domingo, 31 de julio de 2022

Batticuore

    Qué tontería; pero todo depende del punto de vista, de la mirada. La memoria es fragmentaria y muchas veces instantánea. Recordamos fragmentos o simples instantes. También es inopinada. Me ha venido esto a la cabeza, como un fogonazo, y me ha parecido un poema.
    Choco con un tren
    late, late mi corazón

    Les veo sentido además de sonoridad y ritmo a las dos líneas. El inicio, choco con, tres oes y doble sonido ca. Fíjate, choco con, además del significado literal de encuentro o topetazo es el traqueteo que ya anuncia lo que viene a continuación que es, efectivamente, un tren. Choco con un tren, voy de frente por la vida y, claro, choco; choco con algo poderoso pero aún así salgo indemne, el mundo es de los valientes, porque lo que debería acabar en tragedia, el tren me pasaría por encima, no acaba y —sigue el segundo verso— late, late mi corazón, he salido ileso, solo siento emoción, estoy vivo, late mi corazón. No solo late sino que late y late, repetición poética, y el final, donde hay algo de reiteración porque qué iba a latir sino el corazón; el corazón que late porque estoy vivo, vivo de verdad después de chocar con un tren, con lo que me parecía un tren pero tal vez no lo era después de todo.
    Y bueno, sí, también chocolate.

jueves, 28 de julio de 2022

De película

    Me gusta la escritura que es como una carga del Séptimo de Caballería. Hay una escena en “Murieron con las botas puestas” (qué título, me fascinó durante toda mi infancia) en la que Errol Flynn dirige hasta tres cargas sucesivas, que no son contra los indios sino contra “caballeros del sur” en la Guerra de Secesión. El regimiento forma en línea en lo alto de una colina. Flynn, Custer en la película, cabalga hasta su puesto y da la orden, ¡regimiento!, ¡al paso!, los caballos avanzan, ¡al trote!, la línea oscila en movimiento, ¡al galope!, retumban los cascos, ¡a la carga!, la cámara muestra a Errol en primer plano, blandiendo la espada mientras a un lado cabalga el soldado con la bandera y al otro el corneta que no deja de tocar, tararí tarí tarí tarí.
    Lo raro de esta escena es que el director de la película no fue John Ford sino Raoul Walsh en una de las nueve sinfonías que dirigió, según la expresión de José Luis Garci. Lo digo porque no hay película de John Ford sin patrullas a caballo por el desierto y emocionantes cabalgadas. Incluso en “7 mujeres”, que transcurre en una misión cristiana en China, los créditos del principio van sobre planos de bandidos chinos al galope. En esa misma película hay un gran momento que no me resisto a contar. Anne Bancroft encarna a una doctora Cartwright que llega a la misión. Ante las reticencias que provoca el hecho de que el esperado doctor no sea varón y mientras ella se aleja dando la espalda a la cámara alguien dice: “la doctora Cartwright puede ejercer la medicina tan bien como cualquier hombre”; entonces ella vuelve la cabeza y remata, “o mejor”.

lunes, 25 de julio de 2022

Antes, ahora y después

    El paso del tiempo, decíamos ayer (en este caso “ayer” es el día antes de anteayer que según el diccionario es trasanteayer). El paso del tiempo es el gran tema de la literatura, o uno de los dos grandes temas como dijo alguien cuyo nombre no recuerdo (y tampoco recuerdo cual era el otro tema). Así es la vida, un ser humano nace, el tiempo pasa y ese mismo ser humano muere. Lo que viene a continuación tiene un nombre: posteridad. Por simple lógica, por pura simetría, todo lo que sucedió antes del nacimiento también lo debería tener: anteridad, supongo.
    Cada vida tiene su anteridad y su posteridad. Ambas son únicas e intransferibles. La anteridad, que me apunten la palabra, no dijo gran cosa de nosotros ya que no existíamos. Aún así es muy probable que fuéramos esperados y deseados, que nos amaran antes de haber hecho nada para merecerlo.
    La anteridad no suele preocuparnos más allá de la curiosidad por conocer nuestros antecedentes. Por el contrario la posteridad puede llegar a obsesionar, algo sorprendente ya que nadie estará allí para ver la suya. Uno imagina, en mayor o menor medida, dependiendo del ego, que la posteridad nos recordará, que el grado de humanidad que hayamos alcanzado en vida dejará huella (en confidencia te lo digo, nos recordarán unos pocos y durante un tiempo tirando a breve, no digo más).
    La razón de ese deseo es, me parece, que la necesidad básica del ser humano es ser querido, y serlo también más allá de la muerte. El cariño, o llámalo amor, es lo único que sostiene nuestras vidas. Lo repito en cursiva, el cariño de los demás es lo único que sostiene nuestras vidas. Dicho de una forma más prosaica, somos animales sociales. Haber sido queridos antes incluso de nacer, ser queridos mientras vivamos y saber que nos querrán cuando ya no estemos es nuestro consuelo, lo necesitamos tanto.

