viernes, 30 de diciembre de 2022

El escritor (no) de Elche

    Hay un escritor de Elche, sin decir el nombre ya estoy dando pistas, que con los cuarenta aún por cumplir ya ha triunfado. No, no es de Elche, rectifico, ha estado allí dando una conferencia o algo así pero ser es de Madrid (lo que no es una gran pista). Digo triunfado y hay que matizar. Vende miles de libros, creo que la mayoría digitales. Vende más que miles —dice— cientos de miles; cifras que empiezan a asustar.
    Se vende muy bien a sí mismo, desde luego. Tiene un secreto y también lo vende, el de como escribir novelas y ganar dinero; no es fácil, seguro que no. Lo admiro por eso. Ha escrito decenas de novelas y las ha difundido al margen de las editoriales. Para estas cada autor viene a ser una potencial gallina de los huevos de oro y como a tal lo mantienen en un corral dándole un poco de grano y un buche de agua de vez en cuando.
    Nuestro escritor, que no es de Elche, ofrece gratis un opúsculo, una especie de adelanto de lo suyo, que orienta sobre como escribir una novela exitosa y autoeditarse. Al descargar esa guía rápida hacia el éxito he entrado en la lista de correo que a diario recibe un email suyo. Sus correos me gustan, me divierten; parte de alguna anécdota y termina siempre dando el enlace al curso (al que no me voy a apuntar) en el que desvela el secreto, previo pago. Se lo curra, se toma en serio su trabajo: escribe esos correos, da charlas y sigue redactando novelas incansable. Así que —he deducido— ese es el secreto, dedicarse a ello en cuerpo y alma; fórmula que, por otra parte, vale para todo.
    La fama se paga, como decían en aquella serie; o como en el chiste: estaban cargando sacos en un camión y el encargado harto de ver a uno que parecía no poder con el saco va, lo coge él mismo y en un solo y elegante movimiento lo levanta y lo deposita en la caja del camión al tiempo que dice, ves, no es tan difícil. Y le contesta el otro, haciendo fuerza, así cualquiera.

martes, 27 de diciembre de 2022

Humor y exceso de peso

    En un cuento de Amy Hempel una mujer está dejando de fumar y comenta que ha engordado pero no porque esté comiendo más sino porque ha dejado de toser y ese era, toser, todo el ejercicio que hacía. Me pareció un golpe de humor entre brillante y rebuscado.
    En el mismo cuento aparece un personaje con una camiseta donde se lee: Life is uncertain, eat dessert first, es decir, en una traducción literal: la vida es incierta, come el postre primero, o parafraseando y dando más explicaciones: No sabemos qué nos deparará la vida, por lo que pueda pasar aprovecha el momento, olvídate de la dieta saludable y cómete el postre; eso que llevarás ganado.
    Ese dilema de comerse o no el postre es, sospecho, común a todas las sociedades del bienestar, del mal llamado primer mundo (por qué había de ser el primero, el primero en egoísmo acaso). Es un dilema insoluble y la frase de la camiseta puede ser un buen o un mal consejo. No sabemos si abstenerse del postre y ganar en salud compensará el sacrificio o será añadir tiempo de reclusión a una condena. Al final lo conveniente es, me parece, el camino del medio; de vez en cuando date el gusto.
    Estas dos humoradas me han recordado un meme (primera vez en mi vida que escribo esta palabra) que me hizo mucha gracia. Gracia no exenta de una cucharada de remordimiento, porque ni soy mujer ni tengo sobrepeso. En aquel meme Morticia Addams (Anjelica Huston) sosteniendo su taza de café decía: Os veo muy contentas, ¿ya os habéis pesado hoy?

