martes, 28 de noviembre de 2023

Barbarella

    Hace muchos años que vi Barbarella, la película. O una película, debería decir, porque quién se acuerda ahora. Es del año 68, o por ahí; el director fue Roger Vadim y la intérprete, la actriz principal, la estrella, Jane Fonda. Supongo que la película se hizo para ella, exclusivamente. Vadim había descubierto a Brigitte Bardot, se había casado con ella, y le había hecho una película, (Y Dios creó a la mujer).
    Ahora, en tiempos de Barbarella, estaba repitiendo la jugada con Jane Fonda. Porque Jane Fonda también se enamoró de él. Qué carrerón el de Roger. Jane tampoco se ha quedado atrás con el tiempo y ahí sigue, dando guerra, siempre dedicada a causas nobles; la última, la huelga de los guionistas de Hollywood.
    Vi la película la década siguiente, en los setenta, cuando me enteré de que la ponían, la reponían, en un cine de barrio de Madrid. El barrio era López de Hoyos, o como se llame el barrio donde está esa calle. Fui en metro y al salir a la superficie me dio la impresión de estar en otro sitio, otro sitio que no era Madrid. Hacía mejor tiempo, el aire era más cálido, así me lo pareció; los edificios no eran muy altos, no más de dos o tres pisos, la calle era ancha y con no demasiado tráfico. Me recordó Buenos Aires, aunque nunca he estado ... debería haber escrito me sugirió Buenos Aires. El nombre del cine creo que era el mismo de la calle, cine López de Hoyos.
    Vi la película; que era, y es, de ciencia ficción, más o menos. No fue por eso que fui a verla, aunque también; fue por Jane Fonda y el vestuario futurista que lucía. La película me pareció mala, o muy mala; básicamente unas idas y venidas en naves espaciales —con efectos que hoy sería risibles— y Jane Fonda haciendo de bella heroína; y guapa estaba, desde luego, con su cara de ángel de ojos azules, melena rubia de leona, largas piernas y las curvas justas, las curvas necesarias y suficientes.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Después

    La vida te da unas cartas y tú las juegas. Vale; tengo dos ases, un cuatro y un siete, ¿qué hago con ellos?. Casi sin querer me acabo de autoevaluar. Tengo mis partes buenas, mis fortalezas, dos ases, y mis debilidades, esas otras dos cartas que no sirven para nada. Podría ganar la pequeña si el juego fuera el mus. Claro que ¿y si es la escoba? —no recuerdo cómo se juega a la escoba—.
    Pero qué cartas ni cartas ni consejos sobre la vida, yo qué sé; o mejor dicho, yo no sé. Vives y ya está, y luego mueres, o sea te mueres aunque ese “te” insinúe que la culpa es tuya. No es que quieras pero tampoco has puesto todo de tu parte para no morirte, reconócelo. Tenías que haber comido sin sal, por ejemplo. La sal la tenías que haber puesto con tu imaginación.
    Quería hablar de la vida pero una cosa te lleva a la otra. La muerte no hace gracia y sería mejor no mencionarla y vivir sin tenerla en cuenta; pero no es posible, me temo. La muerte es un lastre que está ahí y genera una ansiedad que por salud mental es bueno verbalizar de vez en cuando para que no se quede todo dentro y acabe pudriéndose.
    Más que miedo a la muerte me parece que lo que siento es apego a la vida y frustración porque sé que cuando muera el mundo seguirá sin mí. La vida seguirá y lo mío ya no parecerá ni que fue vida. Una esquela en el periódico y alguien que comenta: no lo conocía. De pronto ya no estás ni se te espera.
    Has dejado un hueco, de acuerdo, les has recordado a los que te rodeaban que ya falta menos para que llegue su turno. Cuando te hayan seguido todos, tiempo al tiempo, aquel hueco que dejaste habrá desaparecido. Un hueco que ya para empezar consistía en nada, en vacío, en etéreos pensamientos. ¿Cómo puede ser que la gente se muera —culpa suya, por eso el “se”— pero las calles estén llenas, el metro vaya abarrotado y haya 46.000 espectadores en San Mamés?

miércoles, 22 de noviembre de 2023

El amor es igual para todos

    El amor es igual y común para todos. El amor es igual para todos de la misma forma que lo son la alegría o el dolor, supongo. Cuanto más lo piensas más dudas te entran. Cualquier cosa que se diga tiende a ser, sucesivamente, a lo largo del tiempo, tan cierta y defendible como su contraria; incluso a veces lo es simultáneamente, como en este caso: el amor es igual para todos y cada historia de amor es única.
    La verdad es que no tengo nada que decir sobre el amor —ni sobre ningún otro tema—; aún así escribo. No soy un caso aislado, como dijo Anthony Burgess: el escritor, siempre hablando de lo que no sabe... Para hacerlo más difícil: cualquier idea que veas magnífica y diáfana en tu cabeza empeorará en cuanto la pongas por escrito. Escribir se convierte en una trampa capciosa, un problema irresoluble; no hay manera de acertar. Pero no importa, sigue siendo divertido.
    La naturaleza del amor es un misterio. Lo que sí se intuye es su función: aglutinar. Somos seres sociales y el amor teje las redes que nos cobijan y nos atrapan. Amar no es opcional, si naces amas; vivir es amar. No todo el rato, claro, hay que tomarse descansos. Tampoco se ama siempre con la misma intensidad, depende de las circunstancias y de la sensibilidad de cada uno.
    Hay, al menos, dos tipos de amor: el amor en general, que empieza por la familia, y el amor, digamos, romántico; amor entre extraños podríamos llamarlo, esa chispa de la vida que tanto nos gusta. La experiencia del amor es difícil de explicar e imposible de vivir por persona interpuesta. Pero bueno, sea esto así o lo contrario lo importante es amar y por suerte —esta es la tesis— el amor lo llevamos de serie.

domingo, 19 de noviembre de 2023

Fantasía

    La palabra fantasía tiene cierta connotación negativa. Por ejemplo en la frase, quítate esa fantasía de la cabeza. Supongo que hubo una época en la que la realidad era tan cruda que cualquier intento de disfrazarla —a través de la fantasía— acarreaba una condena por parte de los que tenían los pies en el suelo, de la gente que ya había tenido suficientes escarmientos en la vida, incluida una guerra en ocasiones.
    También debe de haber una ley matemática que relaciona inversamente la edad con el grado de fantasía que puede albergar un ser humano. La fantasía parece lo natural en la infancia, y bien está, hasta cierto punto. Alimentar fantasías disparatadas no deja de ser una forma de engañar. No acabo de entender qué tienen de bueno las falsas ilusiones. La ilusión está muy bien y no solo en la infancia, hay que mantenerla toda la vida, pero la ilusión auténtica, la pegada a la piel, a los hechos reales. Vamos que, sin tener nada específico en contra, siento cierta prevención respecto a la fantasía en general.
    Otra cosa es el mundo simbólico, la ficción, el cine, la literatura y todo lo que se haya inventado o esté a punto de inventarse. Nada que objetar a la fantasía como género literario más allá de que cuanto más alto es el nivel de fantasía menos me entretiene. Digamos que veo la fantasía como una especia que se añade al plato. Unos toques aquí y allá pueden convertir un relato anodino en interesante, quién te dice que no puedan pasar a veces cosas de lo más extrañas. Me gusta ese resquicio en la puerta que se deja a lo improbable, a lo fantástico.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Metáforas

    Metáfora suena a fenómeno meteorológico. A las dos se activa la alerta naranja por metáforas en todo el territorio. Por la tarde metáforas dispersas en la vertiente cantábrica. Metáforas, equivalencias, comparaciones, alegorías; puede que no sean lo mismo y las confunda.
    Tengo la sospecha de que la calidad de un texto literario depende en gran parte de sus metáforas. Las metáforas serían en la prosa lo que las pepitas de chocolate son en los braunis. Veo ahí un terreno poco transitado en los estudios de literatura comparada. Animo a los estudiantes de filología a desarrollar la idea en una tesis fin de carrera; o mejor, que lo reserven para el doctorado, el tema es importante.
    El título podría ser algo así: El índice de metáforas, un nuevo enfoque para evaluar obras de ficción. Se podrían decir cosas como que el índice metafórico en Grandes esperanzas, de Dickens alcanza el 6,4, uno de los más altos en las letras inglesas del XIX.
    Todo esto es por Pedro, un compañero de trabajo que desde que se jubiló se dedica con mimo al cultivo de su huerta. Me ha dicho que este año se han dado muy bien los tomates y las alubias, no tanto los pimientos.
    Nunca he tenido huerta, siempre me había parecido una afición de riesgo para las lumbares. La tierra tiene la desagradable particularidad de encontrarse a la altura de las suelas de los zapatos; en otras palabras: hay que agacharse. Cavar, sembrar, escardar suponen esfuerzos reiterados en la zona de los riñones.
    Le he expresado ese temor a Pedro y me ha dicho que no crea; que como dijo Lamarck la función crea el órgano y “el muelle” a fuerza de usarlo cobra flexibilidad. Lo he pensado y no descarto que me gustara dedicarme a ello; aprender cuál es la época de plantar los puerros o las cebollas; poner pimientos, tomates, alubias o vainas —nada de acelgas—; regar, limpiar y recoger los frutos; enderezarse, quitarse el sudor y filosofar; en fin, la de metáforas que me he debido de perder por no trabajar una huerta.

