martes, 28 de febrero de 2023

Casi invisible

    Me he fijado en él porque tiene la capucha puesta dentro del bar. Es una moda, lo sé, y es frecuente ver jóvenes con la cabeza cubierta en el metro, en una sala de espera, en cualquier sitio. Lo natural, me parece, es descubrirse en interiores porque si no, estás cubierto dos veces, redundas. Pero el hombre del bar no parece joven. Le observo con disimulo.
    Alto y delgado, está de pie al final de la barra; medio protegido por la vitrina de los pinchos. Él también lanza alguna que otra ojeada calibrando la situación. A su lado un vaso grande de agua. Por fin se quita la capucha. Tendrá unos cincuenta años, moreno, pelo muy corto tirando a gris. Se puede apostar que es un inmigrante. El bar está enfrente del ambulatorio; estará aquí por eso, ha venido al médico o acompañando a alguien.
    Saca algo del bolsillo. De primeras pienso que son papeles, algún documento que tendrá que enseñar. No es nada de eso, es una rústica bolsa de tabaco, de picadura. Se pone a liar un cigarrillo con parsimonia. Un mínimo cigarrillo, un pitillo, un pucho. Creo que me ha salido la palabra por asociación con capucha. Termina y sostiene con dos dedos el pitillo corto y fino mientras pliega y guarda la bolsa de tabaco. Me entra la duda y el temor de que se ponga a fumar dentro del bar. Pero no, coge el vaso de agua y sale a la acera.
    Le sigo viendo a través del ventanal. Posa el vaso en la mesa más cercana. Hace frío y llovizna, la terraza está casi vacía. Aún de pie enciende el cigarrillo y le da las primeras caladas. Se sienta, bebe, fuma; la mirada siempre al frente como perdida.
    Al cabo apaga la colilla y echa un último trago. Luego se levanta con el vaso en la mano y vuelve a entrar. Cruza el local y sale de mi campo de visión. Me imagino el resto, el epílogo de esta no-historia. Habrá dejado el vaso en el otro lado de la barra y abandonado el bar por la puerta del fondo. Puede que haya mirado de reojo a la camarera, le haya dado las gracias por el agua y se haya despedido; o puede que se haya ido sin más porque nadie ha captado su mirada, cosa bastante habitual cuando se es casi invisible.

sábado, 25 de febrero de 2023

Como ausente

    Conozco el comienzo del poema porque lo han musicado varias veces y porque todo el mundo lo conoce: me gustas cuando callas porque estás como ausente. Me suena bien, aprecio un ritmo, además parece que cualquiera que lo cite lo hace en modo declamación y le pone un sentimiento que ayuda.
    Siempre he tenido una pequeña duda sobre este poema, o mejor dicho sobre el comienzo porque en realidad aunque alguna vez lo haya oído o leído entero ya no me acuerdo y solo queda en mi memoria ese primer verso. Lo he buscado para no equivocarme y sí, es de Neruda.
    Seguro que es muy bueno, no entiendo de poesía. Lo leo ahora y sigue sonando bien. Aún así, esa primera línea; sonando bien, sonando estupenda: me gustas cuando callas porque estás como ausente; lo pienso y confirmo la duda que tenía, no me explico por qué le gusta cuando calla; que tiene todo el derecho a que le guste, claro, pero no le veo la lógica a la razón que da, que está como ausente, vaya motivo, el motivo del revés; le debería gustar cuando está presente o como presente, porque hay una indefinición, no sabemos a ciencia cierta que esté ausente, solo que lo parece, como ausente, dice, sin aclararlo del todo.
    Pero es igual, esté ausente o solo dé esa impresión no entiendo que a Neruda le guste, porque es de suponer que al estar ausente estará pensando en otra cosa, a saber en qué, en todo caso no estará pensando en él, en Neruda enamorado. Sería más coherente que el poema dijera lo contrario, que dijera: no me gustas cuando callas porque estás como ausente, eso sí tendría sentido.
    Claro que puede ser que al añadir el “no” se rompa algún ritmo interno del verso y por otra parte, ahora que lo pienso, tampoco es lo ideal empezar con una negación. Me temo que de haberlo escrito así Neruda yo mismo hubiera dicho que para decir que algo no le gusta en vez de escribir un poema debería haber puesto una reclamación. En fin, que no he dicho nada.

miércoles, 22 de febrero de 2023

Esa ley (y 3)

    Decir que solo sí es sí es una afirmación bien cierta y tan diáfana que ya sabemos que en la práctica las cosas no pueden ser tan sencillas. El inconveniente añadido que desfigura el problema original es que haya tanta gente que sienta la necesidad imperiosa de manifestarse al respecto y que lo hagan con el unánime convencimiento de tener razón y la tendencia a alzar la voz, tergiversar y menospreciar al discrepante. El resultado es un ruido mediático insoportable.
    Entonces, ¿tengo algo que decir? Desde luego que no, o solo eso, solo digo que no digo nada, no vaya a ser que por no decir nada alguien crea que estoy diciendo algo sin decirlo, ¿está claro? Así que no digo nada, nada que se me haya ocurrido a mí; pero sí quiero comentar algo, este es el motivo por el que me he puesto a hablar sobre lo que se supone que no tengo nada que decir. Y no tengo, insisto, no directamente. Ya.
    Lo que quiero apuntar es que he visto una película que explica muy bien, me ha parecido, el espíritu de esa ley, aunque haya sido filmada en Francia hace dos años (y no sé qué tipo de ley tienen allí). Una peli que ha pasado bastante desapercibida entre nosotros y que no sé por qué aquí se ha titulado “El acusado” cuando el título original francés, “Las cosas humanas”, era perfectamente adecuado; una peli que explica con una minuciosidad y elegancia encomiables todo esto del “solo sí es sí”; en una palabra una película educativa. Me tomo la libertad de recomendarla. El director es Yvan Attal, el título original “Les choses humaines” y está disponible en las plataformas habituales.

domingo, 19 de febrero de 2023

Esa ley (2)

    Por muy largo que haya sido el camino recorrido por la justicia desde que Hammurabi propugnó su colección de leyes, no se puede decir que el tema esté agotado, ni mucho menos. Quiero decir algo sobre las penas impuestas o a imponer en la pomposamente llamada “administración de justicia”. Es una sensación que tengo que se puede aplicar a cualquier delito, la sensación de que el número de años de cárcel que conlleva una sentencia es una cifra aleatoria que tiene más que ver con la fuerza y la dirección del viento sociológico del momento que con cualquier otra cosa.
    Para darse cuenta solo hace falta comparar las sentencias de ahora mismo con las de hace cuarenta años por los mismos delitos y también, esto es una predicción visionaria, con las sentencias que se darán dentro de otros cuarenta años, que serán distintas a las de ahora porque para entonces la percepción de las cosas habrá cambiado. Conclusión, es imposible saber si una pena de prisión es justa, si tres años más o tres años menos son muchos o pocos, porque daño causado por una parte y tiempo de encarcelamiento por la otra no son magnitudes comparables ni intercambiables. Eso sin tener en cuenta lo que varían las circunstancias de una prisión a otra, hasta el punto de que, mirándolo todo, estar en una cárcel noruega debe de ser una de las mejores cosas que le puedan pasar a un ser humano. En fin, que el de las sentencias justas es un problema sin solución, lo siento.
    O sin solución a posteriori, una vez que el hecho ha tenido lugar. La mejor manera de hacer justicia a una víctima es que el delito no se haya cometido. Para ello hay dos métodos, que yo sepa. Uno el de organizar una fuerza policial dedicada al PreCrimen, como proponía Philip K Dick en su relato The Minority Report (luego película de Spielberg) donde unos mutantes videntes presentían los crímenes antes de que tuvieran lugar. Este método no lo veo viable, de momento, y además no va al fondo del asunto. El otro método, el difícil, el que hay que perfeccionar porque es el que se ha intentado siempre con más o menos entusiasmo pero sin resultados prácticos es el de la Educación —pongo la palabra con mayúsculas para que quede claro—, la laboriosa tarea de educar desde la igualdad y el respeto.

