sábado, 26 de febrero de 2022

Experimento

    Dos minutos en la oscuridad. Vale, cierro los ojos. No es mucho pedir, dos minutos, el tiempo recomendado para limpiarse los dientes. Hablamos de una oscuridad total, lo que ve o no ve un ciego. Pero no es suficiente, me parece, habría que añadir silencio, ausencia también absoluta de sonidos, lo que no ve y no oye un sordociego.
    Me estoy desviando del experimento. Experimento o experiencia. Todo experimento es también una experiencia, y toda experiencia se puede considerar un experimento. El ojo tiene memoria y mi oscuridad es azulada al principio. Luego se vuelve negra, pero no del todo sino de un negro impuro, con manchas, porque el sistema visual (la pupila, la retina, el nervio óptico) no es perfecto. El silencio tampoco puede ser absoluto, a ese silencio antinatural solo es posible acercarse en una cámara anecoica. Verlaine, el poeta, fue una vez a Holanda a dar unas conferencias y en la maleta solo llevaba un diccionario. Lo consulto; anecoico, que no tiene eco.
    La oscuridad, ¡céntrate! No me centro, prefiero la digresión. Ese “céntrate”, segunda persona del singular, me lo he dicho a mí mismo, y yo soy mi muy querida primera persona. ¿Por qué no tiene primera persona del singular el imperativo? Ahí veo un nicho de mercado gramatical, porque de vez en cuando viene bien darse órdenes o exhortarse a uno mismo. En vez de “céntrate” propongo la forma ¡céntreme! El imperativo se apoya en el subjuntivo, quién lo diría, y lo bueno del subjuntivo es que se puede utilizar sin saber muy bien qué es. Dos minutos sumidos en la oscuridad y el silencio dan para pensar cualquier cosa; por ejemplo, que la mejora continua se puede aplicar también a la gramática.

miércoles, 23 de febrero de 2022

Sí, pero no

    Axioma: Una frase suelta, una cita, está por definición fuera de contexto. Las declaraciones las carga el diablo y las frases sueltas son como las balas perdidas, impredecibles. Nadie está a salvo de que le alcance una. Las citas ruedan Historia abajo perdiendo coherencia, magullándose, deslavazándose en las traducciones. Es mi impresión que las frases más celebradas de los grandes personajes históricos tienen todas algo en común: nunca fueron pronunciadas.
    O no exactamente. Sócrates nunca dijo “sólo sé que no sé nada”. Lo que sabemos de Sócrates es lo que contaron sus discípulos y la idea que dio origen a la frase redonda era algo así como que sabemos poco y de ese poco tampoco podemos estar seguros (que no es exactamente lo mismo). Tampoco Maquiavelo dijo, ni escribió, que “el fin justifica los medios”, no con esas palabras; aunque la frase pueda representar bien sus ideas.
    Cuanto más atrás en el tiempo se encuentre el origen de una frase, más probable será que lo que nos ha llegado sea una adaptación y no lo que estrictamente salió de la boca del personaje (si es que salió en absoluto). Empezando porque casi siempre lo dijo en otro idioma. Nos gustan las frases redondas y desde luego citar una bien lograda y el nombre de su (presunto) autor es tranquilizador, reconforta; pero esas frases, tan brillantes, son más bien un producto colectivo. Alguien apuntó algo y luego entre todos, entre varios, lo fueron puliendo hasta encontrar una formulación feliz. Una vez fijada la frase ya puede viajar a través del tiempo y atravesarlo limpiamente sin afectar a ningún órgano vital.
    Además hay una cuestión previa; aún en el caso, inusual, de que el personaje histórico dijera letra por letra la tal frase no por eso se merece todo el crédito por lo que dijo. Nadie lo merece (yo el que menos). Sócrates y Maquiavelo tuvieron familia, modelos en los que mirarse, lecturas, tutores, amigos, y su influjo fue fundamental en la gestación de sus ideas, fueran estas grandes como las de Sócrates o inquietantes como las de Maquiavelo.

