martes, 29 de septiembre de 2020

Si yo fuera escritor

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces”..., y sigue así, sin dar tregua, durante 32 páginas. Tenía dieciocho años cuando este comienzo me deslumbró; es el cuento “Los cachorros”, de Vargas Llosa. Supongo que desde entonces hay un deseo latente en mi interior, un anhelo por escribir algo que provoque una reacción semejante. Si yo fuera escritor..., me viene la canción “If I were a rich man” (cambia rich man por writer). No lo soy, aunque me guste escribir. En todo caso, podría serlo igual que soy ciclista: no he corrido nunca el Tour de Francia, pero ando en bici; no he escrito Madame Bovary, pero tecleo palabras. Puestos a imaginar, voy a “imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué?”, ah, esto es de Julio Ramón Ribeyro, lo suscribo, menos lo de “arma para los impacientes” (qué querría decir con eso) y con la duda de la reflexión final, cómo y para qué, que hace que ese libro ideal quede como una quimera. Si yo fuera escritor (y ya, de paso, rico) quisiera reflejar el alma humana (qué menos), entretener, hablar de lo grande, y de lo pequeño, pero siempre en un tono desenfadado, con ironía y sin sarcasmo, riéndome de mí mismo el primero (sin que se note que no es en serio). Buscaría la claridad, las palabras justas y variadas (pero sin pasarse, no escribiría nunca “irrefragable”), huiría de altisonancias, de las oraciones enrevesadas e interminables, de aleccionamientos y de las palabras largas (touché). Me gusta que cada frase diga algo nuevo y que las ideas se sucedan con viveza, que lo escrito suene natural al leerlo en voz alta, con cierto ritmo, como esa voz en off de las películas. “Somos palabras en el aire en busca de sentido”, dice Rosa Montero. Nada más lógico que ordenarlas e intentar encontrarlo. Escribir es eso, sí, y es más cosas; es hablar sin que nadie te interrumpa, es pensar con los dedos, es querer ser mejor de lo que eres. Vamos, que escribir es bonito.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El blues de la polimerasa

Cazo al vuelo esta frase de la tele (un periodista en directo desde algún pueblo): ...además de los tradicionales pe-ce-erres... oh my god, los tradicionales, los míticos, los entrañables pe-ce-erres; y hace solo unos meses que se han hecho populares. Me entero (y me convierto en un patético enterao) que PCR son las siglas de polymerase chain reaction, y me da la impresión de que el nombre no está bien aplicado a una prueba para la detección del coronavirus (con perdón), ya que solo se refiere al primer paso, a la multiplicación (repetición en cadena) del ADN (que eso es el PCR) previa a lo que sea que se haga para decidir si estás contagiado o no. Este “lo que sea que se haga” me recuerda la estupefacción que me causó ver hace tiempo como se hacía alguna prueba de dopaje a ciclistas: había que deducir si el resultado era positivo o negativo observando unas manchas difusas obtenidas de lo que sea que se hiciera entonces. Por muy experto que fuera el ojo del técnico de laboratorio, aquello me pareció algo de lo más chapucero. Las pruebas pe-ce-erre son ya parte del folklore, del rico acervo popular, y no pueden faltar en ninguna no-fiesta. Me imagino como serán recordadas en unos años, qué digo años, en otros pocos meses: ¿te acuerdas de las pe-ce-erres?, jo, te metían un palito por la nariz hasta que te tocaba el cerebro.

