jueves, 29 de septiembre de 2022

Telenovelas

    Se han puesto de moda las telenovelas turcas. Nunca he podido con las telenovelas. Por falta de paciencia, creo. Recuerdo aquellas mexicanas o venezolanas que tenían más de cien capítulos; no les veo sentido, está claro que en ese largo periplo a los protagonistas les pasará de todo, incluida la aparición de una hermana gemela. Eso, que pase de todo, es lo mismo que lo contrario, que no pase absolutamente nada, los amores y desamores se anularían entre sí.
    Como digo nunca las he seguido, solo he visto fragmentos. Me hacía gracia el clasismo de las sudamericanas, cuando decían una y otra vez cosas como “el señor licenciado”. Gracia, dentro de lo lamentable de esas diferencias sociales donde los personajes de rasgos indígenas son irremediablemente miembros del servicio: doncellas, cocineras, jardineros, chóferes.
    Por lo poco que he curioseado tengo la impresión de que estas turcas también muestran una sociedad elitista, de gente adinerada, casas lujosas y muchas horas de peluquería y maquillaje en la trastienda. La explicación sería que los espectadores, la gente normal, bastante tiene con su vida diaria y para ellos las telenovelas son una fantasía que les hace olvidar las penas por un rato.
    En el caso turco me llama la atención que la estética de los apuestos galanes y las bellas protagonistas sufridoras sea la misma que en el caso latino, una elegancia un tanto cutre con un exceso de nuevo rico de collares y pulseras de oro. Las primeras veces que tropecé con alguna de estas telenovelas orientales me costó darme cuenta de que no eran de procedencia americana. Deduzco que debe de haber dos Turquías, la de las telenovelas, más urbana, que quiere ser moderna y sofisticada y la otra, más rural, donde un rebaño de cabras es una preciada posesión; dicho sea con todo el respeto para los turcos (y para las cabras). Otro día hablamos del velo.

lunes, 26 de septiembre de 2022

Relato intermitente

    Hemingway comenzó su carrera como periodista y aprendió a ser conciso y ceñirse a los hechos, dicho sea con las habituales reservas respecto a la naturaleza misteriosa de los hechos. Esto en la ficción se traduce en una prosa ágil que huye de las frases tortuosas, elimina lo superfluo, no da explicaciones innecesarias y evita, en lo posible, las opiniones; lo que no quita para que también haya grandes autores que se valgan de oraciones largas y sinuosas, plenas de cadencia, brillo y lo que sea que echen a su guiso literario. Debe de ser muy difícil escribir así, me parece más asequible lo otro, el estilo escueto, ahorrador de palabras.
    Luego Hemingway dio un paso más allá y formuló su teoría de la omisión. Esa teoría consiste, como se deduce del nombre, en omitir una o varias partes de la historia. La idea es que el lector rellene los huecos con sus propios pensamientos y sentimientos, algo así. Hay un ejemplo que me desconcierta, él mismo lo contó; en una de sus narraciones, en la que partía de un hecho real, omitió el final en el que el protagonista, un anciano, se ahorcaba. Hay que reconocer que fue una omisión en toda regla.
    Dicha teoría también se conoce como teoría del iceberg. El nombre viene de esta metáfora que dejó escrita Hemingway: la dignidad del movimiento de un iceberg se debe a la parte que no se ve, a la parte sumergida (y que es casi toda). La comparación es demasiado buena; la dignidad del iceberg..., casi te olvidas de lo otro. Pero hay un requisito imprescindible y sutil para que la teoría funcione: lo que se omite deben ser hechos constatados, hechos auténticos pero no narrados que reforzarían la historia. Por el contrario lo que se deja fuera del relato porque se desconoce la debilitaría. Una idea fascinante pero que te deja perplejo: el autor asegura que las cosas que no cuenta son completamente ciertas.

viernes, 23 de septiembre de 2022

La fecha

    Uno de los mejores métodos para vender libros que tiene un escritor es morirse. El truco, obviamente, solo puede utilizarse una vez (sería un último recurso). Aunque a él no le hacía falta, la eficacia del método se ha vuelto a comprobar en el caso de Javier Marías. También se están citando frases suyas. Por ejemplo, me gusta esta, extraída de su novela “Los enamoramientos”: “Nadie objeta la fecha de su nacimiento, luego tampoco habría de objetar la de su muerte, igualmente debida a un azar”.
    Somos fruto del azar y a los que objeten alguna de las dos fechas (porque también se puede objetar la de nacimiento) les recordaría que el azar podría haber determinado que no tuvieran ni la una ni la otra, que no hubiesen existido como seres mortales. Objetar es oponer una razón en contra de algo y el azar no admite razones.
    Visto así tampoco yo voy a poner pegas a la fecha de mi muerte, salvo que encuentre una lámpara y al frotarla salga un genio de los que conceden deseos. En ese caso le pediría que el día de mi muerte no fuese hoy, solo eso, que no fuese hoy (guiño). Así cuando llegara la fecha y, como pasa en los cuentos persas, tropezara con la muerte en el mercado, ya fuese el de Bagdad o el de Ispahan, podría apelar al genio.
    —Me lo prometiste —le diría—, hoy no; no habría problema si hubiera sido el mes pasado o si es un día de la semana que viene; el día que quiera el azar, el sultán, la señora muerte o tú mismo, genio de la lámpara; cualquier día menos hoy.
    Supongo que el genio contestaría:
    —Eres un bromista.
    Si todo eso sucediese, siquiera en mi imaginación, el deseo se habría cumplido, quiero decir el deseo real que he pedido al genio de la lámpara o a quien corresponda: que en tanto llegue esa fecha dictada por el azar no me falte el humor.

martes, 20 de septiembre de 2022

Proposición

    Si hay algo que me gustaría entender (y llueve sobre mojado) es el tiempo, el de Cronos digo. Me da la impresión de que el tiempo es la clave de todo. Por qué será que podemos mirar hacia adelante en el tiempo y comprender, más o menos, la idea de eternidad, o de esa mitad de la eternidad venidera, pero no podemos, no puedo, entender la otra mitad, la que quedó atrás.
    Una ramificación de ese enigma es la que concierne a las almas. Esto afecta más a la imaginación que a otra cosa pero quería contarlo porque me ha hecho gracia. Es que si las almas son inmortales no solo existirán para siempre, compañeras inseparables de la eternidad, sino que también habrán existido desde siempre. De ahí supongo que, por economizar en almas y para que no estuvieran ociosas, se deriva la teoría de la reencarnación y el hecho concreto, según algunas doctrinas, de que las almas de los bebés puedan elegir a sus padres antes de nacer. Me ha hecho gracia.
    En fin, estaba pensando que si tenemos la mitad de la eternidad a cada lado, antes y después, va a resultar que estamos justo en el punto medio del transcurrir del tiempo. Vaya casualidad, esto debería haberlo estudiado Einstein; igual lo hizo, no sé; si no es así propongo un axioma o apotegma o principio: “El momento presente, el ahora en que vivimos, es exactamente el punto central de la eternidad”. Esto vendría a confirmar algo que ya sospechaba: la importancia de este instante en que vivimos, la auténtica piedra angular del tiempo.
    Claro que visto de otro modo tal vez el tiempo no pasa, solo está ahí quieto y es la vida la que se mueve, y el pasado y el futuro son dos inventos para entendernos. Fuera como fuese cabe imaginar que ese movimiento que es la vida cesará algún día. El universo no es una máquina de movimiento perpetuo, lo siento; así que tarde o temprano todo se irá ralentizando hasta que la última partícula subatómica se detenga y, aunque en teoría la eternidad continuará impasible, en la práctica esa quietud absoluta y sin solución será lo que se conoce como el fin de los tiempos.

sábado, 17 de septiembre de 2022

Bebés

    Ah, los recién nacidos, los bebés de pocos meses. No hay uno feo o hace mucho que yo no he visto ninguno, todos son bonitos. Las líneas suaves del rostro son un esbozo idealizado libre aún de defectos. En lugar de las futuras arrugas tienen pliegues que dan la impresión de que habría que inflarlos un poco más. Nada más entrañable que un bebé haciendo sus ruiditos. Lo siento por el diminutivo pero no puedo decir que un bebé haga ruidos, lo que hace son ruiditos y gorgoritos y globitos de saliva que suenan pop pop.
    También lloran, claro, pero todo lo arreglan con una sonrisa o, en los mejores casos, con su risa de bebé. Poco o nada tienen que hacer para provocarnos una emoción que se hace física, una ternura infinita, unas ganas locas de protegerlos, de quererlos sin condiciones. Ese instinto maternal/paternal es, me parece, el más fuerte de todos los instintos junto con el sexual, que no deja de ser su aliado natural cuando los dos colaboran según el plan original.
    En el fondo los bebés nos inducen también una nostalgia soterrada de nuestra propia primera infancia. No hay otro periodo de la vida en que seamos más hermosos, más adorables e incluso me atrevería a decir más felices, aún sin saberlo. En esos primeros meses no hacemos otra cosa que comer, dormir y sobre todo, en el mucho o poco tiempo libre que nos quede, inaugurar el mundo.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Los pequeños detalles

