sábado, 21 de noviembre de 2020

Queda pendiente

Una vida, estoy ya convencido, no es suficiente. Lo que no sé es cuántas hacen falta para poder decir que has vivido. Tampoco creo que sean muchas, pero solo una, qué putada. En el auditorium había un piano de pared. Allí íbamos, sobre todo, a ver cine. El piano estaba a la derecha de la pantