sábado, 16 de julio de 2022

Las culpas

    Soy ateo, gracias a Dios”, decía Buñuel. Más fino, y mucho antes, lo dejó escrito Linchtenberg: “Doy gracias a Dios mil veces por permitirme ser ateo”. No lo digo porque yo lo sea, ateo, (no sé lo que soy) sino como ejemplo de lo que nos ha marcado la Iglesia y de lo que nos sigue marcando a pesar de lo mucho que ha bajado en los últimos cincuenta años. Medio siglo no es nada para una institución que tiene veinte de antigüedad pero el caso es que la Iglesia está flojeando, al menos por aquí.
    Nos tenía bien agarrados, nos tenía a raya con la culpa. O nos tiene. Los muy astutos Padres de la Iglesia cavilaron a lo largo de los años (de los siglos) que no hay nada tan versátil como el pecado. Un pecado es factible de ser cometido, dice la doctrina, de pensamiento, palabra, obra u omisión. Imposible escaparse. No hace falta hacer nada malo para pecar, basta con decirlo o, si te callas prudentemente, basta con pensarlo o, incluso sin pensarlo, vale con no hacer nada. No hay neutralidad posible, para no pecar hay que ir a por todas. Todo lo que no sea hacer el bien cae en alguna de las categorías del mal. Se distrae uno un momento y ya ha pecado.
    Al cristiano el pecado se le da por supuesto, no le queda otro remedio que reconocer su culpa y confesarlo. “Confiteor”, yo confieso, se decía en la misa en latín. Somos pecadores por defecto; luego, una vez bautizados, la Iglesia solo admite dos alternativas, santo o pecador; y santo, entre los vivos, no reconoce a ninguno. Así que confiteor, yo confieso; soy pecador, como todos, porque la Iglesia no anda descaminada y pecar, pecamos. Un ser humano perfecto tendría el mismo perfil que un santo cristiano y las mismas posibilidades de haber existido. Todos somos imperfectos siempre. Culpables, o inocentes, solo a ratos.

No hay comentarios: