miércoles, 17 de marzo de 2021

Hablar con los muertos

Una costumbre que he adoptado con el paso de los años es la de hablar con los muertos. De alguna manera, es un diálogo, ya que estos te contestan en tu cabeza, o también, de forma más fiel, con lo que escribieron, si tenemos la suerte de que escribieran. De igual forma, escribiendo, hablamos nosotros con los que nos sobrevivirán; contigo, si me estás leyendo en tu ahora. Al principio, en el mundo no hay muertos, solo nociones nebulosas de que hubo antes otra gente que tú no has conocido. Mi primer recuerdo de la muerte es de cuando tenía cuatro años. En él me asomo a la puerta de casa, en un tercer piso, y oigo, primero, y luego veo a mi abuela subiendo las escaleras entre lamentos, dándonos la mala noticia de que un coche ha atropellado a su suegro, mi bisabuelo, el abuelito Pedro. Tengo otro que es del año siguiente, la imagen fugaz de un cortejo fúnebre, el duelo por la sentida muerte de un niño. Es una secuencia breve, casi un fotograma, de gente arremolinada en una pequeña cuesta que había junto a la escuela. Porque el niño también iba a mi escuela, aunque yo no lo conocía. No sabía la causa, solo que había muerto; y me daba cuenta de que yo también podía morir, no parecía que fuera a pasar, pero la nueva idea era inquietante. Han pasado los años y lo que cada vez me causa más asombro es estar vivo. La muerte ya no es algo lejano, algo que solo les pasaba a personas muy mayores o a perfectos desconocidos. Ha habido ya gente cercana que ha seguido la vieja costumbre humana de morirse, entre ellos algunos de mis seres más queridos. Yo también voy a morir, a veces ni sé qué hago vivo todavía; aunque prisa no tengo. Mientras espero, sin esperar nada, siento el vacío que dejaron mis muertos, hablo con ellos y espero atento su respuesta, que puede llegar en virtud de una situación, una fotografía, un recuerdo, una inocente alusión o las páginas de un libro.

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