jueves, 31 de diciembre de 2020

Winterlude

El invierno une mucho, porque es algo que nos sucede a todos. Llueve con persistencia y, detrás de las nubes, los montes están nevados; eso han dicho. El tema interesa, el tiempo, pero no da tanto de sí, la verdad. ¿Une el invierno?, ahora dudo. Según eso la pandemia debería unir también, y no sé. Salgo de casa con invierno y pandemia, con gorro de lana y mascarilla. La mascarilla bien puesta me empaña las gafas. Me las quito y suceden dos cosas opuestas: por un lado el mundo recobra toda su luz y por otro aparece totalmente desenfocado. Me las vuelvo a poner, y a cada rato uso los dedos como limpiaparabrisas. Cuando las películas eran de celuloide a veces pasaba eso, que se desenfocaban, y la pitada y el pateo consiguientes despertaban al proyeccionista, que volvía a enfocar y todos tan amigos. Menos una vez que me pasó algo curioso. Fue viendo “El último emperador” de Bertolucci. Desde el principio la imagen estaba ligeramente desenfocada. Ese fue el problema, el ligeramente. Había poca gente y nadie chistó. Al rato me levanté y salí a protestar. No había ningún empleado a la vista, y no supe ir a la cabina de proyección. El fallo no se corrigió y vimos así toda la película. Al menos me quedó la satisfacción de mi ojo clínico. Mi plan para esta mañana no tiene nada de azaroso: sacar dinero, comprar el periódico, tomar un café y cortarme el pelo. En el cajero procuro tocar lo mínimo, marcando el pin a través de la manga. Me acerco a la peluquería y M. me cita para dentro de media hora. Voy a comprar el periódico. Con mascarilla, gafas y gorro debo parecer el espía que surgió del frío (Le Carré), o el hombre invisible (H G Wells). Pero me reconocen, tal vez por la voz, y agradezco el saludo, que me parece va algo más allá, que se extiende a estas fiestas, al cambio de año. Devuelvo el saludo con las mismas connotaciones. Sigo el plan previsto, tomaré un café y haré el sudoku. El café me sienta bien, vuelvo a la peluquería con otro ánimo. Charlo con M., la peluquera. Primero de su oficio, cortar el pelo, el rizo natural, las canas. Luego saltamos a la dentadura; las muelas del juicio, matar el nervio, los implantes. Todo un mundo. Al terminar, observo melancólico como barre los restos capilares. Me pongo el gorro y salgo a la lluvia. Me querría fijar en la gente, en la mañana, en todo; pero siempre hay algo, hoy las gafas, que se empañan.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Cuento de Navidad

Había pensado que, dadas las fechas, podría escribir un cuento de Navidad. Le he dado unas vueltas y algo tengo, un pequeño, mínimo relato. A ver que os parece. Al personaje le llamaría J., porque me he dado cuenta de la cantidad de nombres masculinos que empiezan por jota, empezando por el mismo Jesús; o Juan, Javier, José, Julio, vamos que ahora mismo no se me ocurre ninguno con otra letra, Jorge, Jaime. El narrador es una voz omnisciente. Es la tarde de Nochebuena y J. está duchándose. Antes ha hecho algo de ejercicio, para reforzar la verosimilitud se detalla que ha estado andando en bici. Mientras se enjabona, evoca las Navidades de la infancia. Piensa que es bonito cantar en familia. Recuerda, en especial, una tarde de Nochebuena en la que cantaron en bucle “El Cristo de Palacagüina”. Es algo que ha ido a menos; bueno, hace muchos años que no cantan nada. Ahora su vida se ha ido llenando de ausencias. Qué expresión, llena de ausencias, parece un contrasentido; más exacto sería decir vacía de presencias, pero suena peor. J. no suele cantar en la ducha; pero, por el día que es, se acuerda de una canción tradicional, que al final no habla de religión sino de reunión familiar, de reencontrarse con un ser querido: ven, ven a casa muchacho (hator, hator mutil etxera). J. regula el agua caliente y entona en voz baja, dudando de si se acordará de toda la letra. Pero sí, va saliendo, con algún titubeo, verás reír al padre y a la madre contenta, y llega a la parte que da como un arreón, se aviva el ritmo, las castañas se están asando con pequeños estallidos y la canción los remeda con onomatopeyas, y al llegar precisamente a ese punto, txipli, txapla, pun, a J. le puede la emoción y empieza a llorar mientras le corre el agua por la nuca, y ya solo queda la frase final, otra vez lento, pasemos una feliz Nochebuena.

viernes, 25 de diciembre de 2020

Personalidad escindida

En la ficción de su última película le preguntan a Meryl Streep por el libro que está escribiendo y contesta que está intentando, otra vez, meter el arco iris en una botella. Bonita idea, meter el arco iris en un libro, en una canción, en una entrada de blog. La autora de la frase es, supongo, la guionista, Deborah Eisenberg. Aquí, como todo aquel que ha escrito algo, hablo de mí. ¿De qué otra cosa podría hablar? Soy un hombre, me da cosa decirlo, pero lo soy. No soy especial, aunque a mí me lo parezca. Tengo una conciencia individual; ojalá no la tuviera, ojalá fuera una conciencia superior, colectiva, así viviría más tiempo. Aunque al final moriría igual, ¿qué es una era geológica al lado de la eternidad? Está dicho: la eternidad es algo que siempre acaba de empezar. Si el mundo no tiene sentido y no nos podemos fiar de la lógica para entender los comportamientos humanos, entonces debe ser imposible conocerse a uno mismo. Puntualizaría al oráculo de Delfos: Intenta conocerte a ti mismo. No sé quien soy, pero sí puedo decir que ese que firma no soy yo. Ese Javier es un farsante, no es él el autor de estas líneas (aunque al final somos el mismo, aclárame ese misterio). Yo, el que teclea, no Javier, pobrecillo, quiero quedar bien, quiero aparecer brillante, original, admirable; pero al mismo tiempo que no se me considere vanidoso, egocéntrico, resabiado. Pero peco. He escrito dos series de tres adjetivos y ayer leí que los adjetivos de uno en uno. Isaac Babel decía que solo los genios pueden permitirse usar dos a la vez; y aún más, si no encuentras el adjetivo perfecto deja mejor que el sustantivo vaya solo (un sustantivo con sustancia es capaz de sostenerse solo). Y voy y los pongo de tres en tres; una andanada de adjetivos por estribor, otra por babor. Un pirata aficionado, eso es lo que soy. No él, Javier, él no tiene culpa de nada.

martes, 22 de diciembre de 2020

Leonardo

La memoria actúa como una bomba de racimo. La onda expansiva que provoca un recuerdo hace estallar otros asociados. Así, oigo una anécdota y otra similar se despierta en mi cerebro; y con ella algunas circunstancias que, unidas en un hilo narrativo, adquieren la consistencia de una pequeña historia. Nos mudamos al principio del verano. Tenía nueve años e hice el trayecto sentado en el borde del asiento de un utilitario, con la espalda apoyada en una bombona de butano. Un viaje del pueblo a la ciudad de solo diez kilómetros, pero un cambio en la vida que iba más allá de la distancia física. Nuestro nuevo hogar era un segundo piso en una casa nueva de siete plantas; treinta y cinco vecinos y un matrimonio de porteros que tenían su propia vivienda, arriba junto al tejado. Los porteros me parecían muy mayores y creo que venían de algún pueblo de Castilla. Con los obreros aún dando los últimos toques una vecina le preguntó su nombre al marido y, al responder este que Leonardo, exclamó: “Vaya, como el pintor”, y el bueno de Leonardo contestó: “No, el pintor se llama Manolo”. El portal daba a una calle y nuestro balcón a otra. Desde allí se divisaba la confluencia de ambas y, al otro lado, el patio de un colegio de monjas. Destacaban dos grandes palmeras, como si estuviéramos en una ciudad colonial. Para el verano teníamos un cuaderno de tareas escolares. Una de ellas era contar cuantos coches pasaban por la calle en una hora. Algo inopinado, ¿qué interés podría tener?; contar, ya sabíamos. Quizás era, como todo el cuaderno por otra parte, una manera de dar algo de paz a nuestras madres. Por allí apenas pasaban coches, y era una realidad la socorrida frase de que entonces los chavales jugaban al fútbol en la calle. El campo era el mismo cruce y el partido se paraba si asomaba algún vehículo. En septiembre empezó el nuevo curso y, asociados al camino que recorría cada día, aparecen convocados otros recuerdos. Los carboneros, que acoplaban una tolva de madera a la trampilla que daba al sótano y, saco a saco, iban echando el carbón e impregnando todo de hollín. El aire caliente con olor a sopa que emanaba de las cocinas de la clínica en la que, nueve años más tarde, me operarían de apendicitis. Los bloques de hielo que utilizando un gancho depositaban en algunos portales a primera hora de la mañana. Al final de la calle, al girar a la derecha, veía las letras gigantes que colgaban en vertical sujetas a una fachada: “Kelvinator”; justo el invento, frigorífico, que acabaría con el reparto de hielo. Pronto dejaron también de verse los partidos de fútbol, cada vez pasaban más coches. Un día al volver del colegio me enteré, atónito, de que al portero, Leonardo, le había atropellado uno y había muerto.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Leer es malo

