jueves, 29 de febrero de 2024

Iboprufeno

    No, si lo he puesto así adrede. El Ibuprofeno es un semidesconocido para mí, no sé si he llegado a tomarlo alguna vez. Como no lo había visto nunca escrito no entendía bien la palabra, Iboprufeno me parecía, ¿no suena mejor? Pero no, es ibu, ibu. Ahí va la noticia, leída el otro día en el periódico —que es ese hilo que aún me une, tenuemente, con el mundo, con la hipotética realidad—: en este país, en este estado que contiene varios países, en esta península ibérica menos Portugal —ya te estarás situando—, en este bendito/maldito territorio europeo, hay ocho millones de personas, ocho, que consumen dosis diarias superiores a lo recomendado de Ibuprofeno.
    Ocho de cuarenta y siete millones de habitantes, la sexta parte, espera que haga la cuenta, diecisiete por ciento, más o menos. Claro que no estás seguro, quién lo ha dicho, cómo han hecho la cuenta. La mitad de las noticias cuando profundizas se vienen abajo, suele haber muchos matices por aclarar. Pero bueno, algo habrá.
    Ahora, atención, esto no incluye a la gente que también toma ibuprofeno pero en las dosis recomendadas. Pensemos que al menos la mitad de los pacientes hace caso y sigue el consejo facultativo. Esto supondría que hay en total unos dieciséis millones de consumidores de ibuprofeno. Quedo atónito, uno de  cada tres.
    Detrás del dato frío, desnudo, discutible, hay malestar, dolor, males físicos. O también psicológicos, líos que nos armamos en la cabeza, a veces con razón, otras por no se sabe qué. Sea como sea, mucho Iboprufeno me parece. Peor es el fentanilo, sí, claro, pero aún así.

lunes, 26 de febrero de 2024

Últimos ecos

    El escenario perfecto del romanticismo (Walter Scott, Becquer) es una abadía en ruinas invadida por la vegetación. Aquí se trata de un molino, de lo que queda de un molino de río junto al viejo puente de tres ojos que en su día sirvió de punto de cobro, de tributo (pontazgo) a los viajeros que cruzaban camino de la villa próxima. Se intuye también, igual lo he leído en algún sitio, la existencia de una casa torre que defendía el puente y aseguraba con su sombra amenazante que nadie eludiera el pago. En tiempos remotos hubo en este mismo lugar un encuentro entre banderizos. Nos podemos imaginar el pequeño barrio de aire idílico: la casa torre en una orilla, el puente y al otro lado el molino hidráulico, algunas casas más y el trinar de los pájaros. Lo que no se puede asegurar es que los lugareños fueran felices.
    De la torre no hay rastro. Especulo que pueda quedar un muro maestro escondido en la estructura de las dos hermosas casas adosadas, pegadas por uno de los lados, que se alzan en su lugar. Hoy todo es paz y silencio pero de tanto en tanto bullen de vida con media docena de coches aparcados y gente que celebra algo en el amplio jardín, detrás de las casas, donde hay un pabellón o una pérgola, no sé como llamarlo.
    En la otra orilla yace un conjunto de muros semiderruidos con los ojos abiertos de antiguas ventanas y la vegetación cegándolo todo. Respecto al molino haría falta un experto para aclarar entre las piedras la disposición exacta de sus elementos. A la izquierda del camino queda en pie una casa que lleva tiempo tapiada y abandonada. Hasta hace unos años alguien cuidaba la huerta y el gallinero; un perro encadenado ladraba al paseante. Un día de fiesta vi un grupo reunido en torno a una mesa bajo la parra. Era una estampa chocante, y más comparándola con las fiestas mundanas del otro lado del río: aquella alegre y humilde familia apuraba una nostalgia que se desvanecía junto a la casa decrépita en la que se habían criado.

viernes, 23 de febrero de 2024

Reproducción

    Si paternidad es la cualidad de ser padre, la palabra para referirse a la condición de hijo debería ser filialidad, pero no está admitida. Esto me recuerda la vez que me encontré, hace ya muchos años, con un antiguo compañero del colegio mayor. Después de los saludos, va y me dice: Y tú, ¿qué?, ¿ya te has reproducido y eso?
    La pregunta me sorprendió, aunque se podía esperar; por dos razones, por su desparpajo natural para decir cualquier cosa y por la circunstancia determinante de que tras estudiar Medicina se había especializado en Ginecología; tenía un interés personal en el asunto.
    Le pude contestar que sí, que ya me había reproducido. Te sientes un poco raro diciéndolo: me he reproducido; te sientes como una ameba que se hubiera dividido en dos; te sientes vivo de una manera básica, elemental. Y sí, me he reproducido dos veces, con la colaboración inestimable e imprescindible de mi mujer, que se encargó además de la parte más penosa; mi agradecimiento y un beso desde aquí.
    La tasa de fecundidad para mantener la población es de dos con uno; no llego pero bueno, no es posible reproducirse dos coma una veces; peor será pasarse, y no miro a nadie. Es broma. En mi caso, considero que, como decían los republicanos irlandeses, he hecho mi parte.
    No tener hijos es una opción aceptada socialmente pero también es, de alguna manera, una modalidad benigna de suicidio, o maligna si se generaliza. Por otra parte hay que reconocer que la alternativa de adoptar una mascota tiene la ventaja de que, hasta ahora, ningún perro ha querido ir a la universidad.
    Lo natural es reproducirse, igual que un león o que un ratón. La especie debe continuar, es el punto de vista de la madre naturaleza. Todo lo demás que hagamos es de regalo, es redundante e innecesario, aunque no lo queramos asumir porque tenemos el ego inflamado y muy sensible y queremos ser algo más que un eslabón de la cadena. Igual exagero. La realidad práctica es la que es; estamos aquí, vivos y en posesión de un superpoder: el de la reproducción.

martes, 20 de febrero de 2024

Literatura en las esquelas

    En las esquelas también hay literatura. Pasa cuando alguien se rebela contra la fría uniformidad de la prosa necrológica. He aquí tres ejemplos reales de las últimas semanas.
    El primero. Tras el nombre del fallecido la esquela comenzaba: Muy a su pesar nos dejó… Con todo el respeto al redactor me hace gracia esa constatación de las ganas de vivir del difunto que, seguramente sin querer, también deja translucir un toque irónico.
    Segundo caso. Después de los datos habituales dice: Te extraño, tanto que si lo supieran ahí arriba te dejarían venir a visitarme. Extrañar a alguien que ha muerto entra dentro de lo normal, la continuación ya pertenece al terreno de la literatura religiosa o fantástica. Para el autor el fallecido sigue existiendo y está “ahí arriba” (una convención geográfica muy extendida por otra parte). Además ya metidos en cuestiones teológicas aventura que son más de uno los entes que “ahí arriba” dirigen el cotarro. No puede ser Dios; porque Dios, por definición, sí sabe cuanto lo extraña. En fin, que la parrafada es sugerente y divertida, además de emocionante.
    La tercera, y última por hoy, es esta doble frase que cierra una esquela de hace un par de días: Oyó, vio y calló. E hizo bien. Da qué pensar. Mi primera reacción fue negativa, se diría que al callar quiso evitarse problemas, que se escabulló, que igual debería haber denunciado lo que sea que vio y oyó. Pero luego he pensado que no, que el mensaje es una reivindicación de la prudencia. Simpatizo con ese criterio de no hablar demasiado, de medir las palabras y acogerse siempre que sea posible al comodín del silencio.
    Pero hay más posibilidades. Tal vez la explicación es más sencilla: era algo que el muerto repetía con asiduidad y los familiares lo recuerdan como detalle entrañable. También he pensado, y puede que ya sea mucho suponer, que teniendo en cuenta su edad el hombre sufriría de niño la guerra y luego la posguerra y toda la dictadura, y en aquellos tiempos sobrevivir podía depender de cumplir a rajatabla con la norma de estar bien atento a todo lo que pasaba y guardarte tus opiniones.

sábado, 17 de febrero de 2024

Me gustas tú

    Me gustan los higos; y para comer, por abreviar, me gusta casi todo, más o menos; tampoco es tan difícil, solo hay que tener hambre. En general, mejor que te guste algo que que no te guste. Me gusta la playa sin gente, no me gusta la oscuridad; me gusta arrebujarme en la colcha, no me gusta esperar; me gustan las historias familiares, no me gusta la enfermedad; me gusta leer, me gusta escribir, me gusta vivir, me gusta y no me gusta llorar.
    Qué más; me gusta la canción de Manu Chao: me gusta correr, me gustas tú; me gusta la lluvia, me gustas tú; me gustan muchas cosas y me gustas tú, y tú, y tú. Me gustan todos los tú de mi vida que me gustan (tautología). No confundir con la gama de estados del alma o del cuerpo que componen una misma personalidad. Los tú a los que me refiero son los distintos seres humanos especiales para mí del pasado, presente y futuro; las personas a las que les he dicho en uno u otro momento que me gustan; que no es que sean muchas, pero, bueno, son las que son y no me voy a quejar y se lo voy a decir otra vez: me gustas tú.
    Entre ellas quisiera hacer mención de dos en particular; de ti y de ti; lo digo como el oyente que llamaba a la radio y dedicaba una canción para quien ya sabe, y tú lo sabes, y tú también; y yo sé bien lo que sois, lo que seréis siempre para mí.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Futuro indubitable