viernes, 22 de julio de 2022

El gato ̶c̶h̶i̶n̶o̶ ̶ japonés

    No le suelo hacer mucho caso. Me refiero a la figura del gato chino que mueve un brazo (una pata) y me vigila desde la estantería. No sé cual es su procedencia, cómo ha llegado hasta ahí. Alguien se lo debió regalar a mi hija. No tiene ningún valor material siendo como es el típico souvenir barato que venden en cualquier bazar chino.
    Ya he escrito dos veces “chino” pero lo he mirado y el origen de la figura es japonés, así se escribe la historia. Gato chino o japonés lo importante es que cace ratones, diría alguno. Este no caza, saluda con la pata delantera izquierda. En su origen la escultura en porcelana de un gato a la puerta de cualquier comercio en Japón era un reclamo para animar a los posibles clientes. La pata móvil es una mejora que introdujo un genio anónimo cuando reprodujeron el gato en plástico hasta el infinito. El éxito de la innovación ha sido extraordinario, me parece.
    Mientras escribo lo tengo ligeramente detrás, a la derecha arriba en la estantería. Aunque pasan días, semanas o incluso meses sin acordarme de él (digo él pero no tiene género) hay veces que algo me hace girar la cabeza para mirarlo y siempre me sorprende ver la pata en movimiento. La razón me dice que ese oscilar, sea pausado o enérgico, depende del aire, de las corrientes que se generen por azar (la puerta o la ventana entreabierta, mis propios movimientos). Sin embargo no puedo evitar sentir cierta inquietud. El gato deja de ser una pequeña figura dorada con las orejas rojas y una especie de babero verde (un objeto decididamente kitsch) para convertirse en una forma extraña de vida, en un hábil simulador de móvil perpetuo, en un mensajero mudo, admonitorio y sereno que me induce a pensar y a seguir tecleando al ritmo de ese gesto reiterado con el que puntúa a su antojo el paso del tiempo.

martes, 19 de julio de 2022

Disfunción

    Supongo que ya lo sabía pero ahora se lo leo a Julian Barnes y me parece una revelación. Aunque nos parezca que las innovaciones tecnológicas no pueden ser otra cosa que positivas y beneficiosas para la humanidad la realidad es que no llegan acompañadas de un avance proporcional en lo moral. Lo uno no tiene nada que ver con lo otro. Nos cuenta Barnes que Flaubert y Ruskin (me suena Ruskin, era inglés) ya lo señalaban refiriéndose al ferrocarril, viniendo a decir que gracias a ese adelanto la gente pudo desplazarse lejos de su entorno habitual y seguir comportándose con su prójimo del mismo modo estúpido.
    Este desequilibrio entre ciencias y humanidades se ha multiplicado por mil en el caso de Internet. El invento es buenísimo, es obvio, pero pasa como cuando un tonto se apodera del micrófono en una boda; sigue diciendo, ahora para toda la concurrencia, las mismas bobadas que antes solo oían los compañeros de mesa (o incluso, envalentonado, las suelta más gordas). La solución para asegurar el buen uso ético o moral de los avances técnicos es de sobra conocida pero al parecer de difícil puesta en práctica: más y mejor educación en la escuela y en casa.

sábado, 16 de julio de 2022

Las culpas

    Soy ateo, gracias a Dios”, decía Buñuel. Más fino, y mucho antes, lo dejó escrito Linchtenberg: “Doy gracias a Dios mil veces por permitirme ser ateo”. No lo digo porque yo lo sea, ateo, (no sé lo que soy) sino como ejemplo de lo que nos ha marcado la Iglesia y de lo que nos sigue marcando a pesar de lo mucho que ha bajado en los últimos cincuenta años. Medio siglo no es nada para una institución que tiene veinte de antigüedad pero el caso es que la Iglesia está flojeando, al menos por aquí.
    Nos tenía bien agarrados, nos tenía a raya con la culpa. O nos tiene. Los muy astutos Padres de la Iglesia cavilaron a lo largo de los años (de los siglos) que no hay nada tan versátil como el pecado. Un pecado es factible de ser cometido, dice la doctrina, de pensamiento, palabra, obra u omisión. Imposible escaparse. No hace falta hacer nada malo para pecar, basta con decirlo o, si te callas prudentemente, basta con pensarlo o, incluso sin pensarlo, vale con no hacer nada. No hay neutralidad posible, para no pecar hay que ir a por todas. Todo lo que no sea hacer el bien cae en alguna de las categorías del mal. Se distrae uno un momento y ya ha pecado.
    Al cristiano el pecado se le da por supuesto, no le queda otro remedio que reconocer su culpa y confesarlo. “Confiteor”, yo confieso, se decía en la misa en latín. Somos pecadores por defecto; luego, una vez bautizados, la Iglesia solo admite dos alternativas, santo o pecador; y santo, entre los vivos, no reconoce a ninguno. Así que confiteor, yo confieso; soy pecador, como todos, porque la Iglesia no anda descaminada y pecar, pecamos. Un ser humano perfecto tendría el mismo perfil que un santo cristiano y las mismas posibilidades de haber existido. Todos somos imperfectos siempre. Culpables, o inocentes, solo a ratos.