Leer es malo. Leer mucho es malo. A veces, leer mucho es malo. Leer no siempre es bueno. Si lo lees todo y luego lo recuerdas, tienes un problema. En ocasiones lees algo y piensas, maldita sea, eso lo tenía en la cabeza, eso quería haberlo escrito yo. Bah, leer no es malo, no lo digo en serio; aunque me ha pasado, lo de que me pisen una idea (pero todas las ideas están pisadas). Leyendo una novela me he enterado, con asombro y admiración, de que en algunos cursos universitarios a mitad del trimestre tienen una “reading week”, una semana sin clases dedicada a leer. La novela (no especifico porque no me ha parecido muy buena) hablaba del Trinity College de Dublín (ex-alumno más famoso, Oscar Wilde). También se cuenta que allí, en el comedor para los alumnos con beca, se reza en latín. Por otros lares es habitual la semana blanca, una semana igualmente sin clases y que se puede dedicar a disfrutar de la nieve durante el día y, ya al atardecer, a sentarse junto al fuego a leer un buen libro. Ah, que no, que hay que salir a tomar unas copas, vale. Siempre me acuerdo de un concurso que hicieron para fomentar la afición a los libros entre los niños. Estos tenían que proponer un lema a favor de la lectura. Una niña presentó este, justamente premiado: El que llora es un llorón, el que lima es un limón y el que lee es un león. Me encanta; además siempre he sido partidario de los leones. Para terminar, y antes de que lo lea en algún sitio y me lo pisen, un aforismo que no tiene nada que ver con la lectura: El universo no debe ser tan grande cuando cabe en una palabra.

martes, 15 de diciembre de 2020

En las nubes

“No he visto la película, pero me gustó mucho más no haber leído el libro”, fue un comentario que me hizo gracia. Se refería a “50 sombras de Grey” y me sentí plenamente identificado. Ahora se podría decir lo mismo de alguna que otra serie. Se cuenta que, en el crack del 29, Rockefeller vendió todas sus acciones cuando supo que los limpiabotas invertían en bolsa. Por esa regla de tres, este debe ser el momento de deshacernos de todas las series antes de que nos exploten en las manos (o en el cerebro), ya que no se habla de otra cosa. Igual salvaría esas de seis u ocho capítulos que pueden ser el medio ideal para adaptar una novela al lenguaje audiovisual. Las buenas, digo. Se podría optar entre leer el libro o ver la serie, con idéntica inversión en tiempo. El libro tiene una ventaja, se puede tocar, cuando se va la luz sigue ahí (y cuando te despiertas también). Los nativos de este siglo no son conscientes de que no vivimos en el mundo real, físico, sino en una ficción informática. Me he dado cuenta al encontrar en el fondo de un cajón un extraño mamotreto de hojas finas. Era una guía telefónica. Este antiguo artefacto servía para saber cuanta gente con tu mismo apellido había en la ciudad. Leerla no era tan aburrido, allí aparecía todo el mundo con su nombre y dirección, además del número; fijo, muy fijo. Unos datos confidenciales que se suministraban por las buenas, sin complejos; ni tan siquiera había que aceptar las cookies. A la modernidad líquida le ha sucedido esta postmodernidad gaseosa. Casi todo está en la nube, una expresión de lo más adecuada. En mi inocencia veo claro que todo esa información y desinformación, todos esos giga-terabytes que flotan en el aire, algún día desaparecerán, arrastrados por el viento del progreso o del retroceso; lo que llegue antes.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Diálogo postsocrático