    Tenemos idealizado el fin del mundo, supongo que por culpa de la Biblia y su Apocalipsis. Aunque en el griego original “apocalipsis” quiere decir “revelación”, en castellano ha pasado a significar “catástrofe” en general o, directamente, “fin del mundo”.
    Uno espera que sea algo digno de verse 
(el fin del mundo), que no habrá fuegos artificiales, que los fuegos van a ser naturales. Será digno de verse y difícil de contemplar, somos tan pequeños que con retransmisión televisiva por mundovisión incluida no vamos a poder abarcar algo que va a ser a escala galáctica.
    No sé cómo de repente me encuentro especulando en primera persona (del plural, eso sí) sobre el fin del mundo que se aproxima. Se aproxima, desde luego que se aproxima, mientras el tiempo no meta la marcha atrás. Cada vez está más cerca pero sigue estando lejos, lo siento y no lo siento a la vez.
    Hablo por hablar, no lo vamos a ver ni a oír ni a sentir ni a nada de nada. No nos va a tocar el Apocalipsis, que más (no) quisiéramos. Y luego, además, pensándolo con más detenimiento, sacudiéndonos el lastre de la tradición cristiana —tampoco es que esté muy enterado de como lo cuenta la Biblia— puede que no vayamos a perdernos gran cosa.
    Como todo lo que genera grandes expectativas, no me extrañaría que el fin del mundo se vaya a quedar en nada, en los minutos de la basura del universo, en los créditos de una superproducción de Hollywood que nadie lee porque la sala se ha quedado vacía.

domingo, 11 de febrero de 2024

Tiempos inciertos pero no tanto

    Creyeron en el año mil que el mundo se acababa; la única razón fue lo redondo de la cifra, sin más. Ahora, pasado sin novedad el hito, igualmente arbitrario, del dos mil, nos va pareciendo que el fin de los tiempos está al caer, que si no es pasado mañana será al otro. Esta vez las razones son más contundentes: sobrepoblación, cambio climático, guerras, contaminación.
    Bien no vamos, desde luego, pero caemos en un error, el de creernos el centro de la Historia —con el atenuante de que es un error en el que, sospecho, han caído los que nos han precedido y caerán los que vengan detrás—. A la larga, lo más probable es que esta época nuestra acabe ocupando unas pocas líneas en el relato del mundo.
    La paradoja es que en cierto sentido sí que somos el ombligo de la Historia, por la sencilla razón de que habitamos el presente. Tú, concretamente, eres el ombligo absoluto de tu mundo; esto es, de tu vida, y también cargas con una de las ocho mil millones de partes que forman ahora mismo ese huidizo epicentro. Por lo demás, desengáñate, no te va a tocar el fin del mundo.
    Ya sé que no es que lo desees exactamente, se da por supuesto que no, pero en el fondo de tu corazón te atrae esa posibilidad: ya que no estuviste en el principio crees que al menos te merecerías estar en el final. El caso es que, te lo merezcas o no —que no te lo mereces— el fin del mundo no te va a tocar, no va a suceder contigo presente.
    Aventurando probabilidades, calculo que antes te tocará un millón de veces el gordo de la lotería que el fin del mundo. Claro que juego con ventaja: si me equivoco y el mundo se acaba mañana nadie me lo va a poder recriminar.

