatitos son cursis; también las señoras emperifolladas (con perdón), la literatura romántica o los poemas de amor llenos de clichés. Bécquer es cursi ahora; no en su día, entonces era sublime. El tiempo todo lo cambia, lo madura, lo pudre; y luego, como un milagro, lo resucita.
    Cursi es todo lo que nos parece relamido o afectado. Se me ocurren otras palabras cercanas que igual no significan lo mismo pero que comparten algo de su esencia: ñoño, petulante, repipi, pretencioso, ripioso, sensiblero, ridículo, pomposo, hortera (si no lo ves claro, entiérralo en palabras).
    Llorar no es cursi, la salsa de tomate tampoco. Ser cursi es alejarse de la naturalidad por el lado empalagoso; que es preferible a hacerlo por el otro lado, el lado desabrido. Ejemplo, cuando alguien dice, “si la vida te da limones, haz limonada”, un bruto podría replicar, “y si la vida te da tomates, pues te jodes”. La virtud, lo natural, está en el medio: si la vida te da tomates, haz salsa de tomate.

miércoles, 27 de octubre de 2021

Tablilla encontrada en el desierto

    Mi nombre es Terhep. Nací en una casa de la muralla en la Ciudad de los Dos Ríos; desde entonces he visto desbordarse sus cauces veinte veces, veinte veces sembrar los campos, veinte veces llegar el invierno. Mi padre es Meni, el constructor. Lo acompaño desde niño. Con diez años entendía las tablillas y con doce comencé a escribirlas.
    Ya es de noche, no puedo dormir y siento el impulso de contar esto, de dejar memoria de que existo. Dentro de mil años alguien encontrará esta tablilla y sabrá que soy Terhep, hijo de Meni, y que he grabado estos signos de noche a la luz de una lámpara de aceite en la Ciudad de los Dos Ríos, donde las leyes ordenan la vida.
    Esto es lo que ha pasado: mi padre, Meni, ha edificado una gran casa para Ubara, el comerciante. Por la tormenta, el viento, la arena o un mal cálculo el tejado de la nueva casa ha caído sobre Samek, el primogénito de Ubara, y lo ha matado. Ubara pide justicia. En otras partes las leyes son dudosas y la iniquidad es lo común. No aquí, en la Ciudad de los Dos Ríos.
    Soy Terhep, hijo de Meni, escritor de tablillas y aprendiz de constructor. La noche es cálida y está cerca el tiempo de la cosecha. Mañana, el destino de los dioses y la justicia de los hombres serán una misma cosa; cuando Utu, el sol, surja tras las montañas seré ejecutado.

domingo, 24 de octubre de 2021

Retrato de Katya

    ¿Para quién escribe un autor? Para cualquiera o para todos son respuestas fáciles y falsas. O una demostración de inocencia supina. Cualquiera y casi todos son precisamente los que no van a leer ese libro. Los lectores de un libro, incluso de un bestseller, son un club selecto, una minoría. Juan Ramón Jiménez dijo que escribía para la inmensa minoría, sea eso lo que sea suena bien (por algo era poeta).
    Me ha gustado esto que dice en una entrevista Katya Adaui: “No sé quién va a leerme pero confío en su sensibilidad e inteligencia; nunca lo voy a subestimar”. Te dan ganas de leer sus libros, de ser ese lector sensible e inteligente; te sientes querido. Por eso escribo estas líneas, y por la foto de medio cuerpo que acompaña la entrevista y que quiero intentar describir. Datos previos, Katya Adaui es una escritora peruana (no la conocía) de 44 años, me divierte el título de uno de sus libros: “Aquí hay icebergs”.
    En la foto, casual de un modo estudiado, irradia esa sensibilidad e inteligencia que supone a sus lectores. De complexión media, lleva una camiseta gris de manga corta y amplio cuello redondo y como único adorno unos austeros colgantes en las orejas. Tiene una expresión risueña, los ojos azules claros y ligeras ojeras. Nada de maquillaje salvo un toque de carmín rosa en los labios algo agrietados. Maxilar marcado, con pequeños lunares en mandíbula, barbilla y cuello. El pelo negro peinado al desgaire, algo revuelto, con una raya no muy ortodoxa a su derecha, retirado tras la oreja de ese lado y que cae en cascada cubriendo la otra oreja hasta rozar el hombro. La cabeza está levemente girada e inclinada hacia su izquierda y ese lado de la cara queda semioculto y en penumbra.