sábado, 24 de diciembre de 2022

Agua en el cuenco de la mano

    Una vez iba en bicicleta y se me acabó el agua. El agua del bidón, y es importante no deshidratarse. Paré en una aldea y le pregunté al único paisano a la vista, un hombre mayor, si había alguna fuente cerca. “Aquí bebemos del río”, me dijo. Me sorprendió, del río, dudé si esa agua sería potable para mí; pero era una experiencia nueva, beber de un arroyo aunque no fuera tan de montaña. El agua estaba fría y no le saqué ningún sabor especial.
    Aprendimos, en su día, que el agua era incolora, inodora e insípida; un poco la plain Jane de los compuestos químicos, el más anodino. Y así era y sigue siendo, más o menos, pero me pregunto si no es también, igual es otra forma de decir lo mismo, transparente, y puede que hasta invisible. Quiero decir que reconocemos el agua cuando la tenemos delante, eso es cierto, pero también me parece cierto que lo que vemos no es el agua en sí misma sino reflejos luminosos sobre ella y también, más o menos distorsionado, lo que sea que haya al otro lado.
    Bebí, llené el bidón y pensé: y estos —los de aquí— cómo beben del río. Con las manos. Cogen agua en el cuenco formado por una o las dos manos y antes de que se escurra beben un sorbo, o dos. Mira, una buena metáfora de la vida, la vida es esa agua que coges con las manos y que si te quedas mirando se te escurre entre los dedos; lo que tampoco está mal, no la has bebido pero la has sentido, te has mojado.
    Por cierto, a propósito de sorbos, justo he leído una novela en la que se dice varias veces “un sorbo corto” (y una vez “un buen sorbo”). Según eso la escala para la cantidad de bebida podría ser, de menos a más: sorbo corto, sorbo, trago y trago largo. En cuanto al agua del río, no sé si fue culpa suya o de unos dulces típicos, el caso es que estuve un par de días con las tripas revueltas.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Extrañas en un tren

    No hace falta ser un aventurero para que pasen cosas. Basta con salir de casa para que algo llame tu atención y te sorprenda. O es que soy muy inocente, que también. El otro día volví a casa en tren. Me senté junto a una ventana y me puse a leer. En la siguiente estación se sentaron a mi lado, cargadas de bolsas, una señora mayor y su nieta. La abuela junto a mí, la chica frente a ella. No tenía más remedio que oír su conversación.
    La señora estaba contenta porque ya había hecho las compras de Navidad. La chica, en las miradas oblicuas que le dediqué, me pareció que tendría poco más de veinte años. Iba sin maquillar, con coleta, abrigo, jersey y pantalones vaqueros. A la abuela, como la tenía al lado no llegué a verle la cara. A una de estas pregunta la abuela:
    —Y qué, ¿ya estás contenta con lo que estás estudiando? —buena pregunta, y señal de la confianza que se adivinaba entre ellas y que me reconfortó.
    —Sí —le contesta la nieta—, mira el otro día, qué gracia, le pregunté a la profesora a ver si era verdad que cuando abres un cráneo y sacas el cerebro… —no sé a la abuela, a mí ese comienzo me alarmó— ...le pregunté a ver si es verdad que después ya no puedes volver a meter el cerebro en su sitio porque ya no cabe, y lo que hacen —en las autopsias, deduje— es colocarlo en la cavidad del tórax.
    La abuela, con naturalidad, apuntó que sería porque se hincha, ¿no? El cerebro está ahí apretado dentro de la cavidad craneal y al extraerlo se expande aliviado y ya no hay forma de volver a meterlo. Así que lo ponen en el tórax, no dio más detalles. La profesora, la supuesta experta, no lo sabía, tenía que consultarlo.
    No deja de sorprender que alguien tan joven estudie algo así. Tuve ganas de apuntar: ¿CSI?, pero no lo hice, no podía traicionar mi camuflaje de lector ferroviario. Rio un poco la abuela y prosiguieron su charla con temas más cotidianos hasta que se bajaron. Me gustó verlas, abuela y nieta comentando semejante cosa y unidas por un vínculo casi visible de cariño.