jueves, 8 de febrero de 2024

Mi texto antibélico del año

    Hay temas que no pasan de moda. Había un periodista que todos los años escribía un artículo antitaurino. Puede que lo siga haciendo, no sé. No es por comparar pero qué es una corrida de toros al lado de una guerra; nada, un mero entretenimiento sangriento en el que apenas muere nadie (aparte de los toros). Si quieres víctimas en abundancia nada mejor que una guerra. La gente va a la guerra a hacerse matar. Los que van voluntarios, digo, no los pobres que van obligados directa o indirectamente (porque hay miradas que matan en diferido).
    La guerra es el mayor de los horrores pero, por lo que sea, por razones históricas o psicológicas o antropológicas o vaya usted a saber por qué, la guerra, a pesar de los pesares, también genera fascinación. La guerra como institución, como tradición, como fenómeno que nos acompaña desde siempre. El hombre (ese idiota) pronto inventó excusas para hacer pasar por honorable el acto de matar. Por eso había dioses de la guerra, Marte y compañía (no recuerdo ningún otro, Marte, punto).
    Causar la muerte de alguien ha estado castigado por la ley al menos desde Hammurabi, sin embargo puestos todos de acuerdo no ha habido problema para matar a discreción en el nombre de un dios, del derecho a defenderse o del derecho a agredir, que igual son el mismo derecho del revés.
    A lo que iba, la fascinación que nos causa lo bélico. Nos las hemos arreglado para hacer la guerra romántica y glamurosa: el caballo de Troya, la carga de la Brigada Ligera, el desembarco de Normandía; qué puede haber más emocionante que una operación de comandos en territorio enemigo.
    Llevamos la guerra en la sangre y celebramos sus efemérides en las fiestas patronales. Nos disfrazamos divertidos de soldados romanos, samurais, húsares napoleónicos o lo que sea y hacemos desfilar a los niños tocando el tambor. Se lo pasan bien y además se empapan en el espíritu. El espíritu de la guerra, la solución a todos los problemas.

lunes, 5 de febrero de 2024

Por no callar

    No he leído el artículo pero me he fijado en la foto. Son dos jóvenes matemáticos posando para la cámara. Jóvenes no tan jóvenes, quiero decir. Sobre el que está de pie, sonriente, bastante calvo, nada que decir. El otro, que está sentado, con gafas e inexpresivo, la verdad, tiene cara de tonto.
    Lo digo sin ánimo de ofender; yo mismo, lo reconozco, soy bastante tonto. Además la apariencia es lo de menos, como lo demuestra este caso, porque tonto, tonto, no debe de ser. O no tonto para todo, que por otra parte es lo normal, ser listo para algunas cosas y tonto para otras (y mediocre en general).
    No sé de que va el artículo, uno no puede leerlo todo, pero bueno, me hago una idea: irá de lo importante que son las matemáticas, más para la vida moderna (qué expresión, la vida moderna). Puede que detrás estén los intereses de alguien, de una universidad que vea peligrar su cátedra de ciencias exactas por falta de alumnos o del mismísimo Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades que vela por el futuro del país.
    Me encantaría entender las matemáticas, visualizar ecuaciones, resolver integrales, sopesar conjeturas, no sé, que me llamaran de la NASA para consultarme algo. Pero no, soy un negado, soy tonto perdido para las matemáticas (las de verdad, no las de andar por casa). Me consuelo pensando que puede que el de la foto (no sería justo llamarle el tonto de la foto) tendrá sus carencias en otros campos. Pero bueno.

viernes, 2 de febrero de 2024

El cuarto hombre

    Llevaba (él) dos años en Londres trabajando de conserje en un edificio de apartamentos. Estaba advertido: un conocido personaje era residente eventual. No lo había visto nunca, hasta hoy.
    Es media mañana y está sentado en su puesto, aburrido; no está bien visto que lea el periódico o —dios no lo quiera— un libro. Contempla el vestíbulo y de reojo las imágenes de las cámaras de vigilancia. En uno de los sillones un hombre teclea en su portátil; se ha instalado ahí para tener acceso a la wifi que renquea arriba, en su apartamento.
    Se abre la puerta del ascensor y sale una mujer con un portafolio. Detrás, le sigue Ringo Starr. No tiene nada de particular que llame la atención; vestido de negro, con gafas oscuras, barba recortada y pelo corto peinado hacia adelante; más bien bajo o bastante bajo; para pasar de los ochenta años se le ve airoso. El vecino que trabajaba en el rincón ha levantado la mirada y pega un pequeño respingo, también lo ha reconocido. Pausados, mujer y hombre, asistente y Mr Starr, desfilan hacia la puerta de servicio y desaparecen sin decir palabra.
    Ringo es el mayor de los Beatles, de los cuatro que fueron y de los dos que quedan. Llamarle Ringo me parece un poco faltarle al respeto. Mr Starr tampoco me convence; sería algo así como llamarle el Sr Estrrella en español, un nombre artístico que vale para aparecer en un escenario tocando el tambor —es broma— pero no para la vida civil. Además a estas alturas debe de estar hasta el gorro del pseudónimo.
    Lo correcto sería llamarle Mister Starkey, su verdadero apellido. Que recurriera a un alias ya previene un poco o sugiere que su talento requería un refuerzo, que siendo brillante no lo era tanto como los otros tres Beatles que no han necesitado de más escudo ante el mundo que sus nombres y apellidos de cuna. Richard Starkey no tiene nada de malo, supongo; tal vez el apellido suene poco british, suene algo ruso, como Gorki, o polaco, como Kowalski; no sé.