    He visto estos días imágenes de la carroza dorada que exhiben en algunas celebraciones en Inglaterra. Me recuerda la de Cenicienta, se dan cierto aire (etéreo). He escrito dorada porque pensaba que estaría hecha de madera (muy noble, eso sí) y luego recubierta de una capa, o varias, de color oro, pero ahora me entero de que no es que esté pintada sino que es de oro.
    El responsable de mantenimiento de las cocheras reales habrá andado de cabeza queriendo saber cuanto antes qué vehículos tomarán parte en las próximas ceremonias y por si acaso seguro que ha ordenado una revisión y una limpieza a fondo de esa carroza. Un lacayo, elegido por su lealtad a la corona, estará sacando brillo a cada elemento de la exuberante decoración. No querría estar en su lugar si alguno de esos detalles, por ejemplo una hoja moldeada en oro, se quebrara en la operación. Imagínate la escena:
    —Señor
    —Sí, William
    —Lamento comunicarle, señor, que al frotar una de las hojitas de la carroza, y le aseguro que no estaba ejerciendo más presión de la necesaria, esta se ha roto.
    —Roto, qué quiere decir exactamente, William, qué significa eso de que se ha roto.
    —Roto, señor, en el sentido común de la palabra en el idioma inglés. Lo siento de veras señor, no era mi intención.
    —Se da usted cuenta, William, de la trascendencia de lo que me está diciendo. Un más que probable record mundial de audiencia en televisión y me dice que la carroza de oro está mutilada... Está usted poniendo en peligro la institución, William; haga algo inmediatamente. Avise al joyero, al orfebre, al filigranero... avíselos a todos. Muévase por dios y con la máxima discreción, William, por mucho menos han rodado cabezas.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Y si no, nos enfadamos

    A veces hay que enfadarse, dicen. El equilibrio mundial lo exigiría. Eso tal vez sea cierto, qué sería de nosotros si nadie se enfadase jamás, no habría discusiones solo charlas civilizadas, irían desapareciendo las armas, las familias serían una piña, resumiendo el aburrimiento se iría reconcentrando hasta hacerse sólido y paralizar completamente la civilización.
    Motivos para disgustarse no faltan, desde luego. Porque es imposible que todo vaya siempre bien y además nosotros tampoco colaboramos. Yo también me enfado a veces, lo reconozco a regañadientes, no me veo bien enfadado, luego me arrepiento. En todo caso admitiría un poco de ira santa pero siempre sin perder la dignidad. La verdad es que las injusticias abstractas me producen más tristeza que enfado, otra cosa son las concretas, las que me afectan; claro que, ¿qué es una injusticia?
    Al final enfadarse es como intentar salir de unas arenas movedizas moviéndote frenéticamente (te hundes más rápido, lo he visto en películas). Enfadarse, por muy humano que sea, no es lo práctico. Lo práctico es serenarse. O enfadarse serenamente, eso debe de ser. Que fea estás cuando te enfadas y qué guapa estás cuando te enfadas serenamente.
    La otra forma de enfadarse, el enfado vehemente, la indignación, me parece más bien un defecto que arraigado desde siempre (como el machismo) es difícil de erradicar. Es que no sé si la indignación puede ser digna (oxímoron) o es irreparablemente indigna y redundante.
    Una puntualización: una cosa es enfadarse en voz alta y otra hacerlo por escrito. A esto último le veo menos sentido. Despotricas y luego lo relees y piensas que no queda bien, que no había necesidad, que es más elegante dejarlo caer como si nada, como si estuvieras por encima de esas minucias, de esas pequeñas miserias de los pobres humanos; que tú también eres humano, claro, pero te gusta pasar por elegante.

