lunes, 29 de marzo de 2021

El gato

La pregunta es, ¿son compatibles los gatos y las ferreterías? Voy a la del barrio a que me dupliquen una llave. Sobre el mostrador está sentado un gato enorme de ojos amarillos. Eso no es un gato, eso es un cruce de gato y tigre. Tiene la piel sedosa del color del fuego, es un gato de las mil y una noches; o será un gato metafísico, el gato de Schrödinger; pero no, porque no cabría en la caja. Ya no estoy seguro de que esté ahí de verdad, tal vez sea un espíritu felino que solo vemos los clientes aprensivos. Aunque para hacer desaparecer a este gato habría que traer a David Copperfield. Por lo que abulta debe llevar puesto un abrigo de piel sobre la suya propia, lo mismo tiene entradas para la ópera. Le pregunto a la dependienta si el gato se deja tocar, y me contesta que es muy suyo. Alargo una mano tentativa y el gato me mira fíjamente y levanta una de sus zarpas, la derecha. Los dos somos diestros, colega, pienso; pero por si acaso retiro la mano y me aparto con disimulo. Mientras hacen la copia de la llave el gato-tigre se levanta y recorre el mostrador como si fuera una pasarela. Se pavonea, asombra la elegancia de sus movimientos. La cola oscilante en alto es el elemento clave. Si la perdiera este gato tendría que ir a rehabilitación para aprender a andar de nuevo. Pienso en gatos conocidos, el gato Fritz, Garfield, el gato Henry... Se detiene y se vuelve a sentar. Lo tengo a medio metro. ¿Cómo se llama?, pregunto, por rebajar la tensión. ¿El gato?, dice la chica, Calcetines. No le va nada, le digo, debería llamarse Shere Khan, como el tigre del Libro de la Selva. El gato se tumba, estira las patas y amaga un bostezo; simula ser un minino inofensivo. Hay gente que le tiene miedo, jaja, dice la chica.

viernes, 26 de marzo de 2021

Bien

La gran suerte de mi infancia es que detrás de casa había un cine. El cine Regio; y así me lo parecía, como el nombre, regio, fastuoso. Tenía un encargado que vivía allí mismo y que se llamaba Lorenzo. Se me hacía raro, porque había oído que al sol también le decían Lorenzo. Con ocho, nueve años íbamos al cine todos los domingos. Veía la película sentado en el borde del asiento y con los antebrazos apoyados en el respaldo de la butaca de la fila anterior, embelesado. No hubo ni una sola película que no me gustara. Al volver a casa, mi madre, invariablemente, me preguntaba, “¿qué tal la película?”; y yo, invariablemente, contestaba, “bien”. Así cada domingo. Era consciente de la parquedad de la respuesta, pero agradecía que mi madre no indagara más. Eso pienso cuando alguien lee en el taller; ¿qué me ha parecido?, pues me ha parecido bien, y, si estuviera presente, mi madre zanjaría, “pues ponte las zapatillas que vamos a cenar”. Pero no, hay que dar más explicaciones, y no es fácil. Por ejemplo, el soliloquio que leyó M. el otro día. Me identifiqué con él, pero en el momento no vi clara la explicación. Luego sí, me di cuenta de que algo de ese estilo es lo que me hubiera gustado escribir a los 25 años. Si no lo hice fue porque a esa edad no se me pasaba por la cabeza ponerme a escribir nada y, además, porque puede que entonces no hubiera sido capaz. Con “algo de ese estilo” me refiero a escribir sobre cómo se siente uno en ese momento de la vida, con tanto por delante, y además a contarlo de forma desenfadada, con gracia. No me parece poco. A propósito del comienzo, cuando cuenta que su cuñada, algo frustrada, le dice que sabe demasiado para jugar al trivial y por extensión para la vida (o algo así), me acordé de una cosa que cuenta Doris Lessing de cuando era joven en Zimbabue. Estaba leyendo un libro en el porche, y, al verla, su cuñada le dijo: “la vida es ya bastante dura para encima leer sobre ello”. Tiene su parte de razón; aunque a mí me parezca que es, más o menos, lo contrario.

