jueves, 31 de diciembre de 2020

Winterlude

El invierno une mucho, porque es algo que nos sucede a todos. Llueve con persistencia y, detrás de las nubes, los montes están nevados; eso han dicho. El tema interesa, el tiempo, pero no da tanto de sí, la verdad. ¿Une el invierno?, ahora dudo. Según eso la pandemia debería unir también, y no sé. Salgo de casa con invierno y pandemia, con gorro de lana y mascarilla. La mascarilla bien puesta me empaña las gafas. Me las quito y suceden dos cosas opuestas: por un lado el mundo recobra toda su luz y por otro aparece totalmente desenfocado. Me las vuelvo a poner, y a cada rato uso los dedos como limpiaparabrisas. Cuando las películas eran de celuloide a veces pasaba eso, que se desenfocaban, y la pitada y el pateo consiguientes despertaban al proyeccionista, que volvía a enfocar y todos tan amigos. Menos una vez que me pasó algo curioso. Fue viendo “El último emperador” de Bertolucci. Desde el principio la imagen estaba ligeramente desenfocada. Ese fue el problema, el ligeramente. Había poca gente y nadie chistó. Al rato me levanté y salí a protestar. No había ningún empleado a la vista, y no supe ir a la cabina de proyección. El fallo no se corrigió y vimos así toda la película. Al menos me quedó la satisfacción de mi ojo clínico. Mi plan para esta mañana no tiene nada de azaroso: sacar dinero, comprar el periódico, tomar un café y cortarme el pelo. En el cajero procuro tocar lo mínimo, marcando el pin a través de la manga. Me acerco a la peluquería y M. me cita para dentro de media hora. Voy a comprar el periódico. Con mascarilla, gafas y gorro debo parecer el espía que surgió del frío (Le Carré), o el hombre invisible (H G Wells). Pero me reconocen, tal vez por la voz, y agradezco el saludo, que me parece va algo más allá, que se extiende a estas fiestas, al cambio de año. Devuelvo el saludo con las mismas connotaciones. Sigo el plan previsto, tomaré un café y haré el sudoku. El café me sienta bien, vuelvo a la peluquería con otro ánimo. Charlo con M., la peluquera. Primero de su oficio, cortar el pelo, el rizo natural, las canas. Luego saltamos a la dentadura; las muelas del juicio, matar el nervio, los implantes. Todo un mundo. Al terminar, observo melancólico como barre los restos capilares. Me pongo el gorro y salgo a la lluvia. Me querría fijar en la gente, en la mañana, en todo; pero siempre hay algo, hoy las gafas, que se empañan.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Cuento de Navidad

Había pensado que, dadas las fechas, podría escribir un cuento de Navidad. Le he dado unas vueltas y algo tengo, un pequeño, mínimo relato. A ver que os parece. Al personaje le llamaría J., porque me he dado cuenta de la cantidad de nombres masculinos que empiezan por jota, empezando por el mismo Jesús; o Juan, Javier, José, Julio, vamos que ahora mismo no se me ocurre ninguno con otra letra, Jorge, Jaime. El narrador es una voz omnisciente. Es la tarde de Nochebuena y J. está duchándose. Antes ha hecho algo de ejercicio, para reforzar la verosimilitud se detalla que ha estado andando en bici. Mientras se enjabona, evoca las Navidades de la infancia. Piensa que es bonito cantar en familia. Recuerda, en especial, una tarde de Nochebuena en la que cantaron en bucle “El Cristo de Palacagüina”. Es algo que ha ido a menos; bueno, hace muchos años que no cantan nada. Ahora su vida se ha ido llenando de ausencias. Qué expresión, llena de ausencias, parece un contrasentido; más exacto sería decir vacía de presencias, pero suena peor. J. no suele cantar en la ducha; pero, por el día que es, se acuerda de una canción tradicional, que al final no habla de religión sino de reunión familiar, de reencontrarse con un ser querido: ven, ven a casa muchacho (hator, hator mutil etxera). J. regula el agua caliente y entona en voz baja, dudando de si se acordará de toda la letra. Pero sí, va saliendo, con algún titubeo, verás reír al padre y a la madre contenta, y llega a la parte que da como un arreón, se aviva el ritmo, las castañas se están asando con pequeños estallidos y la canción los remeda con onomatopeyas, y al llegar precisamente a ese punto, txipli, txapla, pun, a J. le puede la emoción y empieza a llorar mientras le corre el agua por la nuca, y ya solo queda la frase final, otra vez lento, pasemos una feliz Nochebuena.

viernes, 25 de diciembre de 2020

Personalidad escindida

En la ficción de su última película le preguntan a Meryl Streep por el libro que está escribiendo y contesta que está intentando, otra vez, meter el arco iris en una botella. Bonita idea, meter el arco iris en un libro, en una canción, en una entrada de blog. La autora de la frase es, supongo, la guionista, Deborah Eisenberg. Aquí, como todo aquel que ha escrito algo, hablo de mí. ¿De qué otra cosa podría hablar? Soy un hombre, me da cosa decirlo, pero lo soy. No soy especial, aunque a mí me lo parezca. Tengo una conciencia individual; ojalá no la tuviera, ojalá fuera una conciencia superior, colectiva, así viviría más tiempo. Aunque al final moriría igual, ¿qué es una era geológica al lado de la eternidad? Está dicho: la eternidad es algo que siempre acaba de empezar. Si el mundo no tiene sentido y no nos podemos fiar de la lógica para entender los comportamientos humanos, entonces debe ser imposible conocerse a uno mismo. Puntualizaría al oráculo de Delfos: Intenta conocerte a ti mismo. No sé quien soy, pero sí puedo decir que ese que firma no soy yo. Ese Javier es un farsante, no es él el autor de estas líneas (aunque al final somos el mismo, aclárame ese misterio). Yo, el que teclea, no Javier, pobrecillo, quiero quedar bien, quiero aparecer brillante, original, admirable; pero al mismo tiempo que no se me considere vanidoso, egocéntrico, resabiado. Pero peco. He escrito dos series de tres adjetivos y ayer leí que los adjetivos de uno en uno. Isaac Babel decía que solo los genios pueden permitirse usar dos a la vez; y aún más, si no encuentras el adjetivo perfecto deja mejor que el sustantivo vaya solo (un sustantivo con sustancia es capaz de sostenerse solo). Y voy y los pongo de tres en tres; una andanada de adjetivos por estribor, otra por babor. Un pirata aficionado, eso es lo que soy. No él, Javier, él no tiene culpa de nada.

martes, 22 de diciembre de 2020

Leonardo

La memoria actúa como una bomba de racimo. La onda expansiva que provoca un recuerdo hace estallar otros asociados. Así, oigo una anécdota y otra similar se despierta en mi cerebro; y con ella algunas circunstancias que, unidas en un hilo narrativo, adquieren la consistencia de una pequeña historia. Nos mudamos al principio del verano. Tenía nueve años e hice el trayecto sentado en el borde del asiento de un utilitario, con la espalda apoyada en una bombona de butano. Un viaje del pueblo a la ciudad de solo diez kilómetros, pero un cambio en la vida que iba más allá de la distancia física. Nuestro nuevo hogar era un segundo piso en una casa nueva de siete plantas; treinta y cinco vecinos y un matrimonio de porteros que tenían su propia vivienda, arriba junto al tejado. Los porteros me parecían muy mayores y creo que venían de algún pueblo de Castilla. Con los obreros aún dando los últimos toques una vecina le preguntó su nombre al marido y, al responder este que Leonardo, exclamó: “Vaya, como el pintor”, y el bueno de Leonardo contestó: “No, el pintor se llama Manolo”. El portal daba a una calle y nuestro balcón a otra. Desde allí se divisaba la confluencia de ambas y, al otro lado, el patio de un colegio de monjas. Destacaban dos grandes palmeras, como si estuviéramos en una ciudad colonial. Para el verano teníamos un cuaderno de tareas escolares. Una de ellas era contar cuantos coches pasaban por la calle en una hora. Algo inopinado, ¿qué interés podría tener?; contar, ya sabíamos. Quizás era, como todo el cuaderno por otra parte, una manera de dar algo de paz a nuestras madres. Por allí apenas pasaban coches, y era una realidad la socorrida frase de que entonces los chavales jugaban al fútbol en la calle. El campo era el mismo cruce y el partido se paraba si asomaba algún vehículo. En septiembre empezó el nuevo curso y, asociados al camino que recorría cada día, aparecen convocados otros recuerdos. Los carboneros, que acoplaban una tolva de madera a la trampilla que daba al sótano y, saco a saco, iban echando el carbón e impregnando todo de hollín. El aire caliente con olor a sopa que emanaba de las cocinas de la clínica en la que, nueve años más tarde, me operarían de apendicitis. Los bloques de hielo que utilizando un gancho depositaban en algunos portales a primera hora de la mañana. Al final de la calle, al girar a la derecha, veía las letras gigantes que colgaban en vertical sujetas a una fachada: “Kelvinator”; justo el invento, frigorífico, que acabaría con el reparto de hielo. Pronto dejaron también de verse los partidos de fútbol, cada vez pasaban más coches. Un día al volver del colegio me enteré, atónito, de que al portero, Leonardo, le había atropellado uno y había muerto.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Leer es malo

Leer es malo. Leer mucho es malo. A veces, leer mucho es malo. Leer no siempre es bueno. Si lo lees todo y luego lo recuerdas, tienes un problema. En ocasiones lees algo y piensas, maldita sea, eso lo tenía en la cabeza, eso quería haberlo escrito yo. Bah, leer no es malo, no lo digo en serio; aunque me ha pasado, lo de que me pisen una idea (pero todas las ideas están pisadas). Leyendo una novela me he enterado, con asombro y admiración, de que en algunos cursos universitarios a mitad del trimestre tienen una “reading week”, una semana sin clases dedicada a leer. La novela (no especifico porque no me ha parecido muy buena) hablaba del Trinity College de Dublín (ex-alumno más famoso, Oscar Wilde). También se cuenta que allí, en el comedor para los alumnos con beca, se reza en latín. Por otros lares es habitual la semana blanca, una semana igualmente sin clases y que se puede dedicar a disfrutar de la nieve durante el día y, ya al atardecer, a sentarse junto al fuego a leer un buen libro. Ah, que no, que hay que salir a tomar unas copas, vale. Siempre me acuerdo de un concurso que hicieron para fomentar la afición a los libros entre los niños. Estos tenían que proponer un lema a favor de la lectura. Una niña presentó este, justamente premiado: El que llora es un llorón, el que lima es un limón y el que lee es un león. Me encanta; además siempre he sido partidario de los leones. Para terminar, y antes de que lo lea en algún sitio y me lo pisen, un aforismo que no tiene nada que ver con la lectura: El universo no debe ser tan grande cuando cabe en una palabra.