Ella. —¿En qué estás pensando?
Él. —En nada, bobadas.
Ella. —¿En qué bobadas?
Él. —Mmm, en que la Muralla China está sobrevalorada.
Ella. —¿La Gran Muralla China?
Él. —¿Lo ves?
Ella. —Jaja, en serio, ¿por qué?
Él. —Bueno, no sé, la Gran Muralla larga es, eso hay que reconocerlo, pero ¿grande?, yo la veo bajita. No creo que tuviera... entidad suficiente para detener a un ejército; vamos, ni a un pequeño grupo de hombres decididos.
Ella. —Hombres decididos, eso no me suena bien.
Él. —Pon amazonas aguerridas.
Ella. —Mejor. Oye, gran tema el de la gran muralla, pero ¿a cuento de qué?
Él. —Eso me estaba preguntando. Asociación de ideas, supongo. ¿Por qué otro mecanismo pensaríamos cualquier cosa?
Ella. —Fundemos una empresa, Ideas Asociadas SL.
Él. —Con tu mente y mi cuerpo nos forramos. Mira, se me está ocurriendo, igual el caso más interesante, o más provechoso, de asociación de ideas sea cuando es entre dos, o sea en un diálogo.
Ella. —Lo pillo, en un diálogo como es debido las ruedas dentadas de nuestros cerebros giran y se arrastran mutuamente, ayudando a mover los engranajes del pensamiento y a producir estas ideas nuestras tan claras, perspicaces, inspiradas, brillantes.
Él. —Dí que sí.


miércoles, 9 de diciembre de 2020

Dos apuntes sobre mi madre

“La novia vestía de negro” es una película de François Truffaut y Jeanne Moreau. Me acuerdo de ella porque mi madre se casó de negro. Eso entonces era normal, creo. La madre es un gran tema literario. Tenía un amigo que, a poco que viniera a cuento, se ponía a declamar: “Porque sin ser tu marido, ni tu novio, ni tu amante, yo soy quien más te ha querido, ¡MADRE!”, que está sacado de un poema de Rafael de León. Hay muchos más ejemplos, Albert Cohen, el autor de "Bella del Señor", publicó "El libro de mi madre", una curiosa obra dedicada a la pasión  mutua que sintieron él y su madre (era hijo único). Todo eso me ha hecho preguntarme si tengo algo que decir al respecto. Y claro que tengo; pero por prudencia, y también por pudor, solo esbozaré un par de apuntes. Debería empezar, y empiezo, por aquel episodio, de comunión íntima con mi madre, en que pasé de percibir una claridad difusa a sentir la luz deslumbrante del mundo y ponerme a llorar; con razón. Un episodio, el nacimiento, no exento de cierta violencia traumática y que pude superar gracias a mi madre, que me protegió con su calor y me alimentó física y espiritualmente en los días, meses y años subsiguientes. O eso me imagino. Por su relación con la escritura, quiero comentar también que durante los años que estuve lejos de casa, entretenido con la carrera, mi relación con la familia fue a través del, ya por entonces, bastante anacrónico medio de las cartas manuscritas. Y era mi madre la que me escribía. Siempre me la imaginaba bolígrafo en mano en la mesa de la cocina, por la tarde, antes de que mis hermanas más pequeñas volvieran del colegio. Ya no recuerdo los detalles de aquella correspondencia. Mis cartas se perdieron irremediablemente, pero las suyas deben de estar guardadas en algún sitio, porque yo las conservé. Mi madre fue a la escuela lo justo, y aún menos, por la guerra, y lo que sí recuerdo es su letra desgarbada pero sin faltas de ortografía. Años más tarde descubrí que guardaba en su mesilla un libro de gramática para escolares, y entonces la quise un poco más.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Tan cerca y tan lejos