domingo, 20 de febrero de 2022

Sincericidio

    Como suele pasar solo era consciente vagamente de haber oído alguna vez esa palabra y ahora en veinte minutos la he leído dos veces. Oír o leer, las dos maneras que tenemos de relacionarnos a través del lenguaje. No sé si te pasará, en mi caso no acabo de asimilar una palabra mientras no la vea escrita.
    "Sincericidio" es un invento o creación que, por asociación de ideas con "suicidio", significa convertirse en un apestado socialmente por decir la verdad desnuda. Como cuando le dices a la anfitriona que está muy gorda; que no se lo dices, claro. El ejemplo está mal puesto. Lo que se dice en un sincericidio en su forma más auténtica debe ser algo referente a uno mismo, algo que en circunstancias habituales calificaríamos como inconfesable. Un sincericidio solo se puede cometer. Bueno, o perpetrar o llevar a cabo; siempre con connotaciones negativas: -cidio es matar y matar está mal (a ver si nos enteramos de una vez).
    Queda claro que es una broma, una ocurrencia. No sé si acabará entrando en el diccionario o se olvidará con el tiempo. Hay una situación vital parecida que se ha dado siempre. Es la del anciano que poco a poco se va desinhibiendo y acaba soltando todo lo que se le pasa por la cabeza. “No tiene filtro” decimos entonces.
    No tengo alma de sincericida, me falta intensidad, supongo. No voy a hablar de mí mismo en términos que me dejen mal parado. Tengo mis defectos y a algunos les he cogido cariño, aún así no los voy a declarar. Si acaso confesaré alguna debilidad que me haga parecer más humano.

jueves, 17 de febrero de 2022

Carta de amor desde el edificio incendiado

    Querida Hermione.
    “Querida” no es suficiente, beloved Hermione, Hermione maitia. Siempre es más tarde de lo que pensamos, y ahora además el edificio está en llamas. No es una metáfora. Te escribo o te hablo o te pienso; porque eres tú, no se cómo decirlo, el amor de mi vida. Es una expresión coja, sí, qué sé yo del amor y qué sé yo de la vida. Pero este es un mensaje urgente que solo puede avanzar, salga lo que salga.
    Cómo explicar un sentimiento. Aunque una vez lo intentamos, los dos, recuerda cuando leímos y comentamos las cartas de amor de la monja portuguesa. Ahora te escribo esta mía, que brota del torbellino de imágenes que tengo en la cabeza. Tus manos, Hermione, las manos translúcidas y delicadas que siempre he cogido con miedo a lastimar. Tus ojos, los ojos grandes de manga japonés que miro de cerca sin mis gafas de miope. Tú, sentada en una terraza, y tu pequeño estallido de dicha cuando llego por la acera haciendo el avión. Esa especie de gorjeo con el que me saludas al teléfono. Tu cajita de los tesoros: un llavero, un CD de canciones, billetes de tren, cartas manuscritas; cosas pequeñas que solo significan algo para ti y para mí.
    Gracias Hermione por tu cariño, por tu inteligencia emocional. Ah, me has dado siempre mil vueltas en eso. Perdóname por haber sido a veces un bruto con piel de elefante. Me has otorgado, gentil, la facultad de no dejar de sorprenderte. Has querido ser la que más daba. Me has hecho sentir el rey del universo. Escucha el ritmo de la lluvia. Te quiero; si dejo de ser que mi último aliento sea tu nombre, Hermione.

lunes, 14 de febrero de 2022

"Impregnable"