martes, 15 de diciembre de 2020

En las nubes

“No he visto la película, pero me gustó mucho más no haber leído el libro”, fue un comentario que me hizo gracia. Se refería a “50 sombras de Grey” y me sentí plenamente identificado. Ahora se podría decir lo mismo de alguna que otra serie. Se cuenta que, en el crack del 29, Rockefeller vendió todas sus acciones cuando supo que los limpiabotas invertían en bolsa. Por esa regla de tres, este debe ser el momento de deshacernos de todas las series antes de que nos exploten en las manos (o en el cerebro), ya que no se habla de otra cosa. Igual salvaría esas de seis u ocho capítulos que pueden ser el medio ideal para adaptar una novela al lenguaje audiovisual. Las buenas, digo. Se podría optar entre leer el libro o ver la serie, con idéntica inversión en tiempo. El libro tiene una ventaja, se puede tocar, cuando se va la luz sigue ahí (y cuando te despiertas también). Los nativos de este siglo no son conscientes de que no vivimos en el mundo real, físico, sino en una ficción informática. Me he dado cuenta al encontrar en el fondo de un cajón un extraño mamotreto de hojas finas. Era una guía telefónica. Este antiguo artefacto servía para saber cuanta gente con tu mismo apellido había en la ciudad. Leerla no era tan aburrido, allí aparecía todo el mundo con su nombre y dirección, además del número; fijo, muy fijo. Unos datos confidenciales que se suministraban por las buenas, sin complejos; ni tan siquiera había que aceptar las cookies. A la modernidad líquida le ha sucedido esta postmodernidad gaseosa. Casi todo está en la nube, una expresión de lo más adecuada. En mi inocencia veo claro que todo esa información y desinformación, todos esos giga-terabytes que flotan en el aire, algún día desaparecerán, arrastrados por el viento del progreso o del retroceso; lo que llegue antes.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Diálogo postsocrático

Ella. —¿En qué estás pensando?
Él. —En nada, bobadas.
Ella. —¿En qué bobadas?
Él. —Mmm, en que la Muralla China está sobrevalorada.
Ella. —¿La Gran Muralla China?
Él. —¿Lo ves?
Ella. —Jaja, en serio, ¿por qué?
Él. —Bueno, no sé, la Gran Muralla larga es, eso hay que reconocerlo, pero ¿grande?, yo la veo bajita. No creo que tuviera... entidad suficiente para detener a un ejército; vamos, ni a un pequeño grupo de hombres decididos.
Ella. —Hombres decididos, eso no me suena bien.
Él. —Pon amazonas aguerridas.
Ella. —Mejor. Oye, gran tema el de la gran muralla, pero ¿a cuento de qué?
Él. —Eso me estaba preguntando. Asociación de ideas, supongo. ¿Por qué otro mecanismo pensaríamos cualquier cosa?
Ella. —Fundemos una empresa, Ideas Asociadas SL.
Él. —Con tu mente y mi cuerpo nos forramos. Mira, se me está ocurriendo, igual el caso más interesante, o más provechoso, de asociación de ideas sea cuando es entre dos, o sea en un diálogo.
Ella. —Lo pillo, en un diálogo como es debido las ruedas dentadas de nuestros cerebros giran y se arrastran mutuamente, ayudando a mover los engranajes del pensamiento y a producir estas ideas nuestras tan claras, perspicaces, inspiradas, brillantes.
Él. —Dí que sí.


miércoles, 9 de diciembre de 2020

Dos apuntes sobre mi madre

“La novia vestía de negro” es una película de François Truffaut y Jeanne Moreau. Me acuerdo de ella porque mi madre se casó de negro. Eso entonces era normal, creo. La madre es un gran tema literario. Tenía un amigo que, a poco que viniera a cuento, se ponía a declamar: “Porque sin ser tu marido, ni tu novio, ni tu amante, yo soy quien más te ha querido, ¡MADRE!”, que está sacado de un poema de Rafael de León. Hay muchos más ejemplos, Albert Cohen, el autor de "Bella del Señor", publicó "El libro de mi madre", una curiosa obra dedicada a la pasión  mutua que sintieron él y su madre (era hijo único). Todo eso me ha hecho preguntarme si tengo algo que decir al respecto. Y claro que tengo; pero por prudencia, y también por pudor, solo esbozaré un par de apuntes. Debería empezar, y empiezo, por aquel episodio, de comunión íntima con mi madre, en que pasé de percibir una claridad difusa a sentir la luz deslumbrante del mundo y ponerme a llorar; con razón. Un episodio, el nacimiento, no exento de cierta violencia traumática y que pude superar gracias a mi madre, que me protegió con su calor y me alimentó física y espiritualmente en los días, meses y años subsiguientes. O eso me imagino. Por su relación con la escritura, quiero comentar también que durante los años que estuve lejos de casa, entretenido con la carrera, mi relación con la familia fue a través del, ya por entonces, bastante anacrónico medio de las cartas manuscritas. Y era mi madre la que me escribía. Siempre me la imaginaba bolígrafo en mano en la mesa de la cocina, por la tarde, antes de que mis hermanas más pequeñas volvieran del colegio. Ya no recuerdo los detalles de aquella correspondencia. Mis cartas se perdieron irremediablemente, pero las suyas deben de estar guardadas en algún sitio, porque yo las conservé. Mi madre fue a la escuela lo justo, y aún menos, por la guerra, y lo que sí recuerdo es su letra desgarbada pero sin faltas de ortografía. Años más tarde descubrí que guardaba en su mesilla un libro de gramática para escolares, y entonces la quise un poco más.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Tan cerca y tan lejos

“Sociedad, suciedad, saciedad”, decía una pintada en la escuela de ingenieros. Sí, qué hastío nos causa a veces la sociedad; pero el caso es que no podemos vivir sin ella. Somos seres sociales. Incluso el más huraño de los humanos depende de modo decisivo de los demás. Me acuerdo de Unabomber, el chiflado que, escondido en algún paraje remoto de los Estados Unidos, se dedicaba a mandar bombas por correo. Protestaba contra la sociedad industrial, decía. Pero Unabomber no era nada sin todo lo que le había dado la misma sociedad, empezando por los materiales para sus bombas y el propio servicio postal. Sin los demás solo hubiera sido un pobre animal indefenso. Vivimos en un hormiguero e inevitablemente tropezamos con las otras hormigas que pululan por todas partes. Así los encuentros fortuitos se suceden y, a poco que nos fijemos, dejan un goteo de pequeñas anécdotas significativas que generan dudas, preguntas, inquietudes y alguna que otra enseñanza. Hace años, pocos o muchos, depende de como lo consideres, estábamos un día de fiesta en la plaza. Era verano y nos sentamos a ver pasar gente mientras comíamos un helado. Un hombre de unos setenta y tantos años se sentó a mi lado, en el extremo del banco. Me saludó, le contesté. Siguió hablando. Vivía solo. Los hijos le decían que fuera a vivir con ellos. Él, que no quería. Prefería vivir en su casa, con sus recuerdos. Yo atendía cortés a sus explicaciones, me daba pena, un hombre solitario, debía tener una necesidad casi patológica de hablar con alguien, ¿dónde estaban aquellos hijos? Hacía un año que había muerto su mujer. Amparo se llamaba y el nombre le venía como anillo al dedo, amparado se había sentido él a su lado. Éramos uña y carne, decía. Me lo imaginé, aquel hombre se despertaba cada mañana en su lado de la cama, la foto de la boda en blanco y negro sobre el tocador, la casa en silencio y todo el día por delante. No discutíamos nunca, yo le decía a todo que sí. Eso me hizo gracia. Llevábamos más de cincuenta años juntos, proseguía, éramos uña y carne.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Creer o aprender

Un chiste adaptado al mundo literario: No me han llamado las musas por los caminos de la poesía. ¿Y por los de la prosa? Por los de la prosa tampoco. Habría que decir “la buena prosa”, ya que prosa es lo que practica, a veces sin saberlo, todo el que habla y/o discurre; en especial, dentro de la prosa, el diálogo y la voz interior (lo demás es artificio, o sea literatura). A la prosa se dedicó, sobre todo, Josep Pla; en catalán, aunque también escribió en castellano. Su libro “Notas del crepúsculo”, del crepúsculo de su vida, empieza con esta frase: “Es mucho más cómodo y fácil creer que aprender, que conocer”. Todo un acierto. Lo repito un poco más claro: Es más fácil creer que aprender. Y es que eso es lo que hacemos los “ignoramus”, creer esto o lo otro, intuir más que constatar. El atenuante que alego en mi caso es que mantengo todas las reservas sobre mis “creo”s. Creer no es suficiente como sistema de pensamiento. Inciso, dicen que tenemos 60.000 pensamientos al día y que casi todos son negativos (y algunos impuros, añado). Muchos pensamientos me parecen; siendo tantos los llamaría unidades cognitivas, o algo por el estilo. Un pensamiento debe ser algo más elaborado, supongo. Vuelvo al tema. Creer es para perezosos; lo humano es aprender, sabiendo que es la tarea de nunca acabar y que a la vez vas olvidando. Ampliando la perspectiva, el ser humano empieza de cero en cada generación (en cada uno de nosotros) y tenemos que aprenderlo todo de nuevo, y a ser posible ir un poco más lejos (y eso lo consiguen cuatro). Es el mito, o más bien la maldición, de Sísifo; que, no sé por qué, está de moda, lo citan aquí y allá. El peligro es cuando, eso que crees porque te lo pide el cuerpo, te lo crees demasiado y deduces que los demás están equivocados. En esos casos, tan frecuentes, hay que acordarse del aforismo de Kafka: “En tu lucha contra el mundo, ponte de parte del mundo”.

sábado, 28 de noviembre de 2020

En Ginebra

Estaba en Ginebra; en Ginebra, Suiza, que no he estado nunca. Lo más cerca en Lausana, junto al mismo lago Leman; o Lemán, con tilde. Mencionar Ginebra me recuerda el géiser que tienen, o falso géiser. Siempre me había parecido sospechoso, un chorro de agua gigantesco, ¿para qué? Ahora más, con el cambio climático; aunque es bonito, eso sí. Estaba en Ginebra y veía el géiser (mal llamado géiser, lo sé) y pensaba en la reina Ginebra y la duda que tengo de si consumó, o no, la infidelidad con Sir Lancelot. Bueno, es agua pasada, o leyenda pasada. Estaba en Ginebra, ciudad de habla francesa pero suiza, qué raro. Suiza es un país multilingüe; pero, ojo, multilingüe de uno en uno, me parece. El que habla francés no habla alemán, ni italiano, ni romanche y multiversa. Me ha salido así, lo de multiversa, por viceversa pero con varios factores contra uno, que va rotando; no sé si valdría (¿algún filólogo en la sala?). Estaba en Ginebra, en un parque junto al lago, con la fuente exuberante de fondo, y, paseando, vi un hombre sentado en un banco. Un anciano, muy tieso, que sostenía un bastón; con la mirada perdida en la distancia. Pero no, la mirada no, no había mirada, el hombre no veía, el hombre era Borges. Borges anciano y yo joven; o, me di cuenta, más bien al revés, yo mortal y Borges eterno. “Maestro”, le dije, “¿me permite que me siente a su lado?” Borges sonrió de modo exagerado, como le había visto sonreír en grabaciones. “Cómo no, es un parque público”. Me senté, emocionado de estar con Borges, pensando qué decirle, convencido de que él me diría algo fulgente (solo estar a su lado y ya se me estaba pegando algo). Caí en la cuenta de que la situación me era familiar: dos hombres sentados en un banco y uno de ellos, como mínimo, es Jorge Luis Borges. ¿Era yo “el otro”? No, no era el otro, y se lo dije. “Ah, conoce la historia, me gustó escribirla”, me contestó Borges con la voz de R., un amigo argentino. Eso me desconcertó, me quedé en silencio. Borges giró la cabeza hacia mí, hacia donde había oído mi voz; y sonriendo, exagerando de nuevo, añadió: “Sabe, María me dejó plantado, ya me voy sintiendo árbol”.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Me viniste a ver

