sábado, 24 de diciembre de 2022

Agua en el cuenco de la mano

    Una vez iba en bicicleta y se me acabó el agua. El agua del bidón, y es importante no deshidratarse. Paré en una aldea y le pregunté al único paisano a la vista, un hombre mayor, si había alguna fuente cerca. “Aquí bebemos del río”, me dijo. Me sorprendió, del río, dudé si esa agua sería potable para mí; pero era una experiencia nueva, beber de un arroyo aunque no fuera tan de montaña. El agua estaba fría y no le saqué ningún sabor especial.
    Aprendimos, en su día, que el agua era incolora, inodora e insípida; un poco la plain Jane de los compuestos químicos, el más anodino. Y así era y sigue siendo, más o menos, pero me pregunto si no es también, igual es otra forma de decir lo mismo, transparente, y puede que hasta invisible. Quiero decir que reconocemos el agua cuando la tenemos delante, eso es cierto, pero también me parece cierto que lo que vemos no es el agua en sí misma sino reflejos luminosos sobre ella y también, más o menos distorsionado, lo que sea que haya al otro lado.
    Bebí, llené el bidón y pensé: y estos —los de aquí— cómo beben del río. Con las manos. Cogen agua en el cuenco formado por una o las dos manos y antes de que se escurra beben un sorbo, o dos. Mira, una buena metáfora de la vida, la vida es esa agua que coges con las manos y que si te quedas mirando se te escurre entre los dedos; lo que tampoco está mal, no la has bebido pero la has sentido, te has mojado.
    Por cierto, a propósito de sorbos, justo he leído una novela en la que se dice varias veces “un sorbo corto” (y una vez “un buen sorbo”). Según eso la escala para la cantidad de bebida podría ser, de menos a más: sorbo corto, sorbo, trago y trago largo. En cuanto al agua del río, no sé si fue culpa suya o de unos dulces típicos, el caso es que estuve un par de días con las tripas revueltas.

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