jueves, 16 de febrero de 2023

Esa ley (1)

    Si alguien habla en tu idioma no te hace falta intérprete, le entiendes todo, o casi todo. Escribo esto y justo me acuerdo de una cosa que contaba David Bowie, algo que desmiente lo que acabo de afirmar, suele pasar. Decía Bowie que cuando de adolescente escuchaba cantar a Fats Domino —sí, estaba gordo; y además tocaba el piano— no le entendía nada de lo que decía, pero nada. La pronunciación cerrada de Domino, que era de la parte de Nueva Orleans, creo, resultaba incomprensible para él y el efecto paradójico era que aquella música le fascinaba aún más.
    Estas cosas pasan, decía; pero, insisto, en general si se hace uso de una versión estandarizada de la lengua, la de los locutores en la televisión, por ejemplo, entonces no hace falta contratar un intérprete; supongo que estaremos de acuerdo.
    Pues bien, ese, el de la interpretación no deseada es el problema de los jueces, o sea de la justicia; o uno de los problemas en cualquier caso. Porque al parecer lo que hacen los jueces es interpretar las leyes cuando lo ideal sería que solo las leyeran y las entendieran a la primera y sin posibles ambigüedades. La consecuencia de que los jueces interpreten una ley es que unos la interpretan de una manera y otros de otra.
    Será inevitable, de acuerdo, será; pero dejadme soñar que es posible redactar leyes que solo necesiten interpretación para traducirlas a otros idiomas, leyes europeas por suponer un caso; dejadme imaginar que es posible ponerlo todo bien clarito para que nadie pueda malinterpretarlo y de ese modo las leyes tengan el efecto deseado, sabiendo de todas formas que nadie es perfecto y menos las leyes, qué le vamos a hacer. Y sí, me refiero a esa ley.

lunes, 13 de febrero de 2023

De-rri-da

    Para decirlo todo —esto es una medio disculpa— si cuento algo propio (algo propio de mi vida exterior, se entiende) suele ser porque soy el testigo que tengo más a mano.
    Me llamo Javier. Me pusieron ese nombre para distinguirme, para que no tuvieran que referirse a mí como “ese niño”. Es la costumbre, adjudicar un nombre a cada recién nacido para darle una identidad, o mejor dicho para reforzarla. Pero mi padre se llamaba Javier y el vecino de abajo también, llamarse así no es nada original. Nunca he dicho a nadie que se dirigiera a mí de una forma u otra. Me han llamado Xabier, Xabi, incluso Javichu y en familia soy Javi pero si me preguntan digo que me llamo Javier, escribo Javier en los formularios y firmo Javier donde haga falta.
    Trabajando me ha pasado estar en un grupo con tres y hasta cuatro Javieres. Cuando oigo el nombre por la calle me vuelvo a mirar, por si acaso. Incluso a veces me llamaban a mí. Al cura que me bautizó no le pareció bien el Javier a secas. Esto era antes del Concilio Vaticano II; igual has oído hablar de él, tuvo su importancia. El cura opinó que debía ser, en todo caso, Francisco Javier, pues ese era el nombre del santo y no sé ahora pero en aquel tiempo (broma evangélica) los nombres permitidos por la Iglesia, o por aquel cura, eran los que estaban refrendados, diríamos, por un santo o santa, por un personaje histórico o inventado pero elevado a los altares.
    Vale, vayamos con la idea. La idea es de Derrida, no he leído nada suyo, lo digo por autora intermedia, por Elif Batuman. Se trata de la paradoja del nombre, del hecho de que cada nombre lleve implícito lo singular y lo plural. Escribió Derrida: la singularidad del nombre propio es inextricable de su generalidad. Lo repito aquí porque me suena bien el apellido, de-rri-da, y para celebrar que lo he entendido ya que las veces que me he tropezado, repito: tropezado, con algún texto suyo me ha resultado incomprensible (e inextricable).
    Incido en la idea: te pongo Javier —o Pedro, o el nombre que sea— para distinguirte de los demás y al mismo tiempo te estoy colgando una etiqueta que ya llevan miles, decenas de miles, cientos de miles de personas. Algo se derivará de esto, Derrida no lo diría por decir.