lunes, 13 de noviembre de 2023

La suerte

    No creo en la lotería y tampoco —aprovecho para decirlo— en los premios Princesa de Asturias. No creo en la lotería porque nunca toca y no creo en los premios Princesa de Asturias porque son unos premios que se conceden todos los años a la Princesa de Asturias. Es verdad que en la lotería a veces toca la pedrea, es un truco para mantener la ficción.
    Pero no puedo decir que nunca me haya tocado nada. Me tocó una vez, cuando tenía dieciocho años, que los he tenido aunque ahora parezca una extravagancia por mi parte asegurarlo. A esa edad fui a estudiar a Madrid, a un colegio mayor. Allí, como era costumbre a primeros de octubre y después de putearnos concienzudamente a los nuevos, se organizó la fiesta del novato.
    Asistían las chicas del colegio mayor femenino de al lado, había barra libre y música en directo. Mi experiencia en fiestas era limitada. Lo de la barra libre me puso en guardia, debía medirme. Según mis cálculos lo prudente sería tomar tres o cuatro tragos, no más. Recuerdo un par de anécdotas de la fiesta. Un chaval, que se llamaba Celes, lloraba desconsolado porque los músicos no le dejaban tocar la batería. Otro razonaba filosófico sobre su borrachera y hacía pruebas de equilibrio con toda seriedad. Un amigo quería hacerle beber café con sal, sin éxito.
    Y hubo un sorteo. El número que jugaba cada uno era el que figuraba en la invitación a la fiesta. Entre los modestos premios, y para mi sorpresa absoluta, me tocó un león de peluche bastante grande. En seguida me abordaron dos chicas sonrientes —que no conocía de nada— sugiriendo que se lo regalase. Hice una rápida reflexión sobre la condición humana y descarté tal eventualidad; el león de peluche era mío y solo mío. En Navidades me lo llevé a casa y mi madre, intuitiva, le puso un pantalón y una camiseta del Athletic.

viernes, 10 de noviembre de 2023

El Dios de Spinoza (y 2)

    Desde luego, de existir, Dios es el Yo por excelencia, el Yo total, definitivo; hasta el punto de que ese Yo absoluto incluiría, se intuye, todo el Universo. Universo y Dios puede que sean lo mismo y ese debe de ser el Dios de Spinoza en el que creía Einstein. Claro que a Spinoza le vetaron en todas partes y le pusieron de ateo y panteísta para arriba, pero aquí no entramos en filosofías ni teologías, esto solo quiere ser literatura.
    De que Dios sea tan grande como el Universo, porque más no puede ser, se deduce que nosotros somos una parte de Dios —como quien tiene una acción de una multinacional—; al mismo tiempo cada ser viviente es algo tan nimio, tan pequeño —por una acción no te hacen sitio en el consejo de administración—, tan infinitesimal al lado de la grandeza eterna de Dios o del Universo o de como quieras llamarlo, hay tantos ceros detrás de la coma que en la práctica no existimos o, si te pones puntilloso, existimos de una forma tan leve, tan ligera y tan breve, que es como si no existiéramos.
    Si todo esto es así, que no estoy seguro, nada más natural que coincidir con Einstein en creer en ese Dios e incluso tomarse al pie de la letra la cita de Amado Nervo, Dios existe, nosotros somos los que no existimos, aunque comprendo que es difícil dejar de creer, aunque sea un poquito, en la propia existencia; por muy humilde, oscura y fugaz que sea.

martes, 7 de noviembre de 2023

El Dios de Spinoza (1)

    Baruch Spinoza, filósofo y pensador, apunta ese nombre. Una vez le preguntaron a Einstein si creía en Dios y contestó que él creía en el Dios de Spinoza. Otro que le hacía caso —a Spinoza— fue Amado Nervo que en uno de sus poemas dice: ¡Dios sí existe!… ¡Nosotros somos los que no existimos! Qué bueno, ¿no? Borges citaba esas palabras de vez en cuando. Me gusta esa subversión de existencias, tiene su gracia. Parto de que los mamíferos solemos pensar que nosotros existimos y Dios cualquiera sabe.
    Cuando Dios se apareció a Moisés —en la zarza que ardía sin consumirse— le dijo: “Yo soy el que soy; esto dirás a los hijos de Israel: Yo soy me envía a vosotros”. Decir “yo soy el que soy” se puede entender como “yo soy el único que soy y por tanto vosotros no sois, punto”. “Yo soy”, por cierto, en hebreo es Yahvé. De esta aseveración de Dios se puede derivar que el único que puede decir “yo” con todas sus consecuencias, el único ego digno de proclamar su existencia, es Él. Otra deducción sería que la modestia no era lo suyo; aunque es lo natural, un dios modesto no se concibe, se le subirían a las barbas.
    Soy escéptico sobre la autenticidad de aquella aparición a Moisés. Las únicas apariciones que veo posibles son las que suceden dentro de un sueño; hasta yo he visto a Dios en un sueño. Por contra, la rama del saber que trata de lo que ha sucedido, la Historia, nunca ha considerado auténtica ninguna aparición ni de Dios ni del diablo ni de nadie. Tampoco es que hiciera falta, por qué había Dios de aparecerse a nadie, sería una forma de exhibirse muy poco acorde con la categoría del personaje (con perdón por lo de personaje).

sábado, 4 de noviembre de 2023

El poder, etcétera (y 3)

    Aparte de todo lo dicho (por escrito) hay algo más, un intangible que no estaba en el guion. Un poder inopinado con el que no contaban para nada los inventores de la escritura (que la inventaron para hacer cuentas). Se puede dar en cualquier texto escrito —dependerá del escritor y del lector— pero sobre todo pasa, me parece, en los escritos interpersonales; sea una carta o una postal de las de antes, sea un correo electrónico o un mensaje por redes sociales.
    Es un fenómeno al que, la verdad, no le encuentro ninguna explicación lógica. Intuyo que debe de ser una sinergia que se deriva de la combinación de, por una parte, lo que ha escrito el remitente con, por la otra parte, la imaginación, o el propio ser, del que lee; una forma de realimentación o reverberación que nos afecta, nos sacude, nos ilumina, nos conmueve más allá de lo que un análisis frío del significado del mensaje permitiría deducir.
    Eso pasa, está demostrado empíricamente, una frase leída en las circunstancias adecuadas nos emociona más, a veces mucho más, que las mismas palabras simplemente pronunciadas. Todas las carencias mencionadas de pronto desaparecen en esa especie de arrebato místico que se apodera del lector. De eso hablamos cuando hablamos del poder extraordinario de la palabra escrita.


miércoles, 1 de noviembre de 2023

El poder extraordinario... (2)

    La gran superioridad de lo escrito sobre lo dicho es que la letra permanece y se puede clonar hasta el infinito. Lees una frase y te puedes detener, pensarla y volver a leerla, la puedes paladear. Y la captas a la primera porque la estás viendo con todas sus letras; en cambio, no siempre entendemos lo que se nos dice, porque el otro habla bajo o masculla o lo que sea.
    Otra ventaja, que si no siempre se da a menudo, consiste en que lo escrito ha sido previamente sopesado, meditado, tamizado, trabajado con mimo, frente a la espontaneidad del habla (que de todas formas también se puede conseguir escribiendo). También hay un factor económico: un texto se lee en silencio en menos tiempo del que se tarda en voz alta.
    Las carencias, sin embargo, siguen ahí; nadie es perfecto, la palabra escrita tampoco. Por eso está bien que un autor lea su texto en voz alta. Con eso podemos alcanzar, si el lector se esmera, la excelencia en la trasmisión natural de palabras. Porque esta vez no se trata de un discurso espontáneo sino de párrafos previamente cincelados por la escritura. Nos vamos acercando a la trasmisión ideal. Para conseguirla, parece obvio, habría que utilizar los dos sentidos, escuchar el texto y antes o al mismo tiempo o después leerlo. Leerlo todas la veces que queramos. Dos veces es el mínimo recomendado. O si no te interesa mucho el tema, una vez siquiera. O, bueno, no seamos talibanes, si no quieres no lo leas, tú te lo pierdes.