miércoles, 1 de febrero de 2023

Selfis en la nube

    ¿A dónde van los selfis en invierno cuando se hielan los lagos de Central Park? Esa es la pregunta que podría hacerse hoy Holden Caulfield. Vivimos tiempos prodigiosos, nos hemos acostumbrado como si fuese lo más natural a lo que hace no tanto era solo ciencia ficción. Es fascinante esa acumulación disparatada de datos —big data— inmanejables a nuestra escala humana y que esconden enseñanzas que solo es posible desentrañar por medio algoritmos que recuerdan la búsqueda de la piedra filosofal por los alquimistas.
    Dónde van todas las emisiones de televisión y de radio, las imágenes de las cámaras de tráfico, las conversaciones telefónicas, los mensajes y correos electrónicos, las señales de los miles de satélites artificiales, las comunicaciones de la navegación aérea, los bomberos y la policía; en fin, dónde va o de dónde viene el contenido de las innumerables páginas de internet. Imagino, sin mayor base para ello, que los selfis que han volado a la nube, que el diluvio de datos en general, se están concentrando en un gran campo de servidores en el desierto de Arizona.
    Visualizo ese campo en un gran plano general con una serpiente de cascabel y su castañeteo en primer término. Pero son más de uno, hay una gran red de campos de servidores repartidos en lugares del planeta por lo común inhóspitos y poco accesibles. Esos complejos kilométricos tienden a una autonomía cada vez mayor, con sus propias fuentes de energía y sus robots de mantenimiento, y en poco tiempo no requerirán de la atención de ningún ser humano.
    A la larga —o quién sabe si a la corta— nosotros ya no estaremos y los leds de los servidores seguirán parpadeando en un mundo en el que solo se oirá el zumbido de los sistemas de ventilación. Un día una inteligencia extraterrestre captará las señales procedentes de la Tierra, accederá a los servidores, descifrará todos los códigos y llegará a conocernos mucho mejor que nosotros mismos.

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