viernes, 10 de febrero de 2023

Tenemos dos vidas

    Hablar de uno mismo está mal visto, además a quién le importa (salvo al que habla, claro). Otra cosa es escribir, porque en la comunicación oral hace falta alguien que escuche y por escrito no; escribir es una actividad solitaria independiente de las posibles futuras lecturas.
    No sé si he empezado bien. No sé si escribir de uno mismo es de buen o de mal gusto. Lo que sí sé es que hacerlo de verdad requiere una osadía que no poseo. Hay pocos escritores que sean capaces de escribir de sí mismos sin filtros. Los detalles personales que pueda contar no creo que revelen mi auténtico yo, y con esto no estoy insinuando que se esté perdiendo nada maravilloso, más bien al contrario.
    Tenemos dos vidas, la que vivimos hacia afuera y la que nos guardamos para nosotros. No es nada nuevo, me parece; es una idea común que también subscribió Chéjov. En su cuento La dama del perrito, el protagonista —en un párrafo bastante más largo que he resumido—, hace esta reflexión: Tenemos dos vidas, una abierta, llena de franqueza relativa y relativa falsedad y otra con todo lo esencial oculta a los ojos de los demás y en la que uno no se engaña a sí mismo.
    La vida interior es la auténtica; o la más auténtica porque la otra también lo es en cierto grado. Así que en realidad no había escrito nunca de mi yo íntimo hasta este momento en el que quiero hacer un pequeño apunte de lo que hay ahí escondido: un ser desvalido que se quiere ver tal cual es, que maneja como puede sus miedos y sus manías, que alguna vez ha soñado que está en un lugar público en calzoncillos. Ese yo interior, de pocas convicciones y muchas dudas, es muy delicado, cualquier rozadura le pone la piel en carne viva así que como medida profiláctica no hablo nunca de él. De quien escribo es del otro yo con vistas a la calle que siendo en parte el auténtico lo disimula en lo posible.

martes, 7 de febrero de 2023

Viaje al centro de la Tierra

    Esa noticia de que el núcleo de la Tierra podría estar girando en sentido contrario al de su rotación aquí fuera, la leo y me encanta. De paso también me recuerda la expectación ilusionada del adolescente ante las maravillas del mundo, algo así debió de sentir Aureliano Buendía cuando su padre lo llevó a conocer el hielo.
    Aquí afuera la Tierra gira de oeste a este como una peonza pero al parecer dentro, muy dentro, en el núcleo —así lo llaman— puede —cómo estar seguros—, solo puede, que el núcleo, esa bola mucho más pequeña que está dentro de la bola achatada por los polos en la que viajamos por el espacio, esa bola más pequeña que debe de estar hecha de una masa incandescente, no sé si líquida o gaseosa; o igual es sólida, una canica de material muy, muy pesado, ese núcleo, vamos el núcleo para entendernos, gira más despacio, o se ha detenido, o ha empezado a girar hacia el otro lado —ja, esa sí que es buena— debido a los campos electromagnéticos, que lo explican todo, o si no han sidos ellos habrán sido otras fuerzas de las que alguien, los científicos, han observado los efectos aunque aún no sepan las causas.
    Lo curioso es que todo esto lo saben, o lo suponen, sin haber excavado en la corteza terrestre más allá de doce kilómetros… y hasta el centro de la Tierra hay más de seis mil. Fueron los rusos los que se empeñaron en perforar —el siglo pasado— y les costó años llegar a esa profundidad. Tuvieron que dejarlo porque la temperatura allí abajo era de 180 grados, la maquinaria se fundía. Tan cerca, solo doce kilómetros, y 180 grados; por el otro lado, por arriba, a doce mil metros de altitud la temperatura anda por los 50 bajo cero. Y nosotros aquí en el medio, vivos de milagro, frágiles organismos pluricelulares capaces sin embargo de estudiar las ondas sísmicas y deducir el comportamiento del núcleo del planeta. Claro que igual acertamos como Aureliano que al tocar el hielo dijo que estaba hirviendo.

