martes, 2 de marzo de 2021

El cuadro

La habitación de nuestros padres estaba al fondo del pasillo. La ventana daba a un patio interior y, con la persiana medio bajada, solía estar en penumbra. Tenía algo de santuario, un sitio donde no había que entrar sin motivo. Colgados en las paredes había un par de retratos de boda y, junto al tocador, el cuadro con la ampliación de una fotografía en blanco y negro. Siendo una foto de calidad normal y corriente hecha por un aficionado (mi padre o mi abuelo, pienso), se entiende que la definición no sea buena; si la miras de cerca le falta detalle. El escenario es una playa y las dos figuras que aparecen son mi madre y mi hermana mayor. Están en la orilla, con los pies en el agua, una estampa familiar un día de verano, o de primavera tardía. La composición es armoniosa, con el mar en torno y la costa del otro lado al fondo. Mi madre mira a cámara sonriente y lleva un vestido de manga corta y tono claro, de verano, con un pañuelo en la cabeza que le sujeta el pelo agitado por el viento. Está algo inclinada hacia adelante y sujeta las manos en alto de la niña. Mi hermana, de unos dos años, tiene el pelo de grandes rizos algo alborotado y mira hacia su izquierda entrecerrando los ojos. Viste un bañador, puede que con un ancla bordado en la pechera, y parece algo apurada, igual por meterse en el mar; o tal vez molesta con el viento. Mi madre tenía entonces, según mis cálculos, veintiocho años. Me encantaba aquel cuadro y un día, no sé si alguien lo mencionó, lo más seguro, o fui yo mismo quien sacó las cuentas, comprendí que, de algún modo, no eran dos sino tres los personajes de la escena; mi madre, mi hermana y yo mismo, el segundo niño que estaba en camino. Mi madre estaba embarazada de seis o siete meses, aunque en la foto no se nota, o yo nunca lo noté. No lo había sospechado siquiera durante mucho tiempo, pero estaba allí, de incógnito, siendo responsable, sin saberlo, de una parte de aquella dicha.

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