miércoles, 13 de julio de 2022

La fe vendrá

    He aquí otra cita cogida por los pelos, una cita que me ha parecido que me interpelaba y que me apresuro a hacer mía. Explicación sobre hacer mía: es un ejemplo más de la contradicción intrínseca a la naturaleza humana, como no hay nada que sea de uno de modo exclusivo se nos ha concedido la gracia de que todo lo que vamos conociendo se convierta también en nuestro. La cita es de Peter Singer, filósofo australiano de padres austriacos (y judíos), y dice así: quien no tiene fe puede comportarse como si creyera; la fe vendrá después.
    Me he sentido aludido porque me parece que llevo tiempo aplicando ese principio a mi vida; ese principio que aconseja creer en algo, en la bondad de la gente o en el sentido de la vida. Sí, eso es, creer que la vida tiene un sentido, que la vida no es un absurdo que no va a ninguna parte, que no nacemos, vivimos y morimos sin pena ni gloria. Porque eso, lo contrario, que sí que nacemos, vivimos y morimos sin pena ni gloria, es precisamente lo que piensa mi mente racional (racional dentro de lo que cabe, que no cabe mucho). Mi mente que, tras meditarlo a ratos perdidos, ha decidido creer, ir creyendo, porque ser un descreído es un desastre y es deprimente y para cuatro días que vamos a estar aquí (dos de lluvia, bendita sea) mi calidad de vida mejora de modo sustancial si me comporto como si creyera. Puede que a la larga se cumpla el pronóstico de Singer y llegué un día a creer de verdad pero si al final la fe no viene pues que más da, lo que cuenta es el trámite, el mientras tanto, este existir que es todo lo que tenemos y en el que creo sin reservas.

domingo, 10 de julio de 2022

Apilar esferas

    Hay noticias, lo he dicho otras veces, que me alegran el día. En medio de tanta desdicha se agradece. Esta de hoy se refiere al premio que le han dado a una investigadora ucraniana por haber resuelto un problema matemático. Que sea ucraniana no importaría si no fuera por el contraste con la situación actual de su país.
    El problema resuelto ha sido, y lo diré mal, demostrar cuál es la mejor manera de almacenar esferas de igual tamaño ocupando el menor espacio posible en supuestos entornos de ocho y veinticuatro dimensiones. La primera reacción es reírse y exclamar como Chiquito, ¿comorl? Una esfera en dos dimensiones es un círculo, un disco CD; una esfera en tres dimensiones es… una esfera de toda la vida, una pelota, una canica; a partir de ahí suma dimensiones y párate en ocho y luego, extra ball, en veinticuatro.
    No intentes entenderlo, yo no lo haría, por las migrañas. Esta mujer lo ha pensado y lo ha plasmado en ristras de fórmulas, supongo, y lo ha hecho, según dicen, de modo brillante. Además, y me regocija y sorprende, resulta que este logro de colocar esferas achicando espacios en esos mundos teóricos de ocho y, quién da más, veinticuatro dimensiones tiene muchas aplicaciones prácticas. No dan ejemplos.
    Bueno, fenomenal, enhorabuena, gracias por alegrarnos el día. Por otra parte me debería deprimir, y me deprimo un poco, ante ese alarde de sabiduría tan fuera de mi alcance que me hace sentir tan pequeño; pero, me digo, lo que cavila una mente humana nos engrandece a todos, a la especie; ¿no somos extraordinarios? La especie humana, tantas veces capaz de lo peor y, de vez en cuando, también, menos mal, de lo mejor.

jueves, 7 de julio de 2022

Las guerras de mis antepasados

    Lo pienso y me asombro de lo poco que sé de las vidas de mis antecesores. Más allá de mis padres y abuelos apenas sé nada. De estos algo conozco aunque me temo que incluso ese exiguo saber no es muy de fiar por nuestra tendencia a tergiversar los recuerdos. Si bien mi padre no era de los que cuentan batallitas sí le oí a lo largo de los años algunas anécdotas. Un eje en torno al que giraban a veces era, como parece lo más natural, la guerra civil, la guerra del 36. Cuando estalló mi abuelo era demasiado mayor para ir al frente y mi padre demasiado joven. Mi abuelo había ido a otra anterior, a la guerra de África. Lo llevaron, quiero decir. Una cosa que deduzco de este hecho es que la familia (mi familia sin mí) era más bien pobre; los ricos se libraban pagando. Sobre esa guerra solo en una ocasión le oí decir algo a mi abuelo. Era Navidad y al sentarnos a la mesa hizo este comentario desolador: en las Navidades que pasé de soldado en África en el campamento había muchachas marroquíes que se vendían por un mendrugo de pan.
    En la del 36, aún sin haber vestido ningún uniforme los sublevados mandaron a mi abuelo a la cárcel. Estuvo tres años encerrado, que se dice pronto. Su mujer, mi abuela, y sus dos hijos, mi tío y mi padre, las pasaron canutas. Mi abuelo estuvo en el penal de El Puerto de Santa María donde no lo pasó mejor. Eso sí, como tocaba el clarinete formó parte de la banda de música. Por aquella época mi padre, que tendría unos catorce o quince años, estuvo de recadero en una oficina. Un día yendo a entregar o a recoger algo le preguntó por la dirección a uno que pasaba, pero al preguntar dio el nombre que tenía la calle antes de la guerra, el nombre republicano, diríamos. El transeúnte, que debía de ser del bando de los vencedores, le contestó desabrido: Que te lo diga tu padre. Mi padre remataba la historia comentando: le tenía que haber dicho que no me lo podía decir porque estaba en la cárcel.

lunes, 4 de julio de 2022

Extraños conocidos

    “Nadie conoce a nadie” es una novela de Juan Bonilla que también fue película. El título me parece bueno y me extraña que lo hayan cambiado a “Nadie contra nadie” en la nueva versión del libro que salió el año pasado. Este nuevo título no me dice nada, el otro es una verdad universal. O casi, cuando incluimos en una frase las expresiones “todos siempre” o “nunca nadie” se sobreentiende que habrá excepciones, “siempre”, “todo”, “nunca” y “nadie” no se han de interpretar como términos absolutos y excluyentes. Alguien conocerá a alguien, podría ser; pero lo normal, me parece, es que nadie conozca a nadie y eso incluye los binomios marido-mujer, madre-hija, abuelo-nieto, mejores amigas, amigos del alma, etcétera.
    Se me ocurren otro par de frases para completar el cuadro sociológico. Una, recurrente, “en el fondo todos estamos solos”, y esta otra que le he leído a Jose Luis Garci, “lo normal es descubrir el verdadero amor cuando ya se nos ha escurrido de entre las manos”, o dicho de otra forma, “la vida siempre es el recuerdo de un amor frustrado” (y probablemente idealizado).
    El panorama dibujado hasta aquí es desde luego bastante deprimente. Hay otra forma de verlo, como en todo. Nadie conoce a nadie pero de alguna manera todos nos conocemos. Nos conocemos por una sencilla razón, porque casi nadie es tan diferente o especial, porque todos somos más o menos parecidos y en general cojeamos del mismo pie, mal que nos pese. Por eso nos conocemos en diversos grados sin llegar nunca a un conocimiento total. El cien por cien es inalcanzable, como la perfección.

viernes, 1 de julio de 2022

Historia de D.

    Cuando D. entró en la empresa se me hizo vagamente conocido. Me dijo que había trabajado de técnico de video y televisión. Miré en el cajón de los recibos y encontré uno con su nombre y su firma. Hacía unos diez años había estado en nuestra casa para reparar el televisor Zenith que teníamos entonces.
    En el trabajo D. era un compañero vital, siempre dispuesto, parlanchín. Una vez volvíamos a casa compartiendo coche, el mío, en medio de un aguacero. Era de noche, no veía casi nada. Nos cruzamos con un coche patrulla que dio la vuelta y nos paró. Se me había olvidado que llevaba las luces largas y me pusieron la multa correspondiente. D. no quedó conforme y salió del coche para intentar convencer a los agentes de las circunstancias exculpatorias o al menos atenuantes. No tuvo éxito y tuve que pagar la multa. El apellido del policía que la firmaba era Cancela. Me pareció peculiar y pensaba en él como “el oficial Cancela” porque me acordaba del oficial Matute de los dibujos de Don Gato.
    Tiempo después D. enfermó de leucemia. Durante cinco años padeció la enfermedad y peleó con la administración para que la sanidad pública le subvencionara el mejor tratamiento posible. Consiguió el traslado correspondiente para un trasplante de médula en un buen hospital. La evolución en cuanto a la leucemia fue buena pero, según me enteré después, contrajo una infección con alguna de esas bacterias de quirófano y acabó muriendo. Su recuerdo sigue conmigo.