    Stephen Crane murió de tuberculosis y otras complicaciones a los treinta años. La lista de escritores muertos de/por tuberculosis es apabullante: Chéjov, Stevenson, Keats, Mansfield, las hermanas Bronte (y el hermano también), Kafka, Becquer, Orwell y muchos más. Claro que lo más seguro es que también hayan muerto de lo mismo bastantes panaderos o abogados.
    Paul Auster (sigue bien de salud, que se sepa) ha escrito un libro reivindicando a Crane. Recoge una frase que este le dijo a su mujer Cora poco antes de morir: “Me voy de aquí apaciblemente, buscando hacer el bien, firme, resuelto, invulnerable”. Deduzco que fue la misma Cora la que lo dejó escrito (empezó una biografía que no se llegó a publicar) y también que no fueron las últimas palabras de Crane (algo más diría). Tampoco creo que tenga especial importancia lo último que dijo un escritor, pero como somos así nos gusta saberlo.
    Como última palabra “invulnerable” está muy bien. Se referiría al espíritu, porque al cuerpo, exhausto, le faltaba poco para claudicar. Claro que él no pronunció esa palabra sino otra inglesa que a nuestros oídos parece lo que no es: impregnable (imprégnebol, my friend). La frase original es “I leave here gentle, seeking to do good, firm, resolute, impregnable”. No pretendo corregir al traductor, sus razones tendría, pero el significado oficial de impregnable es “inexpugnable” referido a una fortaleza o “invencible” cuando atañe a una persona; “invulnerable” e “invencible” no son sinónimos, una o varias heridas son compatibles con la victoria. Propongo esta traducción: “Me voy de aquí tranquilo, buscando hacer el bien, firme, resuelto, invencible”. Stephen Crane, “el chico ardiente”, pudo sentirse vulnerable (de hecho se estaba muriendo) y, a pesar de todo, invencible.

viernes, 11 de febrero de 2022

Inmarcesible

    Cara, rostro, semblante, fisonomía, si hay tantas palabras para referirse a esa parte de nuestro cuerpo es porque debe ser la más importante. La más expresiva, quiero decir. Cuando empezó la televisión en color lo más difícil fue reproducir el tono de la cara, ya que es el color hacia el que nuestros ojos muestran mayor sensibilidad. Al ojo le da igual que un jersey sea más o menos azul pero se horroriza ante una desviación mínima del tono real en la piel de una mejilla.
    Damos mucho importancia a los detalles de una cara, y la tienen. A veces se ve el futuro en un rostro. Eso pasa cuando sea por lo que sea, la luz, el gesto o el cansancio, de pronto vemos como será esa persona dentro de veinte años. Es inquietante. Otras veces vemos el pasado, cuando por motivos complementarios asoma la gracia adolescente del pasado.
    Una cosa que no acabo de comprender es por qué algunos rostros nos parecen bellos y otros no. En parte es por la tendencia estética del momento y también debe ser, sospecho, algo instintivo relacionado con la pervivencia de la especie. Pero en esa belleza que percibimos no todo es la armonía de los rasgos y la frescura de la juventud. Hay otro factor tal vez más importante que es la medida en la que la personalidad, la fuerza interior, las ganas de vivir, se reflejan en nuestra expresión. Ese factor tiene una gran ventaja, no se marchita con los años.

martes, 8 de febrero de 2022

Títulos raros

    De vez en cuando alguien a quien le dan un premio dice que cada mañana al levantarse se asombra de que su impostura no haya sido aún descubierta. A mí también me pasa, menos la parte del premio. Me pasan las otras dos cosas, que a veces me siento un impostor y que me asombro fácilmente. La capacidad de asombrarse es una virtud, un síntoma de que se mantiene la curiosidad; además actúa de antídoto contra el aburrimiento.
    Una de las fuentes permanentes e inagotables de extrañeza es la fascinación por las palabras y sus combinaciones. Me refiero aquí, de modo más específico, a los títulos de libros o películas que a fuerza de repetidos están incrustados en nuestro subconsciente y los aceptamos como lo más lógico y natural hasta que un día te paras a pensarlo y te parece que algo no concuerda.
    Pondré un par de ejemplos. Caperucita Roja. El original, o la primera versión impresa del cuento, es francés, Le Petit Chaperon Rouge, de Perrault. Alguien lo tradujo como Caperucita Roja. Podía haber optado por Capuchita o Capotita o, ya puestos, Capirotita Roja, pero eligió un diminutivo de caperuza, palabra que solo asocio a la cetrería, con ese resultado de “caperucita” que bien pensado se me antoja inverosímil. Será cosa mía.
    Otro ejemplo, una película, “Alguien voló sobre el nido del cuco”. Este título es desconcertante, como poco. Por algo en otros países la titularon “Atrapado sin salida” en vez de limitarse a esa traducción casi literal. Casi, porque en el original no dice “alguien” sino “uno”, “One Flew Over The Cuckoo’s Nest”. En inglés sí tiene sentido. Primero porque “cuckoo” significa también “loco”, y segundo porque la frase completa es parte de una rima infantil que habla de tres gansos, uno que voló al este (east), uno que voló al oeste (west) y uno que voló sobre el nido del cuco (the cuckoo’s nest). Desconociendo la rima y esa acepción inglesa de “cuco” como “chiflado” el título en español no tiene más sentido que un cierto aire poético (que no le niego).

sábado, 5 de febrero de 2022

La guerra de los inocentes

    De niños jugábamos a la guerra y a todo el mundo le parecía bien. No tendría más de seis o siete años cuando por no se qué desarrollo de los acontecimientos los chavales algo mayores se prepararon para dar la batalla a una expedición procedente de otro barrio. Uno de nuestros capitanes era mi primo F. Los jefes enemigos eran Pacho y un primo suyo que había venido a pasar unos días con él. A Pacho lo conocía porque sus padres tenían una taberna. Era una taberna de las de antes, un local oscuro en los bajos de una casa antigua donde se servía vino y poco más.
    Los mayores improvisaron escudos de cartón y espadas de madera. Los de mi edad asistíamos como simples observadores. Sentí algo de envidia por no participar y al mismo tiempo curiosidad por saber en qué acabaría todo, cómo se sabría quién era el ganador en una pelea incruenta como la que se preparaba. La inocencia de los contendientes era conmovedora, nadie pretendía hacer daño. El objetivo no era golpear al rival, sino chocar las espadas, los combatientes ponían todo su cuidado de que no se escapara ningún mal golpe.
    Tengo un recuerdo confuso del encuentro en sí. No debió dejar mal sabor de boca porque al cabo de unos días se organizó una expedición para devolver la visita. Pertrechados los mayores con el precario armamento y con los más pequeños de nuevo como extras sin frase fuimos todos al barrio de Pacho. Lo encontramos sentado en unas escaleras, cabizbajo y melancólico. No había nadie más a la vista. Nos informó como excusándose de que su primo ya no estaba, se había vuelto a su casa. Tras unos momentos de desconcierto la partida se disolvió con cierto aire general de desencanto.

jueves, 3 de febrero de 2022

Coleccionistas

    Una vez me tocó visitar la casa vacía de alguien que acababa de morir en un hospital. El piso era el reflejo de una cotidianidad. La nevera seguía funcionando; la abrí y apenas contenía cuatro cosas, un cartón de leche, un par de yogures, unos tomates. Aquel era el rastro que deja una vida interrumpida por sorpresa (sospecho que siempre es así). Ver la nevera casi vacía me pareció desolador.
    Hay quien al morir no deja nada, o lo mínimo, lo que de verdad le era imprescindible, y hay quien deja mucho, lo necesitara o no. Oigo de una coleccionista de arte que compraba un cuadro cada día. Eso debe ser un trastorno de tipo compulsivo. David Bowie acumuló a lo largo de su vida una colección de unas 400 piezas. Para hacer algo así te tiene que gustar y además tienes que tener el dinero. Carezco de ambos requisitos.
    Pensando en esto de contemplar un cuadro y sentir cierta satisfacción, cierto bienestar anímico, me he fijado en el papel pintado de la cafetería y me ha recordado al arte abstracto. Añadiendo algunos ojos en sitios estratégicos podría ser algo cercano a las señoritas de Avignon. Recortar un trozo y ponerlo en la sala me haría el mismo efecto que colgar un auténtico Picasso (un efecto positivo en cualquier caso).
    Supongo que Bowie, al que por otra parte admiro, disfrutaba con su colección; aunque me parece complicado que pudiera dedicar un mínimo tiempo a la contemplación de cada obra. ¿Qué pasa cuando muere un coleccionista? Lo más habitual creo que es lo que pasó en el caso de Bowie: se vende todo (o casi todo) en una subasta. Pura entropía, lo que se ha juntado durante años con mucha dedicación y empeño se desparrama de nuevo por todos los rincones del planeta. Es un ejemplo muy ilustrativo de lo que pasa con lo que dejamos atrás al morir: nada, polvo de estrellas si nos ponemos poéticos.