Me viniste a ver y no estaba.
Me dio pena, te hubiera invitado a la sala de estar,
con la luz de la tarde suavizada por las cortinas.
Te he traído el sol y la lluvia, me dirías,
y yo te ofrecería un café, o un té si lo prefieres.
Luego voy a la cocina a prepararlo,
y al volver con la bandeja,
estás junto a la ventana, ojeando un libro.
Sacaría del aparador las tazas y los platillos,
con sus figuras de flores y su tintineo.
Tú, moviéndote suave, me ayudas a disponer la mesa.
Colocarías, cómplice, las cucharillas, las servilletas, el azucarero.
Te sirvo el café, o el té si fuera el caso,
y un breve chaparrón repiquetea en los cristales.
Beberíamos a pequeños sorbos,
mientras nos sonreímos sin saber bien por qué,
diciendo poco o no diciendo nada.
Saldría de nuevo el sol
y hasta puede que, a través de la ventana, luzca el arco iris.
Solo entonces, despacio, te doy un beso que sabe a queso;
no por nada, solo por el gusto de tu compañía y de las palabras rimadas.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Queda pendiente

Una vida, estoy ya convencido, no es suficiente. Lo que no sé es cuántas hacen falta para poder decir que has vivido. Tampoco creo que sean muchas, pero solo una, qué putada. En el auditorium había un piano de pared. Allí íbamos, sobre todo, a ver cine. El piano estaba a la derecha de la pantalla, como para acompañar una película muda. Solo una vez había visto a alguien tocarlo. Fue al acabar una peli; mientras íbamos saliendo (con pereza de volver al mundo real), Tulio, al que siempre asocio con Cicerón, claro, levantó la tapa y, de pie, interpretó algo veloz, digno de un salón del oeste. Por lo demás, allí estaba el piano, más un mueble que otra cosa. Una tarde lo oí sonar a través de las puertas. Me asomé. Los cortinones estaban descorridos y la sala llena de luz. Había unos cuantos chicos y chicas en las primeras filas. Un hombre mayor, sería el profesor, estaba sentado en la escalera del escenario. La pianista tenía el pelo corto y, a pesar de su apariencia frágil, irradiaba energía. La pieza era lenta y me pareció tristísima, la melodía más triste del mundo. Se repetía una frase musical, creo que se dice así, y luego unas variaciones que a ratos se me antojaban disonantes, como si errara al elegir las teclas, como lamentos. La velocidad y la intensidad variaban. Como se ve, hablo de piano y música y solo sé los nombres de las notas. Me sentí afortunado de vivir aquel momento, la luz de la tarde y las notas vibrantes. ¿Por qué unas notas te pueden tocar el corazón? Pensé en cómo lo contaría, si sería capaz de confesar que me había emocionado, que había imaginado que la chica tocaba para mí. La pieza terminó con unos acordes menguantes. El profesor dijo: “Bien, cuida el tempo; coge aire y desde el principio”. La chica se relajó, encogió los hombros, estiró el cuello hacia atrás y flexionó los dedos. Entonces miró de reojo y me vio. Intenté sonreír y ella levantó las cejas en un gesto que me pareció amistoso. Luego, recuperó su postura cara al piano, pasó las páginas de la partitura y empezó de nuevo. La misma ola lenta de música, las discordancias, la pena y el consuelo al mismo tiempo. La vida es triste y preciosa a la vez, me estaba diciendo, tienes suerte de estar aquí, guárdate este momento. Luego he vuelto a oír la melodía en otros contextos, y he sabido que es la Gymnopédie nº 1 de Erik Satie, una pieza muy popular (y de tristeza reconocida). La compuso en 1888, a los veintidós años, y el mismo Satie añadió al título, “lent et douloureux”, lento y doloroso. Sigo sin saber nada de música, tal vez en otra vida...

domingo, 15 de noviembre de 2020

Ni esperes, ni desesperes

Paula Fox en “Personajes desesperados” cita una frase de Thoreau: “La mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación”. Cuando lei “Walden” no me fijé en ella (ni en casi nada), y resulta que es de las más conocidas de Thoreau y hasta sale en la película “El club de los poetas muertos”. La busco ahora y ahí está, al principio del libro. Hay discusiones sobre qué quiso decir. Pesimista es, desde luego, y le encuentro cierto sentido: si nada tiene remedio mantengamos la calma al menos. Al citarla en inglés muchas veces se añade: “y se va a la tumba con la canción aún en su interior”, aunque este añadido es apócrifo (y puede que suene mejor en la versión original: ...and go to the grave with the song still in them). Es discutible lo de la canción que se queda sin salir a la luz. Henry James tiene un cuento, “Los años intermedios”, donde un escritor en sus últimos días llega a la conclusión de que pensar que le quedaba por escribir algo mejor, sublime, no era sino una fantasía. Lo que tenía que escribir ya lo había escrito. Igual sucede con esas supuestas canciones, son ilusiones que nos hacemos. Personalizando, me parece que mi canción es esto que lees, no guardo nada más en la manga. Esta segunda parte de la cita, insisto, es un pegote. Lo que dijo, escribió, es lo de la tranquila desesperación; o silenciosa, en otra traducción. Claro que escribió tantas cosas. Leo ahora la frase justo anterior: “Como si se pudiera matar el tiempo sin herir a la eternidad”. O al final del párrafo: “Es una característica de la sabiduría no hacer cosas desesperadas”. Será por frases. Una impresión que saqué de “Walden” es que Thoreau, sin desmerecerle, no vivió aquel año y medio en soledad. El pueblo, Concord, estaba cerca, y cada dos por tres charlaba con uno o con otro; la soledad no era su problema. Otra cosa que dice Paula Fox, así de pasada, es que las palabras solo sirven para decir lo que se puede decir con palabras. Oración algo capicúa y algo retorcida a la que me acojo en el caso de que no se me entienda.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Metempsicosis

    Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Y mujeres de verdad; héroes también, no me gusta “heroína”, ni “poetisa”; son palabras que, de alguna manera, nos hacen de menos. En mi caso; “médica”, “médico”, las dos son aceptables. Urgencias es un punto de convergencia del sufrimiento; un campo de Marte donde, si te fijas, verás héroes con bata y también héroes postrados.

    Me acabo de sentar con un café de la máquina cuando mi compañera Blanca viene con un aviso.

    —En camino un posible infarto con insuficiencia respiratoria, he sacado el historial.

    Le echo un vistazo; mujer, 83 años, varias patologías, media docena de medicamentos habituales.

    —Espera, este nombre lo conozco, la dirección coincide. Es Nina, mi profesora de Lengua.

    ¿Nina?, pero el nombre es Ana.

    Sí, pero le llamaban Ana Karenina, y luego ya Nina.

    Apoyo los codos en la mesa y me cubro la boca con las manos entrelazando los dedos. Nina...

    El primer día de clase entró en el aula y, en medio del guirigay, se puso a escribir en la pizarra: “LA LITERATURA”, el jaleo se hizo murmullo, “ES LA MEDICINA”, ya solo se oía el rascar de la tiza, “DEL ALMA”. Sentí que el mensaje era para mí. Yo quería ser médico y ese verano había leído “Cuerpos y almas”. Mis héroes, Nina fue una de ellos.

    Cuando llega estoy con otro paciente. Termino y Blanca me indica un box y me dice en voz baja:

    —Tu profesora está muy malita.

    Entro y reconozco sus rasgos en un cuerpo consumido, pequeña en la camilla, un ser humano a merced del tiempo. El box tiene una ventana, arriba, pegada al techo. Está entreabierta y se ve un rectángulo de cielo. Por ahí se irá el alma; aparecerá una alondra y el alma de Nina transmigrará, y saldrá volando. Ha sido un pensamiento reflejo; he asociado el recuerdo de cuando leímos en clase un fragmento del Ulises de Joyce y aprendí esa palabra, metempsicosis.

    Nina ha abierto los ojos. Le cojo la mano, le sonrío y le digo:

    Nina, Ana, eres una de mis héroes. ¿Recuerdas cuando escribiste “La literatura es la medicina del alma”? Fue maravilloso.

    *Agradecimientos: a Lucia Berlin, Íñigo Larroque y el taller de escritura.


viernes, 6 de noviembre de 2020

Asediados

“I feel it in my fingers, I feel it in my toes”, el maldito virus está en todas partes, como el amor en la canción de Los Troggs (Love Is All Around, 1967). Por cierto, la movilidad se justifica por dos de las tres cosas que hay en la vida, salud y dinero (o sea trabajo), ¡falta el amor! Muy ligero he empezado, pero hay que quitar hierro. Pienso en algunas personas a las que no va a afectar la pandemia, porque ya no están. A mí mismo me llega tarde, sin estar muerto. Me afecta, cómo no, pero no me puede agobiar como lo han hecho antes otras circunstancias, estoy vacunado contra este agobio. Peor sería una guerra. Peor es una guerra ahora mismo en muchos sitios. El toque de queda, una medida sanitaria, y van algunos y protestan quemando contenedores. El motivo, supongo, es que no les dejan salir a divertirse por la noche. Tienen casa, vestido, comida, y diría que hasta dinero en el bolsillo. Y sanidad pública. ¿Qué ha fallado? La educación; la solidaridad y los valores. Lo digo sabiendo que hasta estos tienen su cuota de razón, y que nadie la tiene del todo, ni Angela Merkel. Todo esto es algo que da qué pensar; los tiempos, la esencia de la sociedad humana, la fugacidad de la vida. Es complicado. Me ha llamado la atención la expresión “municipios colindantes”. “Co-lin-dan-te” es una palabra musical, suena a campanilleo; pero podrían haber dicho “municipios vecinos”. Esto me recuerda algo que le leí a Ursula K Le Guin: en inglés las palabras de una o dos sílabas son la inmensa mayoría. Luego están las de tres, más especializadas, pero comunes, y luego las de cuatro o más, que suelen requerir para su uso de un profesor universitario. En español la tendencia es la contraria. La prosa castellana es más pesada, está cargada de polisílabos. Me estoy yendo por las ramas. Una cosa sobre los gestores de la pandemia, los políticos. No creo que sea un colectivo mucho más desastroso que otro cualquiera; los panaderos, por ejemplo. Lo bueno de los panaderos es que no nos gobiernan. Ni a los panaderos les sale siempre bien el pan, ni los políticos se equivocan siempre. Y sobre Angela Merkel; que quede claro, Angela, te admiro.

viernes, 30 de octubre de 2020

Uñas

Se habla poco del corte de uñas, y no deja de ser un tema de interés general. A todo el mundo le crecen y todo el mundo tiene que cortárselas, o morderlas (o ir a la manicura). Ayer me las corté. Lo hice en el balcón para que los recortes no se perdieran en el sofá o en la alfombra. Ahora uso el cortaúñas; pero antes, con más estrés, a menudo utilizaba unas tijeras de electricista; al modo espartano. Suelo empezar por las uñas de la mano derecha, manejando el cortaúñas con la izquierda, o sea con la torpe, la menos diestra. Así dejo lo fácil para el final. Luego los pies; ya tocaba, aunque sus uñas, como es sabido, crecen más despacio. Estoy moderadamente orgulloso de mis pies, por comentar. De tamaño standard, un cuarenta, no padecen ninguna malformación, callo o similar. Suficiente para estar satisfecho, pienso. Dicen los podólogos, por cierto, que las uñas de los pies cumplen una función muy importante (sea cual sea). Las de los dedos más pequeños me inquietan. La uña tiende a curvarse, siguiendo la forma redonda del dedo, y entre eso y su tamaño no es tan fácil cortarla Cuando terminé, recogí los recortes, esas medias lunas de queratina que diría el poeta, y los tiré a la calle. Igual hice mal, en todo caso es un residuo cien por cien orgánico y natural. Esta mañana, en la cama medio dormido, he notado algo anómalo; hay una uña más larga. No acabo de entenderlo, igual es un sueño; pero no, es la uña del dedo índice de la mano izquierda, ayer me la salté. No sé si preocuparme, ¿me estoy diciendo algo a mí mismo?, ¿cómo se me pudo escapar? Para confesarlo todo, me había pasado antes, no recuerdo si con la misma. De momento la dejo así, una uña más larga puede que hasta tenga su utilidad (pelar una mandarina, rascarse la oreja, utilizarla como arma defensiva). Y me he dado cuenta de que estoy desarrollando una especie de gesto reflejo: cuando me quedo pensativo tiendo a frotar el filo de esa uña con la yema del pulgar adyacente.

lunes, 26 de octubre de 2020

La inauguración

Pablo siempre ha pintado. De hecho quiso hacer Bellas Artes, pero su padre, el indomable, no lo permitió. A dónde vas pintando, eso lo puedes hacer como afición; porque Pablo eres, pero Picasso, no creo. Así que hizo derecho, como él. El indomable tiene ahora ochenta años, y todos los días sale a la calle con sus muletas igual de indómito. Va a venir a la exposición. Es que Pablo expone, al fin, sí; aunque sea porque el concejal de cultura es un amigo y el fin benéfico, pro-refugiados. Ya sabe que no es Picasso, ni falta que le hace; es pintor, pinta como respira, lo necesita. El idiota de Ramón, treinta años de compartir bufete, le dijo ayer, cuando le invitó a la inauguración, “ah, ¿pero sigues pintando?”. No sigo, Ramón, pinto, y pintaré hasta que me muera. Hay bastante gente y mientras saluda, de forma mecánica, a unos y a otros piensa que esos cuadros son él. Esos cuadros no es que los haya pintado, los ha parido, los ha tenido que pintar para poder seguir vivo. La gente le felicita; Guinea, el presidente del colegio de abogados, le ha dicho, “qué fuerza, qué vida tienen”; y Clara, la esposa, “nos llevaremos uno, me encantan”. Ramón, aguafiestas, le dice al oído, “oye Pablo, pero no hay dibujo, ¿no?”. ¿Dibujo?; él no dibuja, él siente, crea. Alguien comenta, una vez más, que comprar arte, además de su valor intrínseco, es también una buena inversión. Pablo va un momento al baño; está algo nervioso, por el indomable, que llegará en cualquier momento. Mientras se lava las manos oye por un ventanuco la voz de Guinea que dice, camino de la salida, “y ahora, ¿qué hacemos con este engendro?”.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Comidas familiares

Estás en una comida familiar y la abuela acaba de poner, en el centro de la mesa, una fuente repleta de langostinos. Tres versos en métrica libre, ¡bota Javier! No fue así exactamente, pero el tema propuesto sí era “una comida familiar”; y hubo una mención de Íñigo referente a unas gambas, estoy seguro. Por subir el listón las he sustituido por langostinos. Bueno, he puesto langostinos porque no suelen faltar en nuestras celebraciones. A menudo acompañados por el comentario de que una vez, en un restaurante, un comensal se bebió el tazón de agua con limón que sacan a veces para limpiarse los dedos. Es uno de esos cuentos apócrifos de la familia (que, lo siento Natalia, no me dan para un libro). En casa no llegamos a esa exquisitez del agua con limón; un rollo de papel o un trapo de cocina son suficientes. Y, en realidad, los langostinos nos los encontramos ya en el plato, con los entremeses. Para acompañar, dos opciónes; mayonesa o vinagreta. Mi elección suele ser juntar en un bocado, pinchando con el tenedor en este orden, un trozo de espárrago, una aceituna rellena, y un langostino bañado en vinagreta. La fuente se utiliza en sentido inverso, para dejar las cáscaras según se van pelando. Así que lo que hacía mi madre era retirar una fuente a rebosar de cabezas y cáscaras de langostino, unos restos siempre algo siniestros de ver. ¿A quién le importa todo esto? A nadie, a la familia, a mí. Todas las familias felices se parecen; las infelices, cada una lo es a su manera. Grande Tolstoi; pero aquello fue un efecto pirotécnico para empezar una novela, nada más. Durante mucho tiempo me preguntaba cómo serían de verdad las demás familias, no conocía otra que la mía. Ahora tiendo a pensar que todas las familias son iguales y, al mismo tiempo, cada familia es única; es una especie de misterio teológico. Tenemos en el cuarto una fotografía enmarcada de hace unos veinte años. Es la familia en su momento de máxima expansión, como el Imperio Romano en tiempos de Trajano. Dieciséis almas, desde el patriarca, mi padre, a los setenta y tantos, hasta un sobrino recién nacido. Está sacada un día de verano antes de sentarnos a la mesa; qué otra cosa hemos hecho a lo largo de los años que juntarnos para comer. Tantas comidas familiares...

domingo, 18 de octubre de 2020

Retorno a la Universidad

Vuelvo, a mi edad, a la Universidad, y asocio esta vuelta con “Retorno a Brideshead”, la novela de Evelyn Waugh. Los protagonistas son estudiantes de Oxford. Esto no es Oxford; pero, de alguna manera, lo evoca. Eso pienso cuando me cruzo en los pasillos con los estudiantes. Claro, que en realidad solo vuelvo al taller de escritura, no estudié aquí antes. Nunca es tarde para la Universidad (quién fuera a Oxford). Dicen que Sócrates, esperando que le prepararan la cicuta, que estaba condenado a beber, pasó el tiempo practicando con la flauta una pieza bastante complicada. ¿Para qué?, le preguntaron, para saberse la melodía antes de morir. Demasiado redondo para haber sucedido de verdad. Pero en su esencia la anécdota debe ser cierta. Platón, en uno de sus diálogos, cuenta los últimos días de Sócrates (o los recrea en plan filosófico). Allí dice que, los días previos a su muerte, se dedicó a componer versos, algo que no había hecho nunca. Explica que lo hace para responder a un mandato que le parece recibir como en sueños. A falta de otra cosa, se le ocurre poner en verso algunas fábulas de Esopo. Igual viene de ahí lo de la flauta, el espíritu es el mismo. Siguiendo con las asociaciones de ideas, me acuerdo de una esquela que vi una vez, de un hombre de ochenta y tantos, y que, debajo del nombre, como información relevante, decía: “Ex-alumno de Salesianos”. Alguien pensó que eso era lo más representativo que se podía decir de él, que había sido alumno de los salesianos. Pensándolo ahora, tal vez no le faltó razón y sea para eso para lo que hemos venido al mundo, para ser alumnos sempiternos, para emular a Sócrates y aprender por aprender. O intentarlo al menos.

jueves, 15 de octubre de 2020

Mama Said - The Shirelles (1961)

Las Shirelles era cuatro adolescentes de Passaic, New Jersey, que se juntaron como grupo en el Instituto. En 1960 llegaron al número uno con "Will You Love Me Tomorrow", hoy un clásico americano que se pueden poner a cantar en cualquier película. Persiguiendo la estela de ese éxito su productor, Luther Dixon, les compuso, en colaboración con Willie Denson, este "Mama Said", que subió hasta el número cuatro en las listas en 1961. El video, gentileza del canal "É Arquivo é Canal 8", es una recreación posterior con unas falsas Shirelles interpretando en playback. En todo caso la elegancia es auténtica, la canción infecciosa y trepidante y la siempre oportuna denuncia del racismo de lo más emocionante.

https://www.youtube.com/watch?v=02zDtdysPWI

lunes, 12 de octubre de 2020

Cioran

Pronto hará veinticinco años que habré muerto. Eso he pensado al leer que pronto hará ese tiempo que murió Cioran. Hasta ahora siempre había pronunciado, para mí, “ciorán”, con acento en la a; aunque el nombre no lleva tilde, por razones bien conocidas en Bucarest. Es un problema que tengo con los nombres propios, cómo pronunciarlos (véase la entrada sobre Camus). Los procedentes de otros idiomas, quiero decir. Ahora hay unas páginas estupendas de internet para consultarlo. En rumano parece ser que se dice algo como “chorrán”, que me suena atroz. En francés, “siogán”, con esa g suave de los franceses para la erre. En inglés, cada uno lo pronuncia como quiere, “saiorán”, “siorán”. Conclusión, “ciorán” está bien, y mejora desde luego el original rumano (para nuestro oído). Cioran (pronúncialo como quieras) empezó publicando en rumano, pero luego se pasó al francés (viviendo en París, así cualquiera). Decía que escribir en otro idioma le hacía percibir lo escrito de forma distinta, más luminosa, como redescubriendo el significado de cada palabra. Hace veinticinco años que murió Emil Cioran, a los 84, después de pasarse la vida pensando en el suicidio. Decía que la posibilidad de este es lo que le hacía soportable la vida. Pero vamos, que nunca se animó; en cambio se dedicó a escribir en su buhardilla. Leer a Cioran está bien, porque, por muy pesimista que seas, quedas, por comparación, como un incombustible amante de la vida. Bueno, estoy frivolizando, las cosas no son tan sencillas, dicen que en su desesperación tenía algo de jocoso, que había vitalidad ahí encubierta; qué sé yo de Cioran. Ahora quedo, de alguna forma, en deuda con él, por esa frase del comienzo: Pronto hará veinticinco años que habré muerto. Tempus fugit.

viernes, 9 de octubre de 2020

Corzos

A veces veo corzos. El año pasado, en septiembre, calculo que vi unos ocho, de uno en uno y alguna vez dos. Siempre en movimiento, huyendo de los humanos. En general te sienten antes que tú a ellos. Uno se cruzó en la carretera y pensé (iba en bici) solo me falta darme con un corzo. No, lo esquivaría. Claro que no siempre los esquivan. Este año, este septiembre, también he visto corzos, pero menos. El primero fue un bulto más bien pequeño en el arcén. Un corzo muerto, atropellado. Peor fue el siguiente, un corzo herido en la cuneta. Echado inmóvil, con la cabeza levantada, mirándome, los ojos mansos y tristes, o me lo parecieron. Se apreciaba una mancha oscura en los cuartos traseros, sería sangre. Me pregunté que sentiría y, hasta donde sea que los corzos piensen, qué pensaría. No podía andar y esperaba estoico, paciente, resignado; esperaba... ¿qué? Pensé si podía hacer algo, avisar a alguien. Igual había una protectora de animales en el pueblo, a dos kilómetros, me extrañaría. O la Cruz Roja, pero, claro, no están para eso, qué iba a hacer la Cruz Roja. O una sociedad de caza; pero me dirían que corzos sobran, como mucho un cazador le daría el tiro de gracia (de la gracia que no tiene). A la tarde me volví a acordar del corzo herido, no hice nada. Los días siguientes vi otro par de ellos. Uno subiendo ágil por el monte, cuando llegué a su altura ya no estaba a la vista. A finales de mes, sorpresa, vi un zorro. No huyó, se quedó observándome. Los zorros también sienten y, seguramente, piensan. Deben ser más astutos que los corzos, antes de huir valoran la situación. Todavía lo estoy viendo, quieto, mirándome por encima del hombro; la cola abultaba tanto como todo el resto del cuerpo.

miércoles, 7 de octubre de 2020

Diez mandamientos laicos

Algunas normas de conducta (provisionales) que la vida me ha ido sugiriendo. Antes de empezar, aclarar que no son consejos que vendo, sino los que para mí tengo, pautas a seguir para reconciliarme conmigo mismo. Sin afán exhaustivo, repartidas en diez puntos por motivos estéticos (un decálogo, como los mandamientos).

1- Cuida tu cuerpo, es todo lo que tienes. Estar sano es más que suficiente para empezar cada día con optimismo.

2- Vive en modo slow; además, la calma es contagiosa.

3- La felicidad no es un objetivo razonable. Acepta que somos algo felices y algo infelices, a ratos. Los momentos malos, ya pasarán; los buenos disfrútalos, pero sabiendo que algún contratiempo está al caer.

4- Vive el presente; goza de los pequeños logros, como ordenar el armario, escribir una entrada del blog o, incluso, que te empasten una muela.

5- La soledad es tan necesaria como la compañía de los demás, que es lo único que hay en el mundo. Hay que encontrar el punto de equilibrio, que depende de cada uno.

6- Procura no hablar por hablar, aprende a escuchar, no te importe estar en silencio, no adornes una anécdota para parecer más interesante.

7- Nadie ha nacido para servirte, ni tan siquiera tu madre; haz la cama, compra el pan, limpia los zapatos.

8- Es preferible dar a recibir, por la satisfacción que se deriva y por puro egoísmo: lo que más ansiamos en esta vida es que nos quieran.

9- Respeta que cada uno (un hijo, la pareja, el vecino) haga lo que quiera, no pretendas imponer tu voluntad a nadie.

10- Las personas valen por ellas mismas, no por su aspecto físico, ni por su edad.

Estas diez recomendaciones, que podrían competir en unos Juegos Olímpicos porque son rigurosamente amateur, se pueden resumir en una: Sé buena persona, humilde y amable con todo el mundo.


viernes, 2 de octubre de 2020

Mal que nos pese

Dice un experto en biotecnología que pronto habrá que redefinir qué es un ser humano. Me asombra lo de redefinir, como si el ser humano estuviera ya definido, como si conociéramos nuestra naturaleza. Igual alguien la conoce, o la ha conocido; lo dudo, no es mi caso. Se ha intentado, eso sí, los filósofos, que por desgracia quedan fuera del alcance de mi radar cognitivo. El nombre del nuevo ser ya existe: cíborg; habrá que ver hasta qué punto se puede aumentar la parte cibernética sin perder la esencia humanoide, dónde está la frontera. La biotecnología seguro que nos traerá hallazgos beneficiosos. Se van haciendo cosas pero, me parece, sin tocar aún lo esencial, la capacidad de pensar y sentir. Dicen que pronto se podrá tener un gps en el cerebro. No sé, hasta ahora me he orientado bastante bien y sospecho que, si nadie se pierde, esto puede convertirse en un caos (porque los extremos se tocan).Tener más memoria, se me ocurre, eso lo agradecería, aunque suena a hacer trampa. Además tener una memoria absoluta sería una maldición del mismo estilo que la de ser inmortal. Somos imperfectos, mortales y olvidadizos; estamos desorientados, perdidos en este valle de lágrimas (qué imagen esta, sobada como está, me sigue gustando, valle de lágrimas, fiú). Esa es nuestra naturaleza, ahora que caigo. Todo esto (que es bien poco) lo digo desde mi absoluto desconocimiento, que es lo que quería decir desde el principio. Estaba meditando estos días escribir algunas “impresiones generales sobre la vida”, ponerme un poco sentencioso, y hoy al despertarme me he dado cuenta de lo ridículo de la idea. Un detalle, hace dos entradas escribí “acerbo” donde quería decir “acervo” (ya lo he corregido). Hay que confesárselo a uno mismo de vez en cuando: saber, saber, no sé nada. Aunque, bueno, las impresiones creo que las voy a escribir igual.

martes, 29 de septiembre de 2020

Si yo fuera escritor

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces”..., y sigue así, sin dar tregua, durante 32 páginas. Tenía dieciocho años cuando este comienzo me deslumbró; es el cuento “Los cachorros”, de Vargas Llosa. Supongo que desde entonces hay un deseo latente en mi interior, un anhelo por escribir algo que provoque una reacción semejante. Si yo fuera escritor..., me viene la canción “If I were a rich man” (cambia rich man por writer). No lo soy, aunque me guste escribir. En todo caso, podría serlo igual que soy ciclista: no he corrido nunca el Tour de Francia, pero ando en bici; no he escrito Madame Bovary, pero tecleo palabras. Puestos a imaginar, voy a “imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué?”, ah, esto es de Julio Ramón Ribeyro, lo suscribo, menos lo de “arma para los impacientes” (qué querría decir con eso) y con la duda de la reflexión final, cómo y para qué, que hace que ese libro ideal quede como una quimera. Si yo fuera escritor (y ya, de paso, rico) quisiera reflejar el alma humana (qué menos), entretener, hablar de lo grande, y de lo pequeño, pero siempre en un tono desenfadado, con ironía y sin sarcasmo, riéndome de mí mismo el primero (sin que se note que no es en serio). Buscaría la claridad, las palabras justas y variadas (pero sin pasarse, no escribiría nunca “irrefragable”), huiría de altisonancias, de las oraciones enrevesadas e interminables, de aleccionamientos y de las palabras largas (touché). Me gusta que cada frase diga algo nuevo y que las ideas se sucedan con viveza, que lo escrito suene natural al leerlo en voz alta, con cierto ritmo, como esa voz en off de las películas. “Somos palabras en el aire en busca de sentido”, dice Rosa Montero. Nada más lógico que ordenarlas e intentar encontrarlo. Escribir es eso, sí, y es más cosas; es hablar sin que nadie te interrumpa, es pensar con los dedos, es querer ser mejor de lo que eres. Vamos, que escribir es bonito.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El blues de la polimerasa

Cazo al vuelo esta frase de la tele (un periodista en directo desde algún pueblo): ...además de los tradicionales pe-ce-erres... oh my god, los tradicionales, los míticos, los entrañables pe-ce-erres; y hace solo unos meses que se han hecho populares. Me entero (y me convierto en un patético enterao) que PCR son las siglas de polymerase chain reaction, y me da la impresión de que el nombre no está bien aplicado a una prueba para la detección del coronavirus (con perdón), ya que solo se refiere al primer paso, a la multiplicación (repetición en cadena) del ADN (que eso es el PCR) previa a lo que sea que se haga para decidir si estás contagiado o no. Este “lo que sea que se haga” me recuerda la estupefacción que me causó ver hace tiempo como se hacía alguna prueba de dopaje a ciclistas: había que deducir si el resultado era positivo o negativo observando unas manchas difusas obtenidas de lo que sea que se hiciera entonces. Por muy experto que fuera el ojo del técnico de laboratorio, aquello me pareció algo de lo más chapucero. Las pruebas pe-ce-erre son ya parte del folklore, del rico acervo popular, y no pueden faltar en ninguna no-fiesta. Me imagino como serán recordadas en unos años, qué digo años, en otros pocos meses: ¿te acuerdas de las pe-ce-erres?, jo, te metían un palito por la nariz hasta que te tocaba el cerebro.

lunes, 21 de septiembre de 2020

De la (mala) suerte

¿Que no existe la suerte?, ya, mira te voy a contar algo. Un caso en mi empresa, Luis y Miguel, a Luis lo conoces, vive aquí cerca, suele andar con dos perros, la mujer es una delgadita, sí, ese. Bueno, pues él y este otro, Miguel, estaban en el mismo departamento, con la misma categoría. Tenían edades parecidas, eran amigos, colegas. Todo normal, de vez en cuando quedaban a cenar con las mujeres. Lo único que Miguel no tenía hijos, y menos mal. Luis dos, ya sabes, dos niñas. Hace cosa de cinco años, cuando el traslado, van y a Luis lo hacen jefe, jefecillo, coordinador o algo. Tenían la misma antigüedad y méritos parecidos y uno va para arriba y el otro se queda de soldado raso, y ya con la impresión de que de ahí ya no se mueve. Miguel agarró un mosqueo del quince, no pudo asimilar que Luis ahora era su jefe, ya ni amigos ni leches. Miguel cumplía a regañadientes y a despotricar a espaldas del otro. Estaba amargado y, por lo visto, en casa insoportable, la mujer acabó dejándole. Solo en casa cuatro. Empezó a salir por la noche, una huida hacia adelante. En una discoteca conoció a una chica dominicana. Que fuera dominicana es lo de menos, eh, podía haber sido de cualquier sitio. Al principio todo muy bonito, alegre y cariñosa, qué maravilla. Ya pareja, le cuenta sus proyectos: que quería abrir un local de manicura, pero, claro, necesitaba algo de dinero. Miguel no tenía dos duros, con la pensión a su ex y eso, pero va y pide un préstamo, hipotecando el piso. Así que le ingresa el dinero, no sé cuanto, y justo entonces la dominicana le dice que su madre se ha puesto muy enferma y que tiene que ir verla. A Miguel se le debieron poner las orejas de punta, pero todo sea por el amor, va y le paga el avión, encima. Al cabo de un par de semanas la dominicana deja de contestarle las llamadas. A Miguel le entró una depre de caballo y tuvo que coger la baja. Poco después, casualidad, entro a tomar un café en un sitio, en el que no había estado nunca, y a quién me encuentro, a Miguel. En todos los años en la empresa nunca habíamos pasado del buenos días y del partido de ayer, pero me ve y me viene a saludar. No sabía que decirle, claro. Él no entró en detalles pero de repente se pone a llorar. Tierra trágame. Salí del paso como pude, que seguro que pronto estaría mejor y a ver cuando nos veíamos en el trabajo. Unos meses después me contó Rafa, el delegado sindical, que, además de la depresión, Miguel tenía una enfermedad ocular y que se estaba quedando ciego. Me dice: este ya no vuelve a trabajar. Ah, y que había perdido el piso y ahora vivía con la madre.

jueves, 17 de septiembre de 2020

El pretérito aflictivo (a J.)

Vuelvo del paseo matinal y veo el aviso en el móvil: 41 mensajes en tres chats. Antes de abrirlos ya he intuido la razón, J. ha muerto. J. es mi amigo; lo digo por última vez en presente, sabiendo que ya no es el tiempo verbal correcto. Llevaba una semana pendiente del teléfono, con J. en el hospital en situación terminal. Aunque sepas cual será el desenlace, la angustia es inevitable, piensas a todas horas: mi amigo J. se está muriendo (y yo también moriré un día). Por eso, sin quererlo, al suceder lo esperado, siento el golpe de la muerte y el alivio del fin de la espera. Ya no sufrirá más, ese sufrimiento se ha acabado, ahora empieza otro para los seres más cercanos. Este nuevo sufrimiento no tiene fin, en el mejor de los casos se irá solidificando con el transcurso del tiempo. Como amigo de muchos años también participo, en un segundo término. Una parte de este pesar es tener que empezar a referirme a J. en pasado: J. era mi amigo. Duele este uso correcto de la gramática, y me parece que debería haber una denominación específica, algo como pretérito impuesto o pretérito aflictivo, para distinguirlo del inocuo, intrascendente tiempo pasado nuestro de cada día.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Correrías

Los dos pillastres aparecen al fin con la cara tiznada. Pero, pero, ¿qué ha pasado? No, no es hollín. No ha habido fuego y no ha habido humo (bien, no hay que jugar con fuego, que no se os olvide). Es grasa de bicicleta, tal vez. Se habrá salido la cadena y los dos hermanos han hecho un intento de colocarla en su sitio. Y el intento, ¿ha sido con los morros? El mayor, más consciente, lo explica, algo apurado. En buena sintaxis castellana desgrana el episodio, dejando claro que ha sido fortuito, que no ha habido nada premeditado. Mientras, el pequeño, ajeno a cualquier sentimiento de culpa, se observa curioso la mano negra. En su cabeza procesa los datos y va atando cabos. Le queda la duda de qué es esa sustancia que mancha, cuál será la auténtica naturaleza de la grasa.

domingo, 30 de agosto de 2020

Discurso sincero

La verdad no se puede decir. “Di la verdad” es una proposición indecente, por lo imposible del encargo. “Sé sincero” es lo máximo que podemos pedir. Ser sincero, por supuesto, no garantiza nada. Podemos ser sinceros y estar equivocados por completo. Nos pasa el cincuenta por ciento de las veces (seamos optimistas). A grandes rasgos se deduciría que la mitad de las veces decimos la verdad, aunque casi siempre somos sinceros. Casi siempre, hay que dejar un margen a la duda y a la mentira. Un escritor no puede decir mentiras, o si las dice tienen otro nombre. Un escritor cuenta algo que le ha pasado y lo mismo le ha pasado a otro. Hay un columnista que a menudo intercala una anécdota y empieza “me acuerdo de una novia que tuve...”. No pudo tener tantas novias, es un recurso que utiliza, no es que mienta. O lo que cuenta fue lo contrario de lo que pasó, porque hubiera sido tan bonito así. El escritor, en definitiva, piensa que está creando. Eso creía yo también hasta que he leído una opinión de Julio Ramón Ribeyro (la i griega en la segunda i, acuérdate). Dice, escribe, algo así: “Algunos escritores piensan que están creando, cuando lo que hacen es discurrir”. Discurrir es como lo de ser sincero, no garantiza nada. Con total sinceridad lo digo, lo que estoy haciendo ahora mismo, lo que hago casi siempre, mal que bien, es discurrir. 

jueves, 27 de agosto de 2020

Curios-casual-idades

Casualidades. Pensándolo un poco, creo que no lo son tanto; la casualidad no es tan casual cuando está causada por la curiosidad. Puede, digo. Lo bueno de contarlo por escrito es que no rompo el silencio, tan hermoso (sabiendo también que, como dijo Azaña, la mejor manera de guardar un secreto en España es escribir un libro). Inciso, idea para salas de bibliotecas: desarrollar una tecnología que permita convertir en energía la actividad mental de los cerebros durante la lectura, importante que el proceso no genere ningún ruido (que sería un zumbido, en principio). Casualidades, que no salga de aquí, dos de ayer (del diario de un erudito ignorante). En una novelita de Pío Baroja (sin ánimo de ofender, es una novela breve de sus últimos años, lo diré: “Los amores de Antonio y Cristina”) el protagonista es un aspirante a pintor, y en un momento se dice que si bien su estilo preferido es el impresionismo, a veces pinta en plan “pompier”. Pompier es bombero en francés, pero también, lo miro, se puede referir, como en este caso, a un artista convencional, académico (y pomposo, pompeux). Mismo día, más tarde: busco información sobre Fernande Olivier, personaje que aparece en el libro, que acabo de empezar, “Autobiografía de Alice B. Toklas” de Gertrude Stein (quizás la frase más conocida de Gertrude sea la de “Una rosa es una rosa, es una rosa”). Fernande fue la primera pareja de Picasso y encuentro el dato de que escribió unas memorias con el título “Quand Picasso était pompier”; y traducen: “Cuando Picasso era bombero”. Mon Dieu, pues, ¿no acabo de aprender que hablando de pintores “pompier” es otra cosa?. A la tarde veo “Sombrero de copa” (Top Hat), la película de 1935 con Fred Astaire y Ginger Rogers. Por curiosidad, porque alguien la ha nombrado, por cultura general. No me ha gustado, salvo el primer baile de Astaire, espectacular, qué juego de piernas, ni Messi. A una de estas un personaje lee un telegrama:"Come ahead, stop, stop being a sap, stop, you can even bring Alberto, stop, my husband is stopping at your hotel, stop, when do you start, stop (ven, stop, deja de ser una mema, stop, hasta puedes traer a Alberto, stop, mi marido para en tu hotel, stop, cuando sales, stop) y comenta “no entiendo quién puede haberlo escrito”. Ginger Rogers, aludiendo a la confusión generada por las repeticiones y los come, stop, start, stop, contesta: “Suena como Gertrude Stein”. Resumo: Pío, pompier; Gertrude, Fernande, pompier; Top Hat, Gertrude. ¿Qué posibilidades había de que “pompier” y Gertrude Stein aparecieran dos veces el mismo día en mi vida? Curiosidades.

lunes, 24 de agosto de 2020

Los primos

El zoo ha abierto después de varios meses y dice el responsable que los grandes primates han echado de menos a la gente, que necesitan interactuar con los visitantes y que se han alegrado mucho al verlos de nuevo. Los grandes primates, ha dicho, no los monos, que suena algo despectivo. Los grandes primates (y los pequeños) se merecen un respeto, sí. Hace años estuve en el zoo de Hamburgo (con I., entre otros). En un punto vimos gente reunida y cierto alboroto. Nos acercamos y era el recinto de los orangutanes. Había un columpio con un neumático como asiento y un orangután grande, desgarbado, con cuatro pelos largos de chiflado, se columpiaba, se dejaba caer dando una voltereta, movía los brazos con grandes aspavientos, enseñaba su (temible) dentadura en lo que parecía una sonrisa sarcástica, volvía a subirse al neúmatico y, apoyado en un pie y asiendo una de las cuerdas con una mano, giraba frenético agitando las otras dos extremidades con ojos desorbitados. La gente reía a carcajadas, y yo también. El orangután no paraba, se llevaba las manos a la cara, se colgaba cabeza abajo,  su repertorio parecía inagotable y cada nueva monería provocaba la respuesta entusiasta de los espectadores. Había más cosas que ver y allí lo dejamos, con algo de pena, la verdad. Le estoy agradecido a aquel orangután, nos brindó su espectáculo por el simple placer de compartir unos buenos momentos, por oír nuestras risas. Nuestros primos los primates, no sé si nos los merecemos.

lunes, 17 de agosto de 2020

Con el doctor Sueño

El doctor Sueño nos ha pedido que escribamos, como parte de la terapia. Dice que nos planteemos preguntas y las respondamos sin pensar demasiado, que no es un examen. Por qué estamos aquí, qué sentimos, qué queremos... preguntas. Estoy aquí porque me lo propuso el doctor Guijarro. Nombre curioso este, sugiere humildad, un simple guijarro. Más imponente sería un doctor Roca o un doctor Piedra. Esa respuesta ha sido estúpida por mi parte. Hace una semana que ingresé. Ingresar, ese verbo ya da pistas (y lo de la terapia de antes también). Estoy aquí por el insomnio, no estoy mal de la cabeza, lo único que me pasa es que no puedo dormir. No, inexacto; lo único que me pasa es que duermo mal, o muy mal. Por eso estoy aquí, y el doctor Sueño lo sabe de sobra (lo sabes de sobra, doctor Sueño). Me acuesto y me duermo en seguida, esa parte bien, pero luego, después de tener la sensación de haber estado horas dando vueltas, hecho un vistazo al reloj y apenas ha pasado una. Me quedo entonces tumbado boca arriba en la oscuridad, desvelado. Puedo pasarme así media hora, pensando en nada, hasta que me giro y el cambio de postura me relaja y me vuelvo a dormir... para repetir la misma secuencia. Luego durante el día estoy cansado y puede que a veces tenga algún momento malo, pero como cualquiera. La clínica está bien, además de la unidad del sueño hay otras más inquietantes como la de adicciones o la de psiquiatría. Las habitaciones son individuales, la comida buena (aunque la repetición cansa), hay jardines. Creo que es cara, suerte del seguro. Una cosa que hacen es la “cura de sueño”, pasas varios días “dormido” a base de medicación. Me niego en redondo, no quiero drogas, no me duele nada. Así que, en realidad esto son como unas vacaciones en un balneario, solo que sin tomar las aguas (ni las pastillas, espero que no me estén metiendo nada con la comida, me fijo a ver si noto algún sabor raro). Aquí duermo todavía peor que fuera, extraño la cama y me siento vigilado, como una cobaya. Durante el día paseo, observo y asisto a las reuniones de grupo, dos al día, mañana y tarde. Aparte están las sesiones individuales con el doctor Sueño. Dice que debe haber un motivo último, que charlando lo encontraremos, que hay que reconciliarse con uno mismo, bla, bla, bla. Tendrá razón (tendrás razón doctor Sueño), y hay que perdonarse, eso sí. Por otro lado, lo preocupante, me parece, es lo de los incautos que duermen de un tirón.

jueves, 13 de agosto de 2020

Spleen

 “Spleen” es casi literalmente la palabra griega para designar al bazo. El bazo es ese órgano olvidado que tenemos escondido a un lado del estómago. En inglés moderno sigue significando bazo y tiene una segunda acepción que se refiere a la ira. Es típica la expresión “to vent one's spleen”, algo así como expresar el enfado. Es raro, porque el bazo en la antigua Grecia se pensaba que era el generador de la bilis negra y esa substancia se relacionaba con la melancolía. En francés, aún admitiendo que han tomado la palabra del inglés, “spleen” sí se entiende como “melancolía sin causa aparente” (y bazo se dice rate). En castellano bazo se dice bazo, claro, pero en medicina extirpación del bazo, por ejemplo, es “esplenectomía” y “esplénico” es referente al bazo. La RAE, para terminar el repaso filológico amateur, aceptó en su día “esplín”, y define: Adaptación gráfica de la voz inglesa “spleen” (‘melancolía’) (error, la segunda acepción de “spleen” en inglés, itero, es “ira”) con que se designa el estado de ánimo caracterizado por el hastío de vivir. Este “esplín”, algo ridículo, está en desuso y en plan culto, me parece, es más común el uso del spleen francés. Esta prevalencia en castellano de la melancolía sobre la ira inglesa se la debemos, además de a los griegos, a Baudelaire. La primera de las seis secciones de “Las flores del mal” lleva el título de “Spleen et Ideal” y contiene, entre otros, cuatro poemas que titula “Spleen” y numera 1, 2, 3 y 4. Más decisiva fue la publicación, de modo póstumo, de “Le spleen de Paris”, una pequeña colección de poemas en prosa (o sea prosa poética) y cuyo título fue antes el de una sección de Le Figaro donde se habían publicado algunos de esos textos. El colaborador necesario para que la palabra anglo-francesa entrara en el castellano fue Francisco Umbral que la utilizó (Spleen de Madrid) en sus crónicas periodísticas y en el título de hasta tres de sus libros recopilatorios (Umbral publicó más de cien libros, un grafómano y erudito donde los haya). Todo esto, que si non e vero espero que sea ben trovato, es un intento de entender de qué demonios hablamos cuando hablamos de spleen.

domingo, 9 de agosto de 2020

Recordatorio

Si sales de casa pasan cosas (¿aliteración?, por las eses, digo). Hoy, por ejemplo, he visto una rata. Rata, animal, especifico. Una rata hermosa, de buen tamaño, unos treinta centímetros sin contar la cola. De buena pinta también, de aspecto aseado y no estaba gorda. Podríamos suponer una dieta y ejercicio adecuados, una rata en su peso. Entre uno y dos segundos calculo que la he visto, el corto trayecto desde un contenedor al entarimado de la terraza de una cafetería, bajo el que se ha escurrido. No les gusta que las vean, a las ratas, pero están ahí, esperando su momento. Ha pasado la rata de izquierda a derecha y me ha recordado la flecha del tiempo. No hay vuelta atrás. Esta es la tesis de esta entrada: la vida es un viaje de ida. Un viaje que se interrumpe a veces de forma brusca, una enfermedad, un accidente (fundido a negro). La vida dura lo que dura, mañana será otro día, o no. Si a la vida le quitas el tiempo empleado en dormir, limpiarte los dientes, mirar a las musarañas, etc, se te queda en nada. Aún así es sorprendente la de personas que se llegan a conocer y la de cosas que se llegan a hacer. Por eso no es raro caer en la ilusión de creer que sabes algo, que estás de vuelta. Ja. A eso me refería, la vida es un viaje de ida, un viaje sin retorno, nadie nunca ha estado de vuelta de nada. La vida es ir hacia adelante sin saber hasta donde vas a llegar. He encontrado un poema de Omar Jayam (o él me ha encontrado a mí) que habla de ese fluir del tiempo (y de la vida).


La mano en movimiento escribe,

y habiendo escrito sigue adelante:

ni toda tu piedad e ingenio

podrán cancelar ni media línea,

ni todas tus lágrimas

borrarán una sola palabra.


Epílogo. Casi mil años más tarde Neil Sedaka, en la cara B de su éxito “Oh Carol”, hablaba también de un viaje de ida en la canción “One Way Ticket” (billete de ida). La letra dice que su chica le ha dejado y que va a sacarse un “one way ticket to the blues”. Sintiéndolo mucho, así es la vida muchas veces, un viaje de ida a la tristeza.


domingo, 2 de agosto de 2020

Campos de girasoles

Comienzos de agosto, pleno verano y aprovecho para, de noche, atraído por la Luna, mirar de vez en cuando al cielo. Nuestro satélite, en cuarto menguante, preside, abusón. Sabemos que miente, en realidad es un pequeño cuerpo celeste, una roca gorda, que solo nos parece enorme porque es lo más cercano que tenemos (y porque es enorme). A la izquierda de la Luna, un poco más abajo, está la estrella más brillante. También miente, no es una estrella. Con los medios de hoy en día, busco, comparo y encuentro que lo que brilla es Júpiter, el planeta gigante y gaseoso que por sus condiciones atmosféricas hace que Marte, con su aspecto de desierto de Atacama, resulte de lo más acogedor. Los días por venir prometen más cielos estrellados, amaneceres frescos y algún que otro (re)descubrimiento. Hoy, aunque el sueño que he recordado al despertar era muy poco prometedor (he soñado que me había olvidado la mascarilla al salir de casa) he tenido una visión de las que te alegran el día: los campos de girasoles. Ya, que es sabido, los girasoles orientan sus flores hacia el sol, gira-sol, si lo dice la misma palabra. También sabemos que la Luna gira en torno a la Tierra y no deja de ser un espectáculo brutal cada noche. Hoy, desde el camino, a ambos lados, veía los campos de girasoles, y todas, todas, todas las flores, como pequeñas parabólicas sintonizando luz y calor, apuntaban al sol. Qué bobada y qué milagro (imagino a Facundo, de niño, embobado en medio de una plantación). Un lago de girasoles, una coreografía en verde y amarillo . Si eso no es extraordinario, qué entonces.


sábado, 25 de julio de 2020

Diarios

“Nacido en París de padre obrero y madre institutriz”, dice la nota biográfica de Pierre Gascar. A este señor no lo conocía de nada (aviso, me estoy quitando del leísmo y no siempre acierto). Me ha hecho gracia lo de obrero e institutriz, te hace especular sobre dónde se pudieron conocer, o pensar que una familia así sería la única posibilidad de que alguien humilde disfrute de una educación digna de un marquesito; así el niño, Pierre, salió escritor. De otro (escritor, y esto no viene a mucho cuento) decía (su nota biográfica) que el padre, ingeniero aeronaútico, era hijo a su vez de “un doctor judío y su esposa”; la esposa parece que pasaba por allí. Tampoco conocía, vuelvo a la lengua francesa, a Charles du Bos; es normal no conocerlos, porque hay cientos, miles de escritores franceses. Muchos de ellos están poco o nada traducidos, y por mi parte, de modo complementario, no sé francés. Comentando desde esa ignorancia, he oído que el francés ha sido, ahora menos, un idioma que no era el materno de la mayoría de los francófonos. Cada región tenía su lengua propia o su dialecto de ese francés estirado que solo se hablaba en las altas esferas. Lo mismo he leído de Italia; los únicos que hablan, o hablaban, el italiano oficial son los locutores de la tele. Del francés he sabido otra cosa aún más sorprendente; tres de cada cuatro franceses piensan que su idioma, la conjugación, la gramática, es demasiado complicado. Charles du Bos, enchanté, se hinchó a escribir diarios (journals), y como él muchos autores franceses, Gide, Camus, Léautaud, Amiel, los hermanos Goncourt. A la vista de esta selva literaria inexplorada, estoy valorando la posibilidad de aprender algo de francés (lo que demuestra una simpleza y un candor conmovedores, sospecho). El francés es una lengua latina, muchas palabras se reconocen al leerlas. Otra cosa es escucharlas (y pronunciarlas), a eso renuncio. Pero con un buen diccionario, algo de paciencia y otro tanto de imaginación tal vez pueda echar un vistazo a unas pocas páginas de esos diarios que nadie se ha tomado la molestia de traducir. A pesar de que pueda parecer que, justo en este verano de 2020, hablar de diaristas franceses es algo extemporáneo, estoy seguro (o casi) de que esos diarios guardan más de una clave que podría venirnos bien. Aunque, en resumidas cuentas, qué sé yo.


miércoles, 22 de julio de 2020

Hazlo lo mejor que puedas

“Vida de este chico” es un libro de Tobias Wolff. El título me llamaba la atención; el chico no era otro que el mismo Tobias, que contaba su infancia y tenía 44 años cuando se publicó. Con el tiempo lo he ido entendiendo mejor. “Este chico” era el modo en que se veía a sí mismo. Nos pasa a todos, seguimos viendo al chico que eramos (y un poco también somos). Tobias, vive aún, en California, y que sea por muchos años (y yo que lo vea). Este otro chico ha escrito, está escribiendo, este blog; donde no cuenta, o sí cuenta, su vida (mi vida). No sé cuánto le importa a Wolff lo que pensemos de él los que hemos leído su libro (es bueno, desde luego), ni lo que pensarán los que lo lean en el futuro. Lo que sí sabe es que llegará un día, lejano, en que ya no lo leerá nadie. A una escala mucho más pequeña lo mismo pasará con este blog (y con mi libro, “El tiempo, la ausencia”, autoeditado y disponible en Amazon, si lo lees mándame un email). En su autobiografía “A propósito de nada” Woody Allen dice que no le importa en absoluto lo que opinen de él después de muerto, ni el reconocimiento a sus películas entonces, ni las críticas que reciba ahora mismo. Lo que le importa es hacerlas y estar contento con su trabajo. La razón me dice que eso es lo lógico, estoy de acuerdo, lo que importa es hacer lo que sea que hagas lo mejor posible. Si lo consigues puedes sentirte bien, acariciar tu logro, aunque nadie más lo vea o lo aprecie. En mi caso, escribo esta entrada para divertirme, para sacarme impresiones de la cabeza; y si consigo que al leerla fluyan las palabras, que haya cierto swing, me daré por satisfecho. Eso dice la razón; luego está la emoción, y claro que me importa lo que opinen los demás. Aún así tengo listo el escudo protector de Woody: soy mi juez principal, nadie conoce mejor las trampas que me hago al solitario, ni el valor real de todo esto (frío, frío, muy cerca de la nada, del cero absoluto). En cuanto a la posteridad, sospecho que, si bien ahora me intriga, el día que me muera me dejará de importar.
Banda Sonora: The Hollies - Do The Best You Can (1968) https://www.youtube.com/watch?v=sGTx04Zm1Zs

sábado, 18 de julio de 2020

La pasión contenida

Te sonará la ley de vagos y maleantes. Deberían haber afinado más y haber hecho una ley más específica de vagos y diletantes, que tampoco estaban bien vistos. Qué mal le harían a nadie los vagos y quedaron marcados. Me duele, por la parte que me toca. Vagar ya no es delito, supongo, y ser vago tampoco (y no tengo nada contra el trabajo, incluso considero que con moderación es bueno). Pero, cuidado, muchas veces se confunden los términos, no se es vago solo por dejar de hacer algo. Hay un gran referente literario, Bartleby: “Preferiría no hacerlo”, qué elegancia. No queda claro en la narración, o yo no lo vi claro, si su postura, de un día para otro, fue un rechazo al sistema, una consecuencia de su cansancio vital, el producto puro y simple de una enajenación mental u otra cosa que se me escapa (como suele ocurrir). Cualquiera que fuera la razón, la puesta en escena es modélica, un ejemplo para todos; es la expresión comedida, educada, pacífica, incluso amistosa, de un deseo. Mi sospecha es que había pasión soterrada, una voluntad firme enguantada en seda, prefiriría no hacerlo, y no lo hacía. Hay otro personaje de Melville que podría ser su antítesis aparente, el capitán Ahab. ¿Qué necesidad tenía Ahab de perseguir a la ballena blanca? Hasta le veo un punto racista, para mí todas las ballenas son iguales. Aclaro que en este caso no he leído el libro (habrá que hacerlo si un noviembre húmedo y lloviznoso se instala en mi alma), solo he visto la película (de John Huston). Recuerdo dos escenas, la poco edificante furia vesánica de Ahab rugiendo desde el púlpito (qué vergüenza, un hombre tan mayor) y un avistamiento de la ballena al grito de “¡por allá resopla!” (expresión que, me parece, nunca saldría de los labios de un marinero en castellano). Dos formas opuestas de estar en el mundo, pero al servicio de una misma determinación inflexible. En Ahab, la caza de la ballena blanca; en Bartleby, la calma fría de abstenerse. Imagino al escribiente dando un paseo hasta la atalaya sobre el puerto, oteando el horizonte y viendo algo a lo lejos, hummm, ¿no es una ballena?, qué curioso, es clarita, luego lo apunto en mi diario, bueno, ya veré, en todo caso no le diré nada a Ahab, ese viejo cascarrabias.

martes, 14 de julio de 2020

Informe a la academia

¿Qué es una buena novela? Me alegro de que me hagan esa pregunta, aunque permítanme plantear una cuestión previa: qué es una novela, buena o mala. La regla principal de la novela es que no admite reglas; por eso, me inclino a pensar que el único parámetro seguro a la hora de validar un texto como novela es la longitud. Un parámetro, digámoslo ya, de lo más elástico; microcuento, cuento, novela corta, novela standard, novelón, saga; todo puede ser novela, en el fondo. Incluso, apurando el argumento, se puede hablar de magnitudes menores al microcuento, la frase-historia, hasta la palabra-historia. Por ejemplo, he aquí un microrrelato, o mejor dicho un nanorelato, que glosaría como brevérrimo (1), estoico, realista, desesperado, premonitorio... podría seguir hasta hacer de la descripción otra novela (o un tratado pseudofilosófico); va, nanorelato, por Javier: “Moriré”. A medida que utilizamos más palabras las posibilidades del texto crecen de forma exponencial. Con solo seis, igual has leído esta pieza (2) que me parece la historia más triste del mundo (superando a “El buen soldado”, que leí y no me pareció tan triste (3)): “Vendo zapatos de bebé, sin usar” (4). Estoy divagando, zanjemos este asunto, recurramos a la ciencia. Definición matemática de novela: “Una novela es un conjunto de palabras en número indeterminado entre dos valores “x” e “y”, siendo “x” distinto de “y” y ambos números naturales positivos”. Veo sonrisas; en efecto, nos estamos moviendo en el plano, un mundo bidimensional, falta la tercera coordenada, “z”. Demos ese paso. Formulando, definición de novela en un espacio cartesiano de tres dimensiones (y me baso en el apotegma de Javier Calvo (5)): “Un conjunto de palabras en número comprendido entre “x” e “y”, siendo “x” distinto de “y”, es una novela si, y solo si, es adquirida, y leída, por un sujeto lector por una cantidad “z” de dinero de curso legal, cuando las tres variables, “x”, “y” “z”, son números naturales positivos”. Eso es una novela, carajo. En cuanto a la pregunta inicial, qué es una buena novela, no puedo estar más de acuerdo con Virginia Woolf. https://www.theclinic.cl/2018/03/05/una-buena-novela-virginia-woolf/
Notas: 1- Hiper-superlativo de breve, una propuesta. 2- De autor desconocido; a veces atribuida, erróneamente, a Hemingway. 3- “This is the saddest story I have ever heard” es el comienzo de la novela “The Good Soldier” de Ford Madox Ford. 4- “For sale: Baby shoes, never worn” en el original en inglés. 5- “Literatura es alguien que va, compra un libro y se lo lee”.

sábado, 11 de julio de 2020

Ser persona al levantarse

El personaje de ficción con más películas a sus espaldas es, escribo de (mala) memoria, Sherlock Holmes. No sé si el segundo, pero sí entre los siguientes está Tarzán. Si lees hasta el final sabrás por qué me he acordado de él (teaser). El Tarzán por excelencia es el encarnado por Johnny Weissmuller, aquellas películas que veíamos en la tele. El hombre mono avanzaba por la selva a toda velocidad saltando de liana en liana. He tecleado “liana” en el buscador y este añade espontáneo, “tarzán”; no creo haber oído nunca la palabra en otro contexto. En cada película sonaba tres o cuatro veces el grito de Tarzán; único, exacto, inimitable: Aah, a-aaaah, a-a-a-aahh. No fallaba tampoco la lucha con el cocodrilo, escenas subacuáticas de Tarzán y el bicho dando vueltas frenéticos. Pero el personaje es literario y en los libros, de Edgar Rice Burroughs, aparecen otros detalles que no se reflejan en el cine. Los monos que crían a Tarzán son los manganis, un intermedio entre chimpancés y gorilas (por cierto la mona Chita no sale en las novelas). Tarzán habla malamente el castellano (o sea el inglés): Yo Tarzán, tú Jane; lo que domina es el mangani. En mangani el león es Numa, el elefante Tantor, “kagoda” es “me rindo” (se lo decían mucho), los negros son gomanganis, los blancos tarmanganis (Tarzán significa piel blanca). A lo que voy, los manganis se veían a ellos mismos como los importantes, normal, la autoestima es lo primero, por eso los nombres de los otros eran derivados del suyo propio. Esto me ha venido a la cabeza (lo que igual alguien dice que es pensar, no sé) al darme cuenta, más vale tarde, que en inglés hombre es “man” y mujer “woman”. Mangani, gomangani; man, woman. En castellano no se nota tanto, hombre, mujer; pero he mirado y “mujer” viene de “blando”, así que quién sabe. En todo caso ya no suena bien decir “hombre” como genérico para “ser humano”. Conclusión, necesitamos una palabra que designe a cualquier miembro de la especie, sea hombre o mujer (u otra cosa). Tenemos “persona”, puede valer, habría que acostumbrarse; Amstrong hubiera dicho “es un pequeño paso para la persona”, los documentales de Rodríguez de la Fuente serían “la persona y la Tierra”, y así sucesivamente. Eso o que alguien se saque una palabra nueva de la manga.

jueves, 2 de julio de 2020

Para la ansiedad normal

Cuando Jeanette Winterson le explicó a su madre que estar con su pareja, otra mujer, la hacía feliz, esta, tras una breve pausa, le contestó: ¿por qué ser feliz si podrías ser normal? Y se lo dijo en serio. Vivimos un tiempo de incertidumbre, sin exagerar. Entender la normalidad es aceptar que la normalidad no existe; ni vieja, ni nueva. La normalidad, en todo caso, sería como la estadística, engañosa. Decía uno que él bebía lo normal. Dice un filósofo (en una entrevista) que la humanidad cambia, pero lo hace tan despacio que en una generación no se aprecia la diferencia. Estos tiempos son propicios para que nos pongamos nerviosos y anhelemos, aun más, respuestas a la pregunta. Me refiero a la pregunta por excelencia, nuestra pregunta; la pregunta que se ha hecho la humanidad desde la aparición del lenguaje: ¿Qué coño hacemos aquí? Esta pregunta primigenia es la causa de nuestra ansiedad, la ansiedad vital, la ansiedad de fondo del ser humano. Para calmarla están las religiones, y para casos más agudos, o más excéntricos, están las sectas, los gurús, las técnicas de meditación, el hare krishna, la cienciología, el yoga y eso que estás pensando. Por desgracia, la ansiedad no se quita nunca. Eso sí, mientras tanto estamos entretenidos. Pensando, vagamente, en ello, me parece que hay un campo, una técnica, una afición, un arte, que puede contener a todos los (precarios) remedios anteriores. Con una ventaja, no promete nada. La ansiedad vital no desaparecerá nunca, aceptado, pero disponemos de un buen paliativo: la literatura.

jueves, 25 de junio de 2020

Presentes

Antonio, don Antonio, explíquenos qué es el tiempo. Y Antonio escribió: Hoy es siempre todavía. Me lo ha quitado de la boca, estaba a punto de decirlo. “Ahora” es todo lo que hay, todo lo que tenemos. El presente, este presente nuestro, es eterno, todavía. Antonio, la configuración de materia espacio temporal que fue conocida como Antonio Machado, dejó de ser autoconsciente hace noventa y un años. La materia que lo constituía sigue existiendo; es eterna, de momento. Nuestra materia también lo es. O no, cualquiera sabe; me acabo de acordar de la antimateria. Si se encuentran un protón y un antiprotón desaparecen ambos (eso o explota el universo, no estoy seguro). Antonio murió a los 63 años, y algunos poemas se quedaron sin escribir (eso no estuvo bien, don Antonio). Recogiendo sus cosas, su hermano José encontró en el bolsillo de un abrigo un papel (arrugado) con estas palabras: Estos días azules y este sol de la infancia. Casi un siglo después, estas y otras líneas están presentes en la memoria de mucha gente. No sé si eso le sirve de algo a él, pero deseamos que Machado sea presente todavía. También deseamos, más aún, que los seres queridos sean presente solo con no olvidarlos. Lo deseamos tanto.

domingo, 21 de junio de 2020

Quiero vivir

Laraa, laralaralaaa, lo sai, non e vero, che non ti voglio piu, me gusta esta canción, Roberta, de Peppino di Capri (dedicada a su primera mujer). No he conocido ninguna Roberta (de por aquí); sí, aunque parezca incluso más difícil, una Ricarda. Hace años; el marido se llamaba Alfredo. Ricardo es más común (hay dos en mi escalera). Mi abuelo se llamaba Ricardo, nació a caballo entre los siglos diecinueve y veinte. Fueron seis hermanos, cuatro chicos y dos chicas, él era de los pequeños. Entonces las familias solían ser numerosas. Hace años hice un rastreo de mi familia en los archivos del obispado. Ahora están digitalizados pero entonces había que ir, pedir permiso y buscar en los tomos que recogían los registros, escritos a mano por el cura correspondiente, de nacimientos, bodas y defunciones. Y encontré algo que me sorprendió. Por un lado, los muchos niños que morían antes de cumplir el año. Por otro, en el caso de mi abuelo, que hubo antes que él otros dos recién nacidos bautizados con su nombre. Dos Ricardos que morirían en poco tiempo. Tal vez la bisabuela Claudia, a quien no conocí, quisiera creer que era el mismo ser que se empeñaba en vivir una y otra y otra vez. Y al final lo consiguió.

domingo, 14 de junio de 2020

La palabra más pesada

Nos acordamos de algunas cosas y no de otras. Puede que medio las inventemos. Woody estudiaba lo mismo que yo. Le llamaban Woody porque era pelirrojo, usaba gafas y se estaba quedando calvo. En electrónica hubo que hacer una práctica por parejas y la hicimos juntos. Creo que fue él el que me lo propuso. Me sentí halagado; contaba con mi competencia, de la que yo mismo dudaba un tanto. La práctica consistía en montar un pequeño circuito, nada del otro mundo. Para redactar el informe me invitó a su piso, de paso también a comer. Compartía vivienda con dos hermanos gemelos. Comimos arroz blanco con salchichas y huevo frito, el menú tradicional de piso de estudiantes (en mi corta experiencia al menos). A fin de curso coincidimos en el viaje en tren de vuelta a casa. Era de noche y me lo encontré en el pasillo del vagón de literas. Lo saludé y se disculpó acercándose y confesando que sin gafas no veía gran cosa. No sé cómo fue, quizás por la hora y el lugar, pero acabamos hablando de la muerte. No recuerdo nada de lo que dijimos ni él, ni yo; pero se me ha quedado lo que me contó que le había dicho uno de los gemelos: había decidido no pensar en la muerte porque de hacerlo vomitaba. Muerte es la palabra más densa y oscura de cualquier idioma, lastra cualquier frase y usarla entrecorta el aliento. Según un gurú no es suficiente con saber que vamos a morir, hay que sentirlo. La muerte no me hace vomitar, pero me pesa, sí; me oprime el pecho. La siento sin quererlo, la maldigo y la comprendo. La muerte es, solo y nada menos, el necesario final de la vida. Todo lo demás es anecdótico.

martes, 9 de junio de 2020

El último héroe

Tenía un compañero (un saludo desde aquí si me estás leyendo) que de vez en cuando, medio en broma, medio en serio, me llamaba “el viejo profesor”. Es un buen lector, cosa no muy corriente. Periódicamente me preguntaba qué estaba leyendo; le contestaba en dos palabras, le devolvía la pregunta y tomaba nota de sus lecturas. “Viejo profesor” contiene dos alusiones que, de algún modo, se equilibran. Había dos razones, pienso, para que me lo llamara. Por un lado, di, a lo largo del tiempo, algún cursillo en la empresa. Por otro, era una alusión al libro de Mitch Albom, “Martes con mi viejo profesor”, que habíamos comentado. Este libro es entrañable y está bien escrito, te recuerda esas cosas que ya sabes y que te gusta que te recuerden. “El amor es el único acto racional” es una frase que se recalca (que resulta que no es de Albom, sino de un tal Stephen Levine). Estoy bastante de acuerdo con la frase. Bastante, digo, teniendo en cuenta que no la entiendo del todo; pero claro, amar, ser amado, de eso se trata, no sé si hay mucho más. No me disgusta que alguien me llame “el viejo profesor”. Lo explico. Siempre he tenido algo de Walter Mitty. Es el protagonista de un cuento que dio el salto al cine; creo que en dos ocasiones, por lo menos. Mitty es un soñador, un hombre que en su vida cotidiana se va fabricando en paralelo aventuras de película (estaba predestinado a la pantalla). Casi todos hemos sido un poco así. Hemos imaginado ser el autor del gol en la final, o el dinámico, simpático, eléctrico muchacho que enamora a la más guapa e inteligente (no solo belleza, cuidado). Con los años, esas fantásticas aventuras se van atemperando a medida que son cada vez menos factibles, menos posible su realización (si alguna vez lo fue en absoluto). Ahora mismo, me empieza a parecer bien que sea “el viejo profesor” el futuro héroe de mis ensoñaciones. Futuro, digo, porque aún me resisto, aún aspiro a imaginar otras vicisitudes que, si bien disparatadas, no veo del todo imposibles.