sábado, 4 de febrero de 2023

Infelizmente feliz

    Si fuera cierto que el tiempo no existe, que no sé pero no me extrañaría, a Dickens le hubieran anulado, por fuera de juego temporal, el gol del comienzo de “Historia de dos ciudades”. Veamos la repetición de la jugada: Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos… (sigue, y conviene leerse todo el párrafo). Aún anulado habría que reconocerle su no-gol como uno de los mejores tantos de la literatura, apartado primeras frases.
    Si el tiempo no existiese porque lo que existiría sería un instante eterno y Dickens hubiese sido consciente de ello, aquel comienzo podría haber sido: Es el mejor de los mundos, es el peor de los mundos… algo que si lo piensas un poco no puede ser más cierto; es así siempre, lo mejor y lo peor son dos hermanos siameses sin posibilidad de separación con los conocimientos técnicos actuales.
    Me he acordado de ese famoso comienzo por una enmienda que he encontrado de Edith Wharton a otro comienzo no menos conocido. Me refiero al de Anna Karenina, by Tolstoi: Todas las familias felices lo son de manera parecida, cada familia infeliz lo es de un modo diferente. Aprecio el dramatismo de esta afirmación pero desconfío de ella. Para empezar esa división taxativa entre felices e infelices es demasiado simple para ser  real y, además, supongo que no hay tantas maneras de ser infeliz como para que cada familia (infeliz) tenga la suya propia.
    Predispuesto como estaba me gusta esto que puso Edith Wharton en boca de un personaje y que parece una alusión directa a la frase de Tolstoi: Hay muchas formas de ser desgraciado, pero solo una de sentirse bien, y es dejar de perseguir la felicidad. Si te haces a la idea de no ser feliz, no hay razón para no pasar un buen rato.

    Notas:
    1- La cita aparece en un diálogo del relato “The Last Asset” publicado en una revista en 1904 (no está traducido al español, creo) y el interlocutor atribuye la idea a Schopenhauer.
    2- El final en inglés es to have a fairly good time. Quizá sería más exacta esta traducción: Si te haces a la idea de no ser feliz, no hay razón para no disfrutar de la vida.

miércoles, 1 de febrero de 2023

Selfis en la nube

    ¿A dónde van los selfis en invierno cuando se hielan los lagos de Central Park? Esa es la pregunta que podría hacerse hoy Holden Caulfield. Vivimos tiempos prodigiosos, nos hemos acostumbrado como si fuese lo más natural a lo que hace no tanto era solo ciencia ficción. Es fascinante esa acumulación disparatada de datos —big data— inmanejables a nuestra escala humana y que esconden enseñanzas que solo es posible desentrañar por medio algoritmos que recuerdan la búsqueda de la piedra filosofal por los alquimistas.
    Dónde van todas las emisiones de televisión y de radio, las imágenes de las cámaras de tráfico, las conversaciones telefónicas, los mensajes y correos electrónicos, las señales de los miles de satélites artificiales, las comunicaciones de la navegación aérea, los bomberos y la policía; en fin, dónde va o de dónde viene el contenido de las innumerables páginas de internet. Imagino, sin mayor base para ello, que los selfis que han volado a la nube, que el diluvio de datos en general, se están concentrando en un gran campo de servidores en el desierto de Arizona.
    Visualizo ese campo en un gran plano general con una serpiente de cascabel y su castañeteo en primer término. Pero son más de uno, hay una gran red de campos de servidores repartidos en lugares del planeta por lo común inhóspitos y poco accesibles. Esos complejos kilométricos tienden a una autonomía cada vez mayor, con sus propias fuentes de energía y sus robots de mantenimiento, y en poco tiempo no requerirán de la atención de ningún ser humano.
    A la larga —o quién sabe si a la corta— nosotros ya no estaremos y los leds de los servidores seguirán parpadeando en un mundo en el que solo se oirá el zumbido de los sistemas de ventilación. Un día una inteligencia extraterrestre captará las señales procedentes de la Tierra, accederá a los servidores, descifrará todos los códigos y llegará a conocernos mucho mejor que nosotros mismos.