martes, 23 de marzo de 2021

Sucedió en América

Es de noche y estás en tu casa, en el sofá viendo la tele. De pronto revientan la puerta y entran uno, dos, tres hombres enmascarados que te apuntan con sus armas. Te llevas un susto de muerte (esto habrá que cambiarlo), saltas del sofá, gritas y te proteges con los brazos. Entonces uno de los policías, porque son policías, aprieta el gatillo, uno, dos, tres disparos y te mata (y ya no te puedo tutear más). Hay una explicación, algo coja, incluso parapléjica; una explicación no para ti (creía que no pero te sigo tuteando), sino para nosotros; es la siguiente: el vecino ha llamado a la policía porque ha oído que alguien entraba en su casa. Que vengan rápido, al 16 de la calle del Árbol Seco (dirección supuesta). Y vienen, no muy rápido pero bastante; e irrumpen en una casa de la calle del Árbol Seco; pero no en el número 16, sino en el 15, justo al lado. Igual hay un letrero que dice 15/16, porque son dos casas adosadas; o se han equivocado sin más, por las prisas, por el afán de servir y proteger. Y entran por la fuerza, y la persona que encuentran (con las manos en la masa de la pizza, no tiene gracia), eres tú y estás muy agitada, y haces gestos (¿amenazantes?), y mejor tú que yo, piensan, y disparan; no a matar, no, pero no parabas de moverte y tú misma les hiciste errar el blanco. El jefe de policía lo siente de veras. Perdón por lo de errar el blanco, la víctima era una mujer y era negra; y estaba en su casa, viendo la tele (demasiada televisión, esto no viene a cuento, borrarlo). Un caso ciertamente desafortunado. Como medida preventiva al autor de los disparos se le han retirado la placa y la pistola. El procedimiento interno sigue su curso. La policía reitera su compromiso con la seguridad de todos los ciudadanos. El jefe de prensa confiesa, off the record, que se formó la tormenta, no sabe si perfecta, pero, a ver, ¿por qué no estaba iluminado el número 15?, ¿por qué la sospechosa se puso tan histérica?, ¿por qué era negra?

sábado, 20 de marzo de 2021

El Titanic

Yo fui capitán del Titanic, solo que este Titanic no era un barco, sino un tráiler, una unidad móvil de televisión; y no fue botado en Belfast, Irlanda del Norte, sino en Herencia, Ciudad Real. Eso sí, era la unidad móvil más grande de su clase; 16 metros de eslora y 25 toneladas de peso, con una potencia de fuego de 12 cámaras digitales. El nombre se lo puso Koldo, que había navegado como radiotelegrafista. “Se te va a hundir el Titanic, Javi” era la broma que me hacía cuando me veía trajinar en dique seco. Yo fui el capitán de ese Titanic, el responsable técnico, durante casi veinte años, hasta mi jubilación. Decía uno que jubilación viene de júbilo. Pues vale, sí, y claro que es más descansado no trabajar, pero jubilarse no es una buena noticia, es mejor ser más joven, me parece. Puede que tenga algo de parafilia, pero añoro el momento de darle al botón de puesta en marcha y ver despertar a la bestia, al Titanic, con sus lucecitas rojas, naranjas y verdes y el zumbido in crescendo de los equipos. Son conocidas las soledades del corredor de fondo y la del portero ante el penalti; por mi parte más de una vez sentí la soledad del ingeniero en la unidad móvil. Sin ánimo de dramatizar, en una producción si algo no funciona todo el mundo mira al ingeniero. Pero el mundo es imperfecto, y con el tiempo llegué a una conclusión tranquilizadora; yo no sabía gran cosa de los misterios que regían el funcionamiento de los aparatos mágicos de la UM, pero también era cierto que los que estaban a mi alrededor, en el riguroso directo, sabían aún menos. En cuanto a técnica yo era el hechicero de la tribu y podía esgrimir, como un conjuro, que la frecuencia de la subportadora de color era 4,43 megahercios; un conocimiento perfectamente inútil a día de hoy. No quiero idealizar el pasado, pero me gusta pensar que el Titanic, oficialmente la UM 5, era en realidad un juguete electrónico gigante que enchufado a la corriente y con toda la tripulación en sus puestos producía al final un programa de televisión; un partido de fútbol, un concierto. Cuidar ese juguete fue mi trabajo, aunque me cuesta llamarlo trabajo, en general fue divertido, fue una suerte; y me hizo sentir útil.