domingo, 18 de diciembre de 2022

Creatividad

    Estoy confuso respecto a la creatividad. Y respecto a casi todo lo demás en realidad. Empezando por “crear”; qué es crear, hacer surgir algo de la nada, se supone, ya que la referencia primera es la creación; perdón, es con mayúscula, la Creación del Universo (por si acaso también con mayúscula). La Creación puso el listón tan alto que desde entonces no levantamos cabeza, es insuperable. Claro que no la entendemos y tampoco entendemos el Universo. La alternativa es la evolución que puede ser una creación a plazos en la que se progresa poco a poco y se van proponiendo soluciones y resolviendo problemas (método prueba-error).
    El ser humano, en su conjunto, puede ser creativo o, tal vez, la vida sea creativa y cada uno de nosotros seamos peones que hacemos nuestra labor y que, por nuestro propio bien, nos sentimos importantes. Inciso, “es agradable ser importante pero más importante es ser agradable” decía el letrero que tenían en un taller. Desconfío de la creatividad y desconfío más de la creatividad individual. Simpatizo con esto que dice, seguramente entre otros muchos, el Dalai Lama: Somos ocho mil millones y somos uno. Nadie puede crear nada sin los granos de arena que antes han puesto los demás, o hemos puesto entre todos, si dicho así te hace sentir mejor.
    Desconfío, en fin, de mí mismo y de mi exclusiva, supuesta creatividad. En los momentos de mayor desconfianza me parece que tal creatividad propia no existe. Cuando estoy más animado pienso que sí, que de alguna manera soy, somos, capaces de crear algo, pero sin grandilocuencias. Me parece que a lo más que llegamos es a expresarnos de un modo algo diferente al de los demás. Si repito lo dicho o hecho mil veces no estoy creando, si digo o hago algo distinto estoy creando, más o menos.
    Ser creativo sería hacer algo de manera distinta a la habitual. He dicho “distinta”, no nueva ni única ni mejor ni peor. ¿Original?, tal vez. Creatividad, por tanto, definición, es la facultad de hacer cosas de modo diferente, sabiendo que lo más probable es, porca miseria, que esa forma de hacer las cosas ya haya sido utilizada antes en otros ámbitos y en otros tiempos.

jueves, 15 de diciembre de 2022

Un día en la feria

    Podría haber sido una de los Hermanos Marx pero no, es un día en la feria del libro, en la liburu azoka. Me paso todos los años; desde el portal de mi casa al pabellón habrá unos trescientos metros, lo tengo fácil. Fui a las dos de la tarde, pensando que a esa hora, la de comer, habría menos gente. Timorato de mí llevaba mascarilla, y eso que estoy supervacunado. No vi absolutamente ninguna más. Pensé que en cualquier momento dirían algo por megafonía a cuenta de “el tipo de la mascarilla”.
    Mi compromiso con la feria consiste en comprar un libro al año. Tenía uno en mente, uno recomendado por otra escritora. Tuve que preguntar, no figuraba entre las novedades ya que su editorial no ha tenido stand y solo estaba disponible a través de otra casa que lo distribuye. Qué me costará decir el título, pero no quiero hacerlo por si luego no me gusta. Si está interesado el amable lector encontrará pronto noticia del mismo en mi otro blog “Voy cruzando el río” (qué bien me ha quedado esta frase).
    Compré el libro, hojeé otros muchos y vi a tres personas conocidas. Esto de ver conocidos se dice mucho y es cierto, es inevitable encontrarse con alguien. Pasé por el puesto de publicaciones locales para confirmar que estaba mi libro (El tiempo, la ausencia, de hace tres años). El año pasado se vendió un ejemplar, a ver este. Por allí andaba I pero no hablé con él porque es un esaborío que no sé por qué cuando nos cruzamos por la calle me saluda escueto y serio. Así que como él no se dio cuenta, o se dio, no sé, seguí a lo mío como si nada.
    La sorpresa fue encontrarme a J atendiendo otro stand. J fue vecino nuestro aunque desde hace unos años ya no lo es. Compré allí un calendario con fotos antiguas, cinco euros, e intercambiamos algunas amabilidades. Ya me iba cuando apareció R, el tercer conocido, compañero de trabajo como I, aunque más cercano y ahora sí, nos sonreímos y charlamos un rato.
    Esto ha sido un día en la feria, un episodio más de mi autobiografía sin acontecimientos (como no me canso de decir que dijo Pessoa).