“Sociedad, suciedad, saciedad”, decía una pintada en la escuela de ingenieros. Sí, qué hastío nos causa a veces la sociedad; pero el caso es que no podemos vivir sin ella. Somos seres sociales. Incluso el más huraño de los humanos depende de modo decisivo de los demás. Me acuerdo de Unabomber, el chiflado que, escondido en algún paraje remoto de los Estados Unidos, se dedicaba a mandar bombas por correo. Protestaba contra la sociedad industrial, decía. Pero Unabomber no era nada sin todo lo que le había dado la misma sociedad, empezando por los materiales para sus bombas y el propio servicio postal. Sin los demás solo hubiera sido un pobre animal indefenso. Vivimos en un hormiguero e inevitablemente tropezamos con las otras hormigas que pululan por todas partes. Así los encuentros fortuitos se suceden y, a poco que nos fijemos, dejan un goteo de pequeñas anécdotas significativas que generan dudas, preguntas, inquietudes y alguna que otra enseñanza. Hace años, pocos o muchos, depende de como lo consideres, estábamos un día de fiesta en la plaza. Era verano y nos sentamos a ver pasar gente mientras comíamos un helado. Un hombre de unos setenta y tantos años se sentó a mi lado, en el extremo del banco. Me saludó, le contesté. Siguió hablando. Vivía solo. Los hijos le decían que fuera a vivir con ellos. Él, que no quería. Prefería vivir en su casa, con sus recuerdos. Yo atendía cortés a sus explicaciones, me daba pena, un hombre solitario, debía tener una necesidad casi patológica de hablar con alguien, ¿dónde estaban aquellos hijos? Hacía un año que había muerto su mujer. Amparo se llamaba y el nombre le venía como anillo al dedo, amparado se había sentido él a su lado. Éramos uña y carne, decía. Me lo imaginé, aquel hombre se despertaba cada mañana en su lado de la cama, la foto de la boda en blanco y negro sobre el tocador, la casa en silencio y todo el día por delante. No discutíamos nunca, yo le decía a todo que sí. Eso me hizo gracia. Llevábamos más de cincuenta años juntos, proseguía, éramos uña y carne.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Creer o aprender

Un chiste adaptado al mundo literario: No me han llamado las musas por los caminos de la poesía. ¿Y por los de la prosa? Por los de la prosa tampoco. Habría que decir “la buena prosa”, ya que prosa es lo que practica, a veces sin saberlo, todo el que habla y/o discurre; en especial, dentro de la prosa, el diálogo y la voz interior (lo demás es artificio, o sea literatura). A la prosa se dedicó, sobre todo, Josep Pla; en catalán, aunque también escribió en castellano. Su libro “Notas del crepúsculo”, del crepúsculo de su vida, empieza con esta frase: “Es mucho más cómodo y fácil creer que aprender, que conocer”. Todo un acierto. Lo repito un poco más claro: Es más fácil creer que aprender. Y es que eso es lo que hacemos los “ignoramus”, creer esto o lo otro, intuir más que constatar. El atenuante que alego en mi caso es que mantengo todas las reservas sobre mis “creo”s. Creer no es suficiente como sistema de pensamiento. Inciso, dicen que tenemos 60.000 pensamientos al día y que casi todos son negativos (y algunos impuros, añado). Muchos pensamientos me parecen; siendo tantos los llamaría unidades cognitivas, o algo por el estilo. Un pensamiento debe ser algo más elaborado, supongo. Vuelvo al tema. Creer es para perezosos; lo humano es aprender, sabiendo que es la tarea de nunca acabar y que a la vez vas olvidando. Ampliando la perspectiva, el ser humano empieza de cero en cada generación (en cada uno de nosotros) y tenemos que aprenderlo todo de nuevo, y a ser posible ir un poco más lejos (y eso lo consiguen cuatro). Es el mito, o más bien la maldición, de Sísifo; que, no sé por qué, está de moda, lo citan aquí y allá. El peligro es cuando, eso que crees porque te lo pide el cuerpo, te lo crees demasiado y deduces que los demás están equivocados. En esos casos, tan frecuentes, hay que acordarse del aforismo de Kafka: “En tu lucha contra el mundo, ponte de parte del mundo”.