lunes, 21 de septiembre de 2020

De la (mala) suerte

¿Que no existe la suerte?, ya, mira te voy a contar algo. Un caso en mi empresa, Luis y Miguel, a Luis lo conoces, vive aquí cerca, suele andar con dos perros, la mujer es una delgadita, sí, ese. Bueno, pues él y este otro, Miguel, estaban en el mismo departamento, con la misma categoría. Tenían edades parecidas, eran amigos, colegas. Todo normal, de vez en cuando quedaban a cenar con las mujeres. Lo único que Miguel no tenía hijos, y menos mal. Luis dos, ya sabes, dos niñas. Hace cosa de cinco años, cuando el traslado, van y a Luis lo hacen jefe, jefecillo, coordinador o algo. Tenían la misma antigüedad y méritos parecidos y uno va para arriba y el otro se queda de soldado raso, y ya con la impresión de que de ahí ya no se mueve. Miguel agarró un mosqueo del quince, no pudo asimilar que Luis ahora era su jefe, ya ni amigos ni leches. Miguel cumplía a regañadientes y a despotricar a espaldas del otro. Estaba amargado y, por lo visto, en casa insoportable, la mujer acabó dejándole. Solo en casa cuatro. Empezó a salir por la noche, una huida hacia adelante. En una discoteca conoció a una chica dominicana. Que fuera dominicana es lo de menos, eh, podía haber sido de cualquier sitio. Al principio todo muy bonito, alegre y cariñosa, qué maravilla. Ya pareja, le cuenta sus proyectos: que quería abrir un local de manicura, pero, claro, necesitaba algo de dinero. Miguel no tenía dos duros, con la pensión a su ex y eso, pero va y pide un préstamo, hipotecando el piso. Así que le ingresa el dinero, no sé cuanto, y justo entonces la dominicana le dice que su madre se ha puesto muy enferma y que tiene que ir verla. A Miguel se le debieron poner las orejas de punta, pero todo sea por el amor, va y le paga el avión, encima. Al cabo de un par de semanas la dominicana deja de contestarle las llamadas. A Miguel le entró una depre de caballo y tuvo que coger la baja. Poco después, casualidad, entro a tomar un café en un sitio, en el que no había estado nunca, y a quién me encuentro, a Miguel. En todos los años en la empresa nunca habíamos pasado del buenos días y del partido de ayer, pero me ve y me viene a saludar. No sabía que decirle, claro. Él no entró en detalles pero de repente se pone a llorar. Tierra trágame. Salí del paso como pude, que seguro que pronto estaría mejor y a ver cuando nos veíamos en el trabajo. Unos meses después me contó Rafa, el delegado sindical, que, además de la depresión, Miguel tenía una enfermedad ocular y que se estaba quedando ciego. Me dice: este ya no vuelve a trabajar. Ah, y que había perdido el piso y ahora vivía con la madre.

jueves, 17 de septiembre de 2020

El pretérito aflictivo (a J.)

Vuelvo del paseo matinal y veo el aviso en el móvil: 41 mensajes en tres chats. Antes de abrirlos ya he intuido la razón, J. ha muerto. J. es mi amigo; lo digo por última vez en presente, sabiendo que ya no es el tiempo verbal correcto. Llevaba una semana pendiente del teléfono, con J. en el hospital en situación terminal. Aunque sepas cual será el desenlace, la angustia es inevitable, piensas a todas horas: mi amigo J. se está muriendo (y yo también moriré un día). Por eso, sin quererlo, al suceder lo esperado, siento el golpe de la muerte y el alivio del fin de la espera. Ya no sufrirá más, ese sufrimiento se ha acabado, ahora empieza otro para los seres más cercanos. Este nuevo sufrimiento no tiene fin, en el mejor de los casos se irá solidificando con el transcurso del tiempo. Como amigo de muchos años también participo, en un segundo término. Una parte de este pesar es tener que empezar a referirme a J. en pasado: J. era mi amigo. Duele este uso correcto de la gramática, y me parece que debería haber una denominación específica, algo como pretérito impuesto o pretérito aflictivo, para distinguirlo del inocuo, intrascendente tiempo pasado nuestro de cada día.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Correrías

Los dos pillastres aparecen al fin con la cara tiznada. Pero, pero, ¿qué ha pasado? No, no es hollín. No ha habido fuego y no ha habido humo (bien, no hay que jugar con fuego, que no se os olvide). Es grasa de bicicleta, tal vez. Se habrá salido la cadena y los dos hermanos han hecho un intento de colocarla en su sitio. Y el intento, ¿ha sido con los morros? El mayor, más consciente, lo explica, algo apurado. En buena sintaxis castellana desgrana el episodio, dejando claro que ha sido fortuito, que no ha habido nada premeditado. Mientras, el pequeño, ajeno a cualquier sentimiento de culpa, se observa curioso la mano negra. En su cabeza procesa los datos y va atando cabos. Le queda la duda de qué es esa sustancia que mancha, cuál será la auténtica naturaleza de la grasa.