lunes, 12 de diciembre de 2022

Sabes qué

    En la vida social toleramos mal el silencio. Nos juntamos y hablamos, aún en los casos en los que no tenemos nada que decir. Los silencios son incómodos y nos las arreglamos para que no prosperen. Tendrá que ver con nuestra naturaleza.
    Otra cosa es la vida íntima. Ahí no hay otra que callarse de vez en cuando. No, al revés, a la larga lo que se hace en la vida íntima es hablar de vez en cuando, porque hay un nivel mínimo de conversación imprescindible para la vida en común, un nivel mínimo de supervivencia por debajo del cual empieza a peligrar nuestra salud mental. Por eso a veces hay que decir algo aunque en realidad no se tenga ni tema ni ganas. Hasta aquí el preámbulo. Por cierto, cada vez me enrollo más a cuenta de cualquier cosa.
    Una fórmula para romper el silencio es comenzar con un “sabes qué”. Es una muletilla, no una pregunta. Si fuera una pregunta sería una pregunta surrealista, con ese “qué” al final, que merecería un “qué de qué” igual de surrealista como respuesta o, más irónico, algo similar al “mañana te digo” del hombre de campo al que le preguntas si va a llover hoy.
    Pero no hace falta contestar nada, ese “sabes qué” es solo el anuncio de que viene algo a continuación, algo novedoso en principio, digno de ese comienzo destinado a crear cierta expectación, algo que suele llevar el valor añadido de una opinión o un sentimiento.
    Así que “sabes qué” no es una expresión neutra, es una especie de control orientado mediante el cual te preparas para continuar la jugada y soltar lo que sea que quieras decir. Aunque haya ocasiones en las que en realidad no quieres decir nada y hablas solo para sabotear un silencio que se estaba espesando demasiado.


viernes, 9 de diciembre de 2022

Gatos

    Este año hay más gatos que nunca en el pueblo. Un desequilibrio, le parece; el cambio de mentalidad, la consideración hacia los animales que antes no existía. Antes una camada de gatos se eliminaba sin más. Una salvajada, probablemente. Ahora no, pobres gatos. Sospecha que el vecino les da de comer. Hambre no pasan, se les ve sanos; son salvajes merodeadores que viven a su aire, se imagina. Una vez sorprendió a uno acomodado en una silla del porche. Con frecuencia cruzan por el jardín como quien coge un atajo. Son hermosos, eso concedido; y ágiles, ha visto a uno encaramarse a una pared de dos metros; pero desconfía de ellos, de sus lealtades; sospecha que tienen parásitos, que les huele el aliento. La verdad, prefiere mantenerse al margen de su mundo.
        Un día al aparcar delante de casa el vecino se acerca señalando algo junto al coche. Es un gato, una cría; echado, herido, no puede moverse. “No lo habré atropellado yo”, le dice al vecino. Este le asegura que no, que ya estaba allí. “No quiero ni mirar” dice el vecino y se va. El gato apenas alza la cabeza, se adivina una mancha de sangre en el asfalto. Si el vecino, amante de los gatos, considera que no es su responsabilidad; tampoco es la mía, piensa. Además, qué puede hacer con un gato callejero atropellado. Porque supone que alguien lo ha atropellado, quizá él mismo; antes, al salir. Hay muchos gatos y no todas las crías llegan a adultos, seguramente las menos. Se mete en casa. Se olvida del gato. O no.
    A la mañana siguiente, mientras acomete las rutinas del día, desea con fervor que el gato ya no esté, que se haya ido, que siga vivo, o si no que se haya muerto bien lejos. Cuando sale lo primero que ve es otro gato adulto que al verle se mete debajo del coche. El gatito sigue allí, está muerto. De alguna forma el otro gato lo estaba velando. Sí, claro que le da pena pero la vida es así y más la de los gatos. Tiene que afrontarlo, deshacerse de él antes de que se convierta en un despojo desagradable. El cuerpo está boca abajo y despatarrado. Busca un trapo viejo y lo cubre con él. Luego, valiéndose del trapo, coge al gato por el cuello y lo mete en una bolsa. Está rígido, como era previsible. No ha sido tan difícil, piensa mientras camina hacia los contenedores.

martes, 6 de diciembre de 2022

Sinsabor

    Tenía sus dudas cuando le llegó la convocatoria pero entre que el sitio estaba cerca y tampoco quería desairar a nadie dijo que sí, que contaran con él. Llegó con tiempo, se juntarían unos treinta, casi todos jubilados, dos o o tres a punto de hacerlo. Sonrisas, apretones de mano, algún que otro abrazo, besos a las dos únicas mujeres y los intercambios habituales, cómo va la jubilación, la familia, etcétera.
    Se hicieron unas fotos de grupo a la entrada del restaurante. Luego, tarde para él que suele comer pronto, pasaron al comedor y se distribuyeron más o menos al azar. Esa colocación, confiesa, es algo que le pone nervioso, no te llevas igual con todo el mundo. La comida, la verdad, estuvo muy bien; es decir, lo que sacaron para comer. Y la charla también, no tiene queja. Sin que se dijera nada destacable, se comentan noticias de los ausentes y anécdotas del pasado, esas historias compartidas que nos confortan, no se sabe bien por qué.
    Todos contentos y todos más viejos. Los que mejor se conservan son los que ya eran calvos de antes y por tanto se han librado de eso, de la decadencia del pelo. Uno le ha dicho: estás igual, y le ha contestado: sí, igual que ayer. A una hora prudente la gente empieza a desfilar y él también se retira despidiéndose de los más próximos.
    Bien entonces, le digo. Sí, sí, confirma, pero espera que ahora viene el detalle tragicómico. Pasan unos días y el organizador le manda un enlace para acceder a las fotos que ha recopilado. No es que le haga mucha ilusión verlas pero bueno. Las visualiza, fotos sentados en torno a la mesa, otras de pie, sonrientes, abrazados por los hombros. Las va pasando y empieza a sospechar algo, él no aparece por ningún lado, salvo en una en la que se le ve una oreja de refilón. Las termina de ver y lo confirma, solo aparece en las de grupo, una cabecita atrás a la derecha.

sábado, 3 de diciembre de 2022

Memorable

    Memorable, Malvi lee la defensa de su tesis doctoral. Tras el preámbulo sentimental se mete en harina, amasando el pan de pasas de su tesis, con pulso firme, voz melodiosa y un ligero deje peruano. Entiendo todas las palabras o casi todas; bueno, muchas, pero se me escapan los significados, cosa sin mayor importancia ya que estoy escuchando a Sherezade. Debería cometer algún desliz para que no fuera todo demasiado increíble. Ya está, ha dicho renuencia y seguido pertenencia o permanencia; se ha humanizado.
    La doctoranda sigue desgranando oraciones, irresistible. Esto es interesante, el ser humano parte siempre del error y su tarea es corregirlo una y otra vez sin alcanzar nunca la verdad, aunque igual lo he entendido al revés. Platón acaba de expulsar a los poetas de su república y los miembros del jurado han relajado su atención. El de la derecha mira hacia abajo, a la mesa, hasta que la palabra “epistemología” le hace cabecear afirmativo, ahí quería yo llegar, parece decir. El de la izquierda, más disipado, consulta el móvil, lo deja, lo vuelve a coger se quita las gafas y se lo acerca a la nariz.
    Malvina continúa con su voz dulce y su prosa impecable. Capto una frase de Bachelard: el tiempo es al ser lo que el sonido es al instrumento. A esto hay que darle unas vueltas para intuir algo. Es tan profundo que me hundo, me río para dentro. Y esta otra que me gusta mucho y es de Paul Valery: un hombre solo está siempre en mala compañía. Ya está Malvi, indesmayable, en la última hoja de su defensa. Hay una leve desaceleración hasta la parada del punto final. Tras un breve intervalo de silencio reverberante me parece oír la voz de Íñigo, a mi derecha, que dice: Muy bien, Malvina; léelo otra vez.