miércoles, 28 de abril de 2021

Humo

    Hay una película de Paul Auster, o tal vez solo el guión sea suyo, donde el protagonista, Harvey Keitel, tiene un estanco (cómo será en inglés, igual tobacco shop) en una esquina de Nueva York y cada mañana durante años y años saca una foto de la fachada de la tienda con el mismo exacto encuadre. No me acuerdo, pero supongo que el estanco (¿tobacconist?) tendría las paredes llenas de copias ampliadas de esas fotos. Un bonito proyecto, sin duda, reflexión sobre el paso del tiempo, ese tipo de idea.
    Cuando vi la película, o igual no la vi y solo leí el guión (recuerdo haber leído un par de guiones de Auster), cuando hice una cosa o la otra pensé en intentar lo mismo. No parece complicado, solo habría que escoger un escenario, un escenario asequible para mí, cerca de casa, o mejor en mi misma casa (definitivamente en mi casa, es lo único factible) y luego hacer cada día una foto.
    Claro que el escenario tendría un defecto insalvable: no sería en ningún caso una esquina entre dos calles de Nueva York. En cualquier caso no era tan sencillo; en aquellos tiempos, hace más de veinte años, aún no eran habituales las fotos digitales, se impresionaban en una película y había que llevarlas a revelar. Engorroso como poco. Así que no hice nada, siempre he sido un poco vago.
    Al cabo de unos años llegaron las cámaras digitales y luego ya los móviles con cámara. Podía haber empezado entonces, lo pensé, pero con mis horarios de trabajo tampoco había una hora del día en la que estuviera fijo en casa (ni en ningún otro lugar).
    Así que pasaron más años y hace dos me jubilé. Ya no tengo excusa, ahora si podría sacar esas fotos y hacer mi pequeño homenaje al paso del tiempo, a Paul Auster y a Harvey Keitel. Pero, claro, el tiempo ha pasado de verdad, el proyecto ya nacería cojo, todas esas fotos que hubieran sido posibles, que hubieran documentado todos estos años, no existen y ya no se pueden obtener. Ya es tarde, el tiempo ha ganado; mejor no darle más vueltas.

    Notas: La película es “Smoke” y el director Wayne Wang, aunque Paul Auster además de escribir el guión también colaboró en la dirección. Estanco en inglés se dice “tobacconist”, y también “tobacco shop” o “smoke shop”.

domingo, 25 de abril de 2021

De sus últimos años

    Cuando Neil Armstrong llegó a la luna algunos guerrilleros que estaban emboscados en la selva colombiana no se lo creyeron y lo atribuyeron a la propaganda capitalista. Eso me ha recordado que una vez, puede que haga cuarenta años, un verano al atardecer mi abuela, viendo la luna en el cielo, comentó que no creía que los pobres humanos hubiéramos llegado hasta allí. Su razonamiento era que la luna no era tan tonta y que al ver que alguien se acercaba sencillamente se hubiera ido más lejos.
    De mis cuatro abuelos conocí a tres y ella fue la última en morir. Desde que se quedó viuda mi abuela pasaba tres meses con nosotros y otros tres con mis tíos. Yo solía pensar que le podría preguntar cosas, que un día no muy lejano ya sería tarde; pero apenas lo hice, no sé por qué, por no incomodarla en parte. También podría haber apuntado sus dichos, que tenía muchos.
    Decía, por ejemplo que San Pedro había querido ponernos dos estómagos y que menos mal que no se había salido con la suya. Otro, que me hacía gracia, dedicado a cualquiera que aparentara riqueza: “si es riquito que coma dos veces”. O si coincidía que estábamos algo apretados en la mesa, “si tuviéramos tanto sitio en el cielo...”.
    La noche de fin de año, cuando después de las campanadas empezaba la música en la tele y brindábamos en casa, se levantaba del sillón y decía con un amago de movimiento, “¡el primer baile del año!”. Y el último, pensaba yo, recordando que hacía un año había dicho lo mismo y con toda probabilidad al año siguiente lo diría otra vez.
    Cuando andaba ya por los noventa años una noche me desperté al oír un ruido, un golpe, seguido de lamentos apagados procedentes de su cuarto. Nadie más se había dado cuenta así que fui a ver y me encontré a mi abuela en el suelo, en camisón. Se había caído de la cama y no podía levantarse. Le ayudé a acostarse de nuevo y me lo agradeció muy sentida. Me conmovió.
    No mucho más tarde murió. Le tocó cuando estaba en casa de mis tíos y el velatorio fue allí mismo. Ahora me doy cuenta de que es una costumbre que desaparece (el velatorio en casa). Luego entre los nietos bajamos el ataúd por las escaleras, con cierta preocupación por mi parte de poder salvar con dignidad los giros en los descansillos.

jueves, 22 de abril de 2021

Antología de abrazos

    Mantener las distancias es cuestión de culturas. Pienso en esos trenes abarrotados de la India, con cabezas y brazos asomando por las ventanillas y las piernas oscilantes de los que van sentados en los techos. O cuando un edificio se derrumba en Bangladesh, que pasa bastante, y aquello parece un hormiguero, con una multitud encaramada en los montones de escombros en busca de supervivientes.
    Nuestro caso debe ser un punto intermedio entre esas imágenes y aquellas otras de las culturas orientales en las que nadie se toca; como pasa, aunque parezca mentira, en China. Ahora con la pandemia nos tendríamos que comportar así, como los chinos; no es fácil. Se cumple aquello de que no eres del todo consciente de algo hasta que te lo prohíben. Por eso, me he puesto a pensar en los abrazos y he rebuscado en mi memoria para elaborar una antología mental.
    Pensaba que no era yo de muchos abrazos (y tal vez no lo sea) pero me ha sorprendido la cantidad de ellos que he recordado. Claro que puede que sea por la simple razón de que ya voy teniendo mis años, el tiempo es un coleccionista fantástico.
    Dos no discuten si uno no quiere y si dos se abrazan es porque quieren. El abrazo es una manifestación de lenguaje corporal. El lenguaje corporal es el idioma más antiguo y la forma de comunicarse de todos los animales. El abrazo es un duelo en el que se dirime, de forma amistosa, quién quiere más. Hay abrazos equilibrados, una especie de comunión, y otros en los que uno abraza y el otro es abrazado, y que también están muy bien. En resumen, que no sé explicar qué es un abrazo; solo sé sentirlo.
    No voy a detallar mis abrazos, por pudor (y para no aburrir), pero sí diré que recordarlos reconforta y que pensar en ellos y volver a vivirlos en diferido me ha venido bien. También me ha servido para tomar nota (porque se me olvida) de todas las personas con las que me siento en deuda (y que ojalá se sientan en deuda conmigo, que si me preguntan les diré que no lo están).

lunes, 19 de abril de 2021

Abril

     Salgo de casa y otro día memorable de sol; azul en el cielo y verde furioso en la tierra, a la mañana frío y brisa que acaricia por la tarde. Estamos en abril y si supiera daría una lista de las flores que tocan ahora mismo. Indago y apunto estas: gardenias, lirios, camelias, gladiolos, mimosas. En la jardinera de la cocina tenemos geranios, rojos y rosas.
    Ante esto, ante abril y su luz, pienso en la sempiterna pugna entre la razón y la sensación. Pugna incruenta; ambas conviven, ambas nos construyen. Igual que existe esa flor violeta, el pensamiento, debería haber otra flor, del color que fuera, llamada sentimiento; sería lo justo. La sensación, la emoción, no sé cuanto tiene de propio y cuanto de heredado. No sé si es algo que sale de mí o un eco de la especie. Pero me pasa lo mismo con la razón, desconozco cuanto tiene de mía y cuanto de vuestra.
    Al pensamiento, a la razón, los nombres de las flores y de los meses le deben dar igual. Al sentimiento no, los nombres son materia prima del arte. Abril, el nombre, importa para el sentir. Me encanta esta línea de Paul Simon: “April, Come She Will”, “abril, ella vendrá”, o a lo nativo americano “abril, venir ella hará”. En esta línea está toda la primavera y toda la promesa de un amor. Entonces la razón dice: sí, los seres humanos se emparejan y lo adornan con una exaltación de la luz y de la exuberancia de la naturaleza.
    Las personas nos damos más cuenta de la belleza cuando intuimos que para nosotros no es eterna. La última novela de Elizabeth Strout se titula “Luz de febrero”. No en inglés. En inglés es “Olivia, de nuevo” (Olive, Again). Tiene más gancho “luz de febrero”, es más evocador. Y no está mal elegido, en la novela se alude a como le gusta a Olivia, que va envejeciendo, observar la naturaleza y en especial esa luz de febrero. No sé, no me parece la más atrayente, aunque habrá días; tal vez en Maine. Me quedo con esta luz de abril y la esperanza de que ella venga.

viernes, 16 de abril de 2021

Fractura

    Hace nueve años me rompí un dedo. No sé exactamente cual, creo que un pulgar. Es que ya ni me acordaba, se había borrado de mi memoria; de mi memoria inmediata, mi memoria de trabajo, de mi RAM se podría decir. Al toparme con el dato algo se ha removido en mi otra memoria, la profunda, y me he dicho, sí, es verdad, algo me acuerdo. Luego me ha venido la imagen de que tuve puesta una férula en un pulgar.
    La revelación de este hecho, por lo demás totalmente intrascendente y que no debería ni mencionar porque al mundo poco o nada le importa, la revelación, digo, me ha llegado desde la página de Sanidad donde he entrado a cuenta de las vacunas. Quería asegurarme de que tienen mi número de móvil (a ver si me avisan pronto). He entrado y he encontrado una “carpeta de salud”, donde he visto que en efecto no tenían mi número (y se lo he facilitado, misión cumplida).
    Y luego ya, curioseando, he pinchado en mi historial de pruebas médicas. Había constancia de dos; una radiografía de la columna, de la que me acordaba, y otra, u otras, radiografías de las manos, así aparece, en plural, que han sido una sorpresa. Radiografiar las manos me ha sonado a una práctica extrema de quiromancia, pero en seguida se ha despertado ese dato en mi memoria; sí, sí, fui a ese ambulatorio por una torcedura en un dedo. Lo que no recuerdo en absoluto es el accidente en sí.
    De la radiografía de la columna no había más información, pero de esas “radiografías de las manos” había un documento adjunto. Lo he abierto y dice escuetamente: “fractura en la falange distal del primer dedo”, bello ejemplo de prosa especializada. Según por donde empecemos a contar el primer dedo podría ser el que compró un huevo o el que se lo comió (con alguna pequeña posibilidad para el que le echó sal, por ser el más largo).
    Me pregunto qué otros misterios no estarán enterrados u olvidados para siempre, como borrados treinta veces del ordenador cuántico de antepenúltima generación que llevo en la cabeza.

martes, 13 de abril de 2021

Párrafo

Esto es un párrafo. Dábamos al párrafo por descontado, lo dábamos por sentado, lo dábamos por hecho (lo tomábamos por garantizado) y resulta que no. El párrafo, el parágrafo (qué mal suena), es un recurso que no ha existido siempre, un paso tardío en el desarrollo de la escritura. Los griegos escribían sin separar las palabras y sin ningún signo de puntuación; una pesadilla. Homero, o su hija, o quien fuera, escribió la Ilíada sin espacios, ni puntos, ni comas, ni afrodita que surgió de las olas; y vete tú luego y léela y entiéndela. Por “tú” me refiero a uno cualquiera que lea griego antiguo; no es mi caso. Cuando me enteré de que la práctica habitual hasta en torno al año 1000 era esa “scriptio continua”, me llevé un pequeño disgusto. No tanto por el hecho en sí, sino por haberme enterado tan tarde, y, también, por intuir lo mucho que debo seguir ignorando (que de hecho es casi todo). Otro detalle, en el griego de Homero y en el latín de Virgilio una letra era una letra. No se distinguían mayúsculas y minúsculas. ¿Por qué no me lo había dicho nadie? Por eso las inscripciones latinas están siempre en mayúsculas (en nuestras mayúsculas, en sus únicas letras). Para hacernos una idea, esta pinta tendría el inicio de este escrito en una inscripción latina: ESTOESUNPARRAFODABAMOSALPARRAFOPORDESCONTADO. Diría que gana en solemnidad lo que pierde en comprensibilidad. Aún a principios del siglo XVII Cervantes escribió El Quijote sin comas, tildes, ni ningún otro signo ortográfico al margen de unos pocos puntos (el punto, ese fue un gran invento). Y mucho menos utilizó párrafos. Así fue hasta que se fue imponiendo una mejora sutil del punto, el punto y aparte, y apareció el párrafo, que tanto ha contribuido a hacernos la vida más fácil. Los espacios en blanco propiciados por los párrafos son las branquias por la que respira el libro-pez y también son los respiraderos por los que coge aire el lector, que de otra forma acabaría asfixiado por el torrente continuo e inmisericorde de palabras, por el chaparrón de letras de un diluvio unipersonal que, en un libro de fundamento, bien podría durar cuarenta días y cuarenta noches.

sábado, 10 de abril de 2021

Cruce de caminos

Imagínate un cruce de carreteras. A vista de dron forman una cruz, dos rutas secundarias que se cortan en perpendicular en un entorno bastante desolado; parece Nuevo México en una serie de Vince Gilligan. Podemos evocar su historia. Primero fue un cruce de caminos, y por allí pasaban carros, bestias y caminantes. Muy pocos, para decirlo todo. Un día se asfaltó y se señalizó. Se daba prioridad a la dirección norte-sur. Los vehículos que circulaban por la otra, este-oeste, apenas disminuían la velocidad si veían la otra carretera despejada. Ahora hay una rotonda. Esto ya no es historia, es actualidad de la provincia. Lo más cercano al cruce, hacia el este, es un edificio con un rótulo que dice “Ayuntamiento”. Casi siempre está cerrado. Al oeste no se divisa nada en una recta que se pierde en el horizonte. Al sur, a unos 500 metros, hay un pabellón agrícola rodeado de campos de cereal. En un costado yace una cosechadora destartalada. Al norte, a unos cien metros, está la gasolinera. Lo normal es que el encargado esté sentado en una silla a la puerta de su local con un libro entre las manos. Es un tipo maduro, fuerte, con la cabeza rapada y cubierta por una gorra de béisbol. Habla con un ligero acento. No está claro de donde proviene, si le preguntan dice que el país donde nació ya no existe. También declara que este es el mejor trabajo que ha tenido nunca, por la tranquilidad. Cuestionado por la rotonda, se ríe y cuenta que en los años que lleva aquí nunca había habido ningún accidente, y que hace poco, cuando estrenaron la rotonda, llegó el butanero, miró a ambos lados por si venía alguien y cruzó por derecho, como siempre. Se dejó los bajos en el borde de la rotonda, cayeron con estrépito algunas bombonas y el vehículo quedó varado en el centro geométrico del cruce. El pobre conductor debió pensar que aquello podía explotar así que saltó de la cabina y salió corriendo medio agachado mientras se protegía la nuca con las manos.

miércoles, 7 de abril de 2021

Les filles; Marie, Catherine y Soledad

En Newark, New Jersey, nacieron Philip Roth, Paul Simon, Paul Auster o Francesco Castelluccio. Este Francesco hizo sus pinitos con las tijeras en la barbería de su padre antes de dedicarse a lo suyo, que era cantar. Lo hizo como Frankie Valli, voz solista, inconfundible por su falsete, de los Four Seasons. El otro pilar del grupo era Bob Gaudio, que tenía 19 años cuando compuso “Sherry”, el primero de los tres números uno consecutivos que tuvieron entre agosto del 62 y enero del 63. La letra la escribió Bob Crewe, el productor. Los dos Bobs colaboraron también en su segundo éxito, “Big Girls Don't Cry”, y en otro tema titulado “What Makes Little Girls Cry”, una especie de secuela del anterior, aunque bastante menos energético. Puede que por eso lo cedieran a las Shepherd Sisters que lo grabaron en 1963. No confundir con otra canción del mismo título de otro grupo de chicas, las Victorians (y que por cierto es bien bonita). La de Gaudio-Crewe comienza con uno de esos estribillos sin sentido de la época, ay-yai-yai, shubi-du-bi-dum-dei, y en la inocente letra una niña de ocho años llora porque un niño de diez no le llama por teléfono. El mismo año Marie Laforet, de lánguida belleza, grabó una versión en francés Qu'est-ce qui fait pleurer les filles”. Se mantenía el shubi-dubi pero atribuía ya veinte años a los protagonistas y mejoraba el tono melifluo de las Shepherd. El año siguiente, 1964, la melancólica Marie publicó la versión en italiano “Vent' anni o poco più”, a la que siguió otra de Catherine Spaak (en un single que en la cara A llevaba “Ieri”, el “Yesterday” de los Beatles). En castellano también se hicieron varios covers, al menos tres, con el título “Lo que hace a las chicas llorar” en la adaptación de Manuel Salina. Hubo una versión lenta de un Conjunto Mangas Verdes (nombrecito), otra de la vocalista Rosita Perú y en especial la de Soledad Miranda, también del 64, que es la más animada de todas. Soledad era una sevillana de 20 años con mucho desparpajo que fue sobre todo actriz pero que también grabó dos discos de cuatro canciones en plan chica yeyé. Todas las versiones, en inglés, francés, italiano y español, tienen en común, además del innegociable ay-yai-yai, shubi-du-bi-dum-dei, las alusiones a llamadas por teléfono; y, salvo la de Rosita Perú, están en audio en YouTube. En vídeo, solo hay dos grabaciones de la RAI en las que Catherine Spaak canta, o hace que canta, con todo su encanto juvenil.