jueves, 21 de octubre de 2021

Rumpus

    He encontrado un texto, en inglés, en una página titulada “The Story Behind the Story”, o sea “La historia detrás de la historia”, o igual en este caso habría que entender “La historia detrás del cuento”. Lo firma una tal Samantha Stephens, aunque tengo razones para suponer que es un seudónimo. Esta es la traducción:
    Nuestra hija Tabitha tenía cinco años cuando murió Rumpus. Una falta de consideración por su parte, por parte de Rumpus, porque la niña estaba encariñada con el gato y pasaba horas jugando y hablando con él. Murió el gato y Tabitha me preguntó si iría al cielo.
    —¿Qué cielo, cariño? —le contesté distraída.
    —El cielo de los gatos, cuál va a ser.
    Cielo, de haber, supongo que solo habrá uno y Dante no menciona ningún gato en la Divina Comedia (soy profesora). Pero no quise meterme en líos teológicos, me acordé de algo que había oído en la radio y le dije a Tabitha que de alguna forma sí iría al cielo, porque el gato sería, era ya, una estrella; que es lo que son todos los gatos a los que sus dueñas han querido tanto.
    Esto no es lo que oí en la radio, allí hablaron de una agencia que se dedicaba a preservar la memoria de las mascotas, y una de las posibilidades era ponerle a una estrella el nombre del animal, fuera este perro, gato, hamster o boa constrictor. Darrin, mi marido, decía que esa agencia era la típica excrecencia del capitalismo que solo podía darse aquí, en los Estados Unidos de América.
    Bueno, lo más práctico fue decirle a la niña que ahora su gato era una estrella, punto. Tabitha se quedó pensativa y luego dijo:
    —¿Y se acordará de mí Rumpus ahí arriba?
    La memoria de un gato; de qué se acordará un gato vivo, no digamos ya muerto. El gato se acordará, por supuesto que sí, le dije, se acordará de los juegos y de los bailes. Inocente fantasía, pensé, y luego poco a poco se me fue haciendo una bola en la imaginación con el gato, la niña, los recuerdos del gato y la niña bailando, y me pareció que de allí podía salir un cuento.

lunes, 18 de octubre de 2021

Abejas

    No es lo mismo “la misteriosa vida” que “la vida misteriosa” (de las abejas). En el primer caso se resalta “misteriosa”, pero cuidado, no hay que abusar de esa preponderancia del adjetivo, lo normal es “perro verde”, no “verde perro”. Uhmm, igual no he acertado con el ejemplo; cámbialo a blanco, el perro.
    La abeja es uno de mis insectos preferidos (otros, el grillo, el escarabajo, la hormiga). Maeterlinck, Premio Nobel de Literatura, escribió hace un siglo un libro titulado “La vida de las abejas”. Dice al principio que no es un estudio científico, que ya se han escrito otros muy buenos. Pues entonces de qué habla Maeterlinck en su libro. Sospecho que en el fondo hablará del ser humano, de todos nosotros; de lo que hablan todos los libros. M. tenía una experiencia de veinte años cuidando colmenas, algo sabía.
    Por mi parte lanzo una teoría: todas las abejas son del Club Atlético Peñarol, o por lo menos llevan su camiseta. Lo que quiero decir es que no sé nada de abejas. Me gustan pero les tengo un respeto. La abeja no pica si no se siente amenazada, pero por si acaso. Me da pena no haber experimentado la sensación cosquilleante, cálida, amorosa, de un enjambre de abejas cubriéndome de pies a cabeza. ¿A alguien se le habrá ocurrido hacer lo mismo con avispas? Igual resultaba bien; o mal, quién sabe. En mi imaginario particular la abeja y la avispa forman una dualidad, son el bien y el mal. A una abeja la veo regordeta, bonachona, trabajadora infatigable; a una avispa, afilada, pérfida, aviesa. Seguro que soy injusto.
    La abeja, como especie, merece el Nobel de Economía por su impecable ejemplo de proyecto ecológico y sostenible. Y el Pritzker de Arquitectura por su modelo de construcción, las celdillas hexagonales. A poco que lo pienses, lo de las abejas es portentoso: las obreras libando, la miel, la reina, los zánganos sin aguijón (qué bien pensado, que tome nota la Asociación del Rifle). Si no fuera porque haberlas haylas a mí me cuentan lo de las abejas y no me lo creo.