Epílogo: Y encima me pagaban. Una vez, tras una retransmisión, cerrando ya el portón trasero del Titanic, alguien comentó: “Ha salido todo perfecto”. Entonces, un viejo compañero, con alma de filósofo estoico, dijo: “Eh, no; perfecto no, déjalo en correcto; perfecto será cuando hayamos cobrado”.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Hablar con los muertos

Una costumbre que he adoptado con el paso de los años es la de hablar con los muertos. De alguna manera, es un diálogo, ya que estos te contestan en tu cabeza, o también, de forma más fiel, con lo que escribieron, si tenemos la suerte de que escribieran. De igual forma, escribiendo, hablamos nosotros con los que nos sobrevivirán; contigo, si me estás leyendo en tu ahora. Al principio, en el mundo no hay muertos, solo nociones nebulosas de que hubo antes otra gente que tú no has conocido. Mi primer recuerdo de la muerte es de cuando tenía cuatro años. En él me asomo a la puerta de casa, en un tercer piso, y oigo, primero, y luego veo a mi abuela subiendo las escaleras entre lamentos, dándonos la mala noticia de que un coche ha atropellado a su suegro, mi bisabuelo, el abuelito Pedro. Tengo otro que es del año siguiente, la imagen fugaz de un cortejo fúnebre, el duelo por la sentida muerte de un niño. Es una secuencia breve, casi un fotograma, de gente arremolinada en una pequeña cuesta que había junto a la escuela. Porque el niño también iba a mi escuela, aunque yo no lo conocía. No sabía la causa, solo que había muerto; y me daba cuenta de que yo también podía morir, no parecía que fuera a pasar, pero la nueva idea era inquietante. Han pasado los años y lo que cada vez me causa más asombro es estar vivo. La muerte ya no es algo lejano, algo que solo les pasaba a personas muy mayores o a perfectos desconocidos. Ha habido ya gente cercana que ha seguido la vieja costumbre humana de morirse, entre ellos algunos de mis seres más queridos. Yo también voy a morir, a veces ni sé qué hago vivo todavía; aunque prisa no tengo. Mientras espero, sin esperar nada, siento el vacío que dejaron mis muertos, hablo con ellos y espero atento su respuesta, que puede llegar en virtud de una situación, una fotografía, un recuerdo, una inocente alusión o las páginas de un libro.

domingo, 14 de marzo de 2021

Mejora personal

Un poema de Pessoa dice que el poeta es un fingidor y que llega a fingir el dolor que siente de verdad. Está también esto de Leopardi que cita Pla: todo lo real es una nada y por tanto la única sustancia del mundo está en las ilusiones. Realidad, ilusión, verdad, fingimiento; vaya lío, pero creo que estas ideas tienen algo que ver con un método de mejora personal que quiero proponer. Se trata de un método indirecto basado en la manipulación de síntomas y es aplicable a cualquier faceta de la personalidad. Lo explico con dos ejemplos. El primero, un día le pregunté a un conocido qué tal le había ido en un proceso de selección y me comentó que en el test psicológico le habían preguntado si se mordía las uñas. Inciso; no sé por qué a veces se dice comerse las uñas, nadie con dos dedos de frente se come/traga las uñas (y, por cierto, las uñas no tienen calcio). Otra cosa es morderlas, yo mismo lo hacía. Al oír aquel comentario decidí que a mí no me iban a pillar y dejé de hacerlo. Como decía, mejora personal mediante la manipulación de síntomas. En este caso el síntoma es morderse las uñas; síntoma de qué, no sé exactamente. Segundo ejemplo; la letra de cada uno, la grafía. Ante una letra escuchimizada, echada hacia atrás, sin puntos sobre las íes y con una rúbrica que encierra el nombre, el dictamen del grafólogo será: acomplejado, nula confianza en sí mismo, encerrado en su burbuja. Si, aplicando el método, modificamos los síntomas y las letras son grandes e inclinadas hacia adelante (o al menos derechas), los puntos sobre las íes contundentes y la firma con su rúbrica parece un cohete que sale decidido hacia el futuro, al grafólogo se le caen los pantalones. La eficacia del método está probada de forma empírica, aunque no sabría explicar el curioso mecanismo psicológico que lo hace posible. En la lucha por la vida todo vale; finjo, como el poeta de Pessoa, y a fuerza de fingir acabo fingiendo lo que ya no hace falta que finja.

jueves, 11 de marzo de 2021

Más Chéjov

La literatura es oxígeno para el cerebro, te aclara ideas que ya tenías y te sugiere otras que de por sí no se te ocurrirían ni en cien años. También despierta recuerdos y, a veces, te los explica de forma retroactiva. A propósito del oficial del cuento “El beso” de Chéjov que no sale a bailar, ni sabe jugar al billar y que hasta duda de su vocación militar; mi impresión es que todos en algún momento hemos tenido esa sensación de inadaptados. A los dieciocho años fui a un colegio mayor a Madrid y tuve que pasar las novatadas de rigor. Hubo una que, ahora me doy cuenta, fue entrañable. Algunos veteranos nos juntaron a un puñado de novatos y nos aleccionaron para recibir con una canción a otros veteranos que estaban a punto de llegar. A todo lo anterior, veteranos, novatos y canción, hay que añadirle el adjetivo “vascos”. La canción era esa que empieza: “ardoa edanda mozkortzen naiz”. Traducida: si bebo vino me emborracho, si fumo en pipa me mareo, al cortejar me avergüenzo, ¿cómo demonios voy a vivir? La podría haber escrito el oficial de Chéjov. Lo que no me pasó fue lo del beso por sorpresa en la oscuridad. En el cuento, el oficial queda como hechizado, su visión de la vida es otra, le cambia la perspectiva. Pensando en ese nuevo estado de ánimo me viene a la cabeza el título de una película, “Deseando amar” de Wong Kar-wai (en inglés es “In the Mood for Love”, y en chino... cualquiera sabe cómo es el título en chino). Ansiando amar y ser amado, ese es el estado en el que se encuentra el oficial; un sentimiento muy humano.

lunes, 8 de marzo de 2021

Yo acuso

J'accuse...!, y que me perdone Zola por la pronunciación; yo acuso a Antón Pávlovich Chéjov, en adelante Chéjov, como instigador, y a Ricardo Emilio Piglia Renzi, en adelante Piglia, como cólaborador necesario. Acuso a ambos de haber tendido una trampa literaria de relojería para despistados y participantes en talleres literarios. Se considera probado que el tal Chéjov dejó escrita una denominada, de forma artera, “idea para un cuento” en uno de sus cuadernos. Asimismo el tal Piglia se hizo eco de la idea de Chéjov en su ensayo “Tesis sobre el cuento”. La anotación es esta:«Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida». De sabios es equivocarse y de humanos rectificar (¿o era al revés?), y, aunque no me arrepiento, que me quiten lo disfrutado, erré escribiendo el texto que pretendía responder al reto planteado por Chéjov y recordado por Piglia. Francine Prose cuenta en uno de sus libros (Leyendo como un escritor) dos anécdotas, que si escribiera yo otro titulado “Ciento un formas de escribir un cuento” podrían ilustrar la primera y la última de dichas formas. Por desgracia, para poder redactarlo me faltarían las otras noventa y nueve. La primera anécdota: una vez un colega escritor entró en el estudio de Isaac Babel y al ver sobre su mesa una pila considerable de hojas manuscritas le dijo: “Enhorabuena, por fin te has decidido a escribir una novela”, y le contestó Babel: “No, esto son solo los últimos 22 borradores de mi nuevo cuento”. La segunda anécdota: otro escritor, también ruso pero distinto del de antes, le preguntó a Chéjov cómo componía sus cuentos, y este cogiendo un cenicero dijo: “¿Ves esto?, mañana escribiré un cuento titulado “El cenicero””. Así de difícil el método de Babel y así de fácil el de Chéjov. Teniendo en cuenta que Chéjov es autor de 400, 500 o 600 cuentos (las fuentes no se ponen de acuerdo) me parece evidente que si no escribió él mismo el cuento a partir de aquella idea fue por una razón muy sencilla, porque ese cuento no se puede escribir. Suicidio y dinero son conceptos ajenos entre sí, son como el agua y el aceite, no mezclan. Cualquier solución que se proponga será trivial; el hombre se suicidó porque, a, estaba deprimido de antes, b, padecía pecuniafobia, c, le había dejado la novia por el crupier (este me suena). Todos motivos banales, insuficientes para dar consistencia al pastel, y Chéjov lo sabía.