domingo, 4 de abril de 2021

Chamfort

He encontrado un pensamiento de Chamfort que, en mi modesta opinión, tiene mucha gracia (por cierto, otro pensamiento de Chamfort: “La falsa modestia es el más decente de todos los engaños”). El pensamiento al que me refiero es este: “Cuando oigo razonar que, considerándolo todo, la gente menos sensible es la más feliz, me acuerdo del proverbio indio: Es mejor estar sentado que de pie, y es mejor estar tumbado que sentado, pero mejor que cualquier otra cosa es estar muerto”. No sé de donde sacó Chamfort este proverbio, pero hay que estar de acuerdo en que a insensibilidad nadie le gana a un muerto, y también en que el razonamiento inicial (menos sensible, más feliz) es perverso. La gente más sensible es también la que puede en un momento dado saborear la mejor felicidad, la felicidad de tres estrellas Michelín. Ahora bien, es igual de cierto que esa misma gente será también en las circunstancias apropiadas (o más bien inapropiadas) la más infeliz, merced a esa sensibilidad exquisita, a la que cualquier nimiedad, que a otros nos dejaría indiferentes, puede afectar de forma muy negativa. Una cosa va por la otra. El proverbio indio (hindú) que cita Chamfort no lo he encontrado. En cambio me he topado con este presunto proverbio zen que dice lo contrario (o lo mismo pero sin ironía): “Es mejor estar sentado que acostado. Es mejor estar de pie que sentado. Es mejor caminar que estar de pie. Es mejor correr que caminar. Y es mejor volar que correr”. Bueno, igual sobraba lo de volar. Volviendo a la tierra, lejos de los extremos de volar o estar muerto, hay un dicho siberiano (sí, siberiano) que aporta cordura y, de manera indirecta, pone su grano de arena en la búsqueda de la felicidad: “Sentémonos, estando de pie es difícil encontrar la verdad”.

jueves, 1 de abril de 2021

El juego de la vida

(Donde se cuenta que la vida es un juego pero los muertos son de verdad). “Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde”, decía Gil de Biedma. La vida va en serio, desde luego, aunque el consenso general sea obviarlo. Es como el nihilismo, está muy bien a nivel teórico, pero en el día a día es muy poco práctico. En el día a día es mejor tomarse la vida como un juego; porque si no lo es debería serlo, por no andar tan tensos. Dicho de otra forma, el juego es el cuidado paliativo para la enfermedad mortal que es la vida. Más que dicho me ha quedado algo redicho. La vida es una lotería, pero como la de Babilonia en el cuento de Borges, con premios buenos y premios malos. Un premio de consolación, una especie de pedrea, es envejecer (y el peor premio morirse). Se me ocurre una frase (así, medio enigmática): envejecer es el ruido blanco de la vida. En el mercado de valores de la existencia, la tendencia a largo plazo es a la baja; nuestra recomendación, vender cuanto antes. O sea, carpe diem; o sea, juégala de nuevo Sam. Si le quitamos el romanticismo todo lo que hacemos en la vida es pasar el tiempo. Eso nosotros, los privilegiados de los países ricos, claro. La mejor forma de pasar el tiempo es amar, dicho sea con perdón y sin romanticismo. Si vivir es pasar el tiempo y pasar el tiempo es jugar, vivir es jugar. Nuestra filosofía de la vida, tan personal, tan de cada uno, tan diferente a la de nuestros padres, también nos ha tocado en la lotería. ¿Somos responsables de nuestros pequeños éxitos y de nuestros pequeños fracasos?. Admitamos pingüino, es parte de la diversión, pero no nos lo creamos del todo. Lo más que podemos pedirle a la vida es emoción; o sea, justo lo que buscamos en un juego. La vida es como la final de la copa, valdrá la pena si se mantiene la pasión hasta el último minuto. Lo de menos será el resultado; que de todas formas, en el juego de la vida, ya conocemos de antemano. Como dijo Gil de Biedma un día de bajón: “Envejecer, morir, es el único argumento de la obra”.