viernes, 15 de octubre de 2021

Al revés te lo digo

    Conflictos ha habido siempre. Por eso hay tanta teoría sobre su resolución, porque no se resuelven. Y si por casualidad alguno lo hace surge rápido otro nuevo, o dos si son pequeños. Quisiera recomendar dos métodos, trucos, que tenemos siempre a mano y que nos ayudarán a que un conflicto persista y, en el mejor/peor de los casos, pase a la siguiente generación.
    El primero se refiere al tono o actitud a adoptar en una declaración, comunicado o similar. Si de verdad quieres que el problema se enquiste, se pudra, se vuelva endémico, utiliza la palabra “exigimos”. Si no lo haces, si optas por “pedimos”, “proponemos”, “opinamos”, corres el riesgo de que el mensaje surta efecto e incluso, en casos extremos, de que el problema se solucione.
    El segundo método, infalible, es apostar siempre por la vía unilateral. Es la única sin contradicciones. Aunque hay que confesar que en realidad no es una vía, en el sentido de que una vía comunica un sitio con otro y la vía unilateral es un callejón sin salida; como la calle Salsipuedes, que no puedes; de ahí la eficacia del método a la hora de consolidar un desacuerdo. Esta vía ha tenido grandes valedores a lo largo de la Historia. Por desgracia, en ocasiones produce efectos secundarios; la desavenencia se vuelve rabiosa y se convierte en lo que técnicamente se conoce como “conflicto armado”. En esos casos ojo, porque puede perjudicar seriamente la salud.

martes, 12 de octubre de 2021

Mantener la llama

    Soledad es femenino y nombre de mujer. El masculino de soledad podría ser desamparo, las dos palabras suenan igual de tristes. Pero tristeza también hace falta en la vida, aparte de que la soledad no siempre es triste. Tan necesaria es la soledad como la compañía. Cada uno tenemos nuestra balanza donde sopesamos ambas en busca de un equilibrio. Luego está la paradoja: se puede sentir uno solo en compañía y acompañado estando solo (como cuando estás en animado diálogo con una página escrita).
    En una película (Someone to Love, 1987) Orson Welles se sacó de la manga estas líneas que no estaban en el guion: “Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Solo por medio del amor y la amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos”
    No he presenciado ningún parto; excepto el mío, se supone. Cuando me llegó el momento de asistir a otro, alguien, sería un médico, no sé, juzgó de un rápido vistazo que no era un candidato apto para ejercer de testigo y me indicó que esperara fuera. Visto desde ahí, desde fuera, y desde otro género, un nacimiento es un trauma, pero no hay forma de saber si el neonato se siente solo. Sale del claustro materno y seguido siente la piel de la madre, su aliento; aunque eso no es comparable con el calor del útero; allí sí que se debe de estar a gusto.
    Tampoco sabemos si se muere uno solo. Una vez que ha sucedido nadie ha podido contar sus impresiones. Salvando esos extremos, podemos coincidir con Orson Welles o no. Esta es mi sensación: todos vivimos solos detrás de ese avatar que actúa en nuestro nombre y muestra al mundo una imagen más o menos ficticia; pero, segunda parte, no por ello debemos perder la ilusión del amor y la amistad, porque esa creencia, en cualquier caso, nos hace mucho bien.

