martes, 22 de diciembre de 2020

Leonardo

La memoria actúa como una bomba de racimo. La onda expansiva que provoca un recuerdo hace estallar otros asociados. Así, oigo una anécdota y otra similar se despierta en mi cerebro; y con ella algunas circunstancias que, unidas en un hilo narrativo, adquieren la consistencia de una pequeña historia. Nos mudamos al principio del verano. Tenía nueve años e hice el trayecto sentado en el borde del asiento de un utilitario, con la espalda apoyada en una bombona de butano. Un viaje del pueblo a la ciudad de solo diez kilómetros, pero un cambio en la vida que iba más allá de la distancia física. Nuestro nuevo hogar era un segundo piso en una casa nueva de siete plantas; treinta y cinco vecinos y un matrimonio de porteros que tenían su propia vivienda, arriba junto al tejado. Los porteros me parecían muy mayores y creo que venían de algún pueblo de Castilla. Con los obreros aún dando los últimos toques una vecina le preguntó su nombre al marido y, al responder este que Leonardo, exclamó: “Vaya, como el pintor”, y el bueno de Leonardo contestó: “No, el pintor se llama Manolo”. El portal daba a una calle y nuestro balcón a otra. Desde allí se divisaba la confluencia de ambas y, al otro lado, el patio de un colegio de monjas. Destacaban dos grandes palmeras, como si estuviéramos en una ciudad colonial. Para el verano teníamos un cuaderno de tareas escolares. Una de ellas era contar cuantos coches pasaban por la calle en una hora. Algo inopinado, ¿qué interés podría tener?; contar, ya sabíamos. Quizás era, como todo el cuaderno por otra parte, una manera de dar algo de paz a nuestras madres. Por allí apenas pasaban coches, y era una realidad la socorrida frase de que entonces los chavales jugaban al fútbol en la calle. El campo era el mismo cruce y el partido se paraba si asomaba algún vehículo. En septiembre empezó el nuevo curso y, asociados al camino que recorría cada día, aparecen convocados otros recuerdos. Los carboneros, que acoplaban una tolva de madera a la trampilla que daba al sótano y, saco a saco, iban echando el carbón e impregnando todo de hollín. El aire caliente con olor a sopa que emanaba de las cocinas de la clínica en la que, nueve años más tarde, me operarían de apendicitis. Los bloques de hielo que utilizando un gancho depositaban en algunos portales a primera hora de la mañana. Al final de la calle, al girar a la derecha, veía las letras gigantes que colgaban en vertical sujetas a una fachada: “Kelvinator”; justo el invento, frigorífico, que acabaría con el reparto de hielo. Pronto dejaron también de verse los partidos de fútbol, cada vez pasaban más coches. Un día al volver del colegio me enteré, atónito, de que al portero, Leonardo, le había atropellado uno y había muerto.

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