viernes, 5 de marzo de 2021

Suicidio en Montecarlo

Sí, señor comisario, está todo en el dosier; identidades, informes periciales, testimonios..... No, señor comisario, leerse todo, no, nada más lejos..... Sí, se lo resumo; suicidio, saltó de un quinto piso sobre las tres de la mañana. Hay un testigo ocular, un basurero, empleado municipal. En la habitación se encontró una botella de vodka vacía y la bolsa del casino con el millón de euros en billetes grandes..... No, exacto lo que ganó, no falta nada. Se habían registrado en el hotel tres días antes, él y su esposa, estaban de luna de miel. Según la documentación, él tenía cuarenta y dos años y ella treinta y cinco. Fueron en taxi al casino..... Sí, las tres noches. La segunda tuvieron una pequeña discusión en el hall del hotel, sin embargo la última todo eran sonrisas. El taxista lo ha corroborado, lo del enfado. Varios empleados del casino confirman que la pareja estuvo jugando a la ruleta. El hombre era el que manejaba las fichas, la mujer miraba y revoloteaba por la sala. Las dos primeras noches perdió, según el gerente no demasiado para lo que suele ser habitual. La última noche fue cuando los astros se enfilaron y ganó el millón. Se formó un pequeño alboroto, no ocurre todos los días. El gerente le ofreció hacerse cargo del dinero, por seguridad, pero él quiso llevárselo en metálico; estaba algo raro, nervioso. Cuando salió del casino serían las dos..... No, la mujer ya no estaba; la encargada del guardarropa dice que la vio salir media hora antes por una puerta de servicio..... No, sola no, con uno de los crupiers, un tal Didier; se le ha tomado declaración..... Sí, toda la noche..... Descuide, señor comisario, a la prensa ni agua..... A sus órdenes, señor comisario.

martes, 2 de marzo de 2021

El cuadro

La habitación de nuestros padres estaba al fondo del pasillo. La ventana daba a un patio interior y, con la persiana medio bajada, solía estar en penumbra. Tenía algo de santuario, un sitio donde no había que entrar sin motivo. Colgados en las paredes había un par de retratos de boda y, junto al tocador, el cuadro con la ampliación de una fotografía en blanco y negro. Siendo una foto de calidad normal y corriente hecha por un aficionado (mi padre o mi abuelo, pienso), se entiende que la definición no sea buena; si la miras de cerca le falta detalle. El escenario es una playa y las dos figuras que aparecen son mi madre y mi hermana mayor. Están en la orilla, con los pies en el agua, una estampa familiar un día de verano, o de primavera tardía. La composición es armoniosa, con el mar en torno y la costa del otro lado al fondo. Mi madre mira a cámara sonriente y lleva un vestido de manga corta y tono claro, de verano, con un pañuelo en la cabeza que le sujeta el pelo agitado por el viento. Está algo inclinada hacia adelante y sujeta las manos en alto de la niña. Mi hermana, de unos dos años, tiene el pelo de grandes rizos algo alborotado y mira hacia su izquierda entrecerrando los ojos. Viste un bañador, puede que con un ancla bordado en la pechera, y parece algo apurada, igual por meterse en el mar; o tal vez molesta con el viento. Mi madre tenía entonces, según mis cálculos, veintiocho años. Me encantaba aquel cuadro y un día, no sé si alguien lo mencionó, lo más seguro, o fui yo mismo quien sacó las cuentas, comprendí que, de algún modo, no eran dos sino tres los personajes de la escena; mi madre, mi hermana y yo mismo, el segundo niño que estaba en camino. Mi madre estaba embarazada de seis o siete meses, aunque en la foto no se nota, o yo nunca lo noté. No lo había sospechado siquiera durante mucho tiempo, pero estaba allí, de incógnito, siendo responsable, sin saberlo, de una parte de aquella dicha.