jueves, 3 de febrero de 2022

Coleccionistas

    Una vez me tocó visitar la casa vacía de alguien que acababa de morir en un hospital. El piso era el reflejo de una cotidianidad. La nevera seguía funcionando; la abrí y apenas contenía cuatro cosas, un cartón de leche, un par de yogures, unos tomates. Aquel era el rastro que deja una vida interrumpida por sorpresa (sospecho que siempre es así). Ver la nevera casi vacía me pareció desolador.
    Hay quien al morir no deja nada, o lo mínimo, lo que de verdad le era imprescindible, y hay quien deja mucho, lo necesitara o no. Oigo de una coleccionista de arte que compraba un cuadro cada día. Eso debe ser un trastorno de tipo compulsivo. David Bowie acumuló a lo largo de su vida una colección de unas 400 piezas. Para hacer algo así te tiene que gustar y además tienes que tener el dinero. Carezco de ambos requisitos.
    Pensando en esto de contemplar un cuadro y sentir cierta satisfacción, cierto bienestar anímico, me he fijado en el papel pintado de la cafetería y me ha recordado al arte abstracto. Añadiendo algunos ojos en sitios estratégicos podría ser algo cercano a las señoritas de Avignon. Recortar un trozo y ponerlo en la sala me haría el mismo efecto que colgar un auténtico Picasso (un efecto positivo en cualquier caso).
    Supongo que Bowie, al que por otra parte admiro, disfrutaba con su colección; aunque me parece complicado que pudiera dedicar un mínimo tiempo a la contemplación de cada obra. ¿Qué pasa cuando muere un coleccionista? Lo más habitual creo que es lo que pasó en el caso de Bowie: se vende todo (o casi todo) en una subasta. Pura entropía, lo que se ha juntado durante años con mucha dedicación y empeño se desparrama de nuevo por todos los rincones del planeta. Es un ejemplo muy ilustrativo de lo que pasa con lo que dejamos atrás al morir: nada, polvo de estrellas si nos ponemos poéticos.

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