jueves, 8 de septiembre de 2022

No sé lo que hicisteis el último verano

    Va siendo hora de saber qué hicisteis el último verano, o si no hicisteis nada qué leísteis o qué aprendisteis. Por mi parte estoy en una fase en la que se olvida más de lo que se aprende aunque trato de convencerme de que cada año que pasa comprendo mejor el mundo, sabiendo que ese comprender en valor absoluto es molto piccolo, piccolissimo.
    El verano es una estación que cada vez pasa más rápido. El verano es una estación y Aranda de Duero es otra y antes pasaba el tren por Aranda y daba tiempo de todo mientras ahora pasa el tren y Aranda de Duero es una imagen fugaz que te pierdes si parpadeas.
    Lo que nos queda es dar importancia a las cosas pequeñas, sobre todo si no hay grandes. Una pequeña gran cosa es la luz del día. El día más largo del año es el 21 de junio, creo, y ese día empieza el verano. A las siete de la mañana en junio ya ha amanecido. Esto es curioso, ahora que estoy jubilado me levanto mucho antes que cuando trabajaba. También me acuesto antes porque en la tele no hay nada así que hago un rato zapping, me pongo a leer y en seguida me entra el sueño; a las once a la cama. Eso es, más o menos, lo que he hecho el último verano.
    Entramos en septiembre y técnicamente todavía es verano, y lo será pero también es melancolía y otoño, y además el mundo va mal. De eso me he dado cuenta, no de que el mundo vaya mal sino de que en agosto el día acorta bastante. Habría que cambiar los límites del verano. Podría empezar el uno de junio y acabar el treinta y uno de agosto. Por cierto, hablando de límites, hablan en los noticiarios de “topar el precio del gas”. Para mí que está mal dicho. “Capar” tendría más gracia y lo correcto sería, me parece, “limitar”.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Vivieron, vivimos

    No creo que se pueda hablar de un primer ser humano. Cómo poder decir que ese homínido no era aún humano y este otro sí, ¿porque era un poco más cabezón? Los homo sapiens, me temo, solo somos animales algo más espabilados y una más de las especies que pueblan la Tierra. Como somos muy orgullosos nos consideramos especiales; y tal vez lo seamos, yo qué sé.
    Dicen los estudiosos que la cifra de seres humanos muertos desde los albores de la humanidad (expresión bonita aunque sobada) se acerca a los cien mil millones. Es un número que solo puede aumentar. Como redondo es redondísimo así que no sé si creérmelo del todo, demasiada felicidad. Pero bueno, en todo caso esa es la mayoría silenciosa, la auténtica, la que forman todos los congéneres que han habitado la Tierra y ya no están aquí.
    Ya no están pero lo lógico, me parece, no es decir que esos cien mil millones estén muertos. Muertos están, pero solo de alguna manera alegórica porque a estas alturas ya serán, como está escrito, solo polvo, enamorado o no. Lo que sí tiene todo el sentido es decir que esos cien mil millones de seres humanos vivieron. Eso es lo que importa de ellos y lo que importa también ahora de nosotros, de los casi ocho mil millones, otro número grande y redondo, que vivimos y habitamos la Tierra.

viernes, 2 de septiembre de 2022

Luna azul

    Titular en una revista: ¿Llegaron los vikingos a la Luna? Visualizo un drakkar surcando el espacio camino de la Luna merced a inopinados avances tecnológicos que han permanecido ocultos hasta ahora. No puede ser, releo y lo que dice es: ¿Llegaron los vikingos a la India? Claro que llegarían, por qué no iban a llegar, no hacía falta más que aprovechar los vientos y, si fuera necesario, remar; compara eso con llegar a la Luna.
    Nuestro pálido satélite errático. Sabiendo que está siempre ahí arriba la Luna sorprende apareciendo en sectores diferentes del firmamento y con distintos tamaños y brillos. Hablaba un poeta de la luz que ilumina de noche los árboles en torno a un lago, esa luz es el reflejo en el agua del reflejo en la Luna de la luz del Sol; esto es, una luz indirecta de tercera mano que, además de poética, es ecológica al cien por cien.
    La otra cara de la Luna es igual de soleada que la que vemos. De haber habido allí, en esa cara oculta, hombrecillos verdes no hubieran visto nunca la Tierra, aunque sus astrónomos podrían haber deducido su existencia a base de observar y calcular.
    El color auténtico de la Luna, según los expertos, es el gris; si la vemos amarillenta o rojiza es por la atmósfera terrestre. Difícil será que la veamos azul. Lo digo por la canción, el clásico americano. “La orquesta tocaba Blue Moon” es una broma recurrente en la película de Woody Allen “Blue Jasmine”. La escritora Barbara Kingsolver también se había fijado; contaba que iba para concertista de piano pero decidió dejarlo al darse cuenta de que de cada cien pianistas solo uno llegaba a dar conciertos, los otros noventa y nueve acababan tocando “Blue Moon” en el salón de un hotel.