sábado, 9 de octubre de 2021

Ahora y en la hora de nuestra muerte

    Cuando era pequeño los domingos, después de comer, rezábamos el rosario. Al final mi padre recitaba una serie de peticiones, acompañadas de más rezos. Había dos que me llamaban la atención (me interpelaban, se podría decir). La primera era un escueto “por los estudios”. Un toque de atención para nosotros, los hijos. La segunda, un poco más larga, decía: “a San José bendito para que nos dé una buena muerte”. De ahí se deducían varias cosas. Una, que habíamos de morir; otra, que se podía morir bien o mal; y otra más, que el santo que se encargaba de tales asuntos era San José.
    Me pregunto si seré consciente del momento de mi muerte. Sé que voy a morir, como todos; pero confío bastante, estoy casi seguro, en que no será hoy. La vida tiene muchos días y la muerte solo uno. En estos tiempos y en esta sociedad se prefiere que el moribundo no se dé cuenta de nada. Cuando se acerca la hora se le seda y se espera a que el corazón deje de latir. Eso es lo que he visto.
    Así imagino que me pasará a mí también. Sabré que me queda poco, pero pensaré que hoy no, de momento no. Y un día, que parecerá como los demás, una enfermera me dirá “te voy a poner algo para que estés más cómodo”. Lo más seguro es que le dé las gracias, y luego perderé la conciencia. Entonces puede que mi mente vague y cree imágenes y escenas que serán ecos de mi vida. Es muy probable que sea joven en esos sueños y que aparezcan, también jóvenes, otras personas cercanas. Esos sueños, buenos o malos, serán mi despedida de la vida.

miércoles, 6 de octubre de 2021

Siempre la belleza

    Una verdad característica de nuestro tiempo: no hay nada más viejo que el periódico de ayer. Otra que se me ocurre ahora: el número de formas de cortarse el pelo es infinito. La tercera; porque las verdades, como las olas, vienen de tres en tres: la palabra más aguda del diccionario es bisturí.
    Hay de todo en el mundo; está desquiciado, de siempre, y sigue siendo bello. Después de cada desastre, natural o provocado, vuelve a surgir la belleza, si no es que ha aguantado impertérrita. En medio de las tragedias he visto en el periódico varias fotografías que me han impresionado por su encanto. Lo primero que hay que notar es la calidad con que se imprimen, en colorido y definición. Más bellas que la realidad, desde luego.
    En una aparecen media docena de jóvenes en el trance de un enfrentamiento callejero, lanzando piedras y con un neumático ardiendo en una esquina. Parece una escena de ballet. Una observación lateral, dirigida a todos los manifestantes de todas las causas justas e injustas: no queméis neumáticos, no beneficia a nadie. Otra fotografía a vuelta de página: con el fondo de un edificio derruido por las bombas un hombre en una motocicleta lleva montados con él a tres niños delante y a dos más detrás.
    La vida sigue, se vivirán episodios dramáticos y cada bando dirá que la razón está de su parte y que su causa triunfará. Nadie triunfará, pasará como con las barricadas de neumáticos ardiendo, todos perderemos. Y nos quedará la belleza.

domingo, 3 de octubre de 2021

Sucedió una noche

    La chica, de unos dieciséis años, se ha quedado dormida en el último viaje del autobús. Al llegar a cocheras el conductor la despierta y la chica ve que tiene en el móvil varios mensajes y llamadas perdidas de sus padres. Habrá sucedido más de una vez y me ha recordado un episodio propio de hace ya unos cuantos años.
    La rutina de los días de salida era que nosotros, los padres, nos acostábamos a la hora habitual y luego, al cabo de unas horas, oíamos, o no, el ruido de la llave en la puerta cuando llegaba nuestra hija. Ya no tenía una hora marcada para venir a casa. Un día al despertarnos por la mañana vimos que su cuarto seguía vacío.
    Serían las siete, su móvil apagado, ¿por qué no había venido?, ¿le habría pasado algo malo?; no, no, habrá una explicación, nos dijimos, estemos tranquilos. No podíamos estar tranquilos. Salí a la calle a buscarla. Salí más por no estar en casa esperando que por creer que la encontraría. No quería pensar en posibles desgracias, solo en que apareciera cuanto antes acompañada de una sencilla explicación, incluso de una que incluyera una desgracia menor… no, ni eso, no sería desgracia sino simple y llano episodio vital. Las calles estaban vacías, no sabía por dónde ir; solo caminaba a paso rápido, sin rumbo.
    Por fin, cerca de las nueve, ya no recuerdo las circunstancias, apareció. Con aspecto cansado y algo desastrada pero perfectamente bien y diciéndome con cara compungida: perdón, perdón, perdón. Yo no estaba enfadado, estaba aliviado. Me he quedado dormida en casa de Laura. Bien, esa era la explicación clara y diáfana que esperaba; y si no había sido así, qué más daba. Casi me vi obligado a reñirle un poco, a decirle que con haber avisado era suficiente. Perdón, perdón, me repitió, ya menos apurada, mientras yo me daba cuenta de que la opresión en el pecho había desaparecido y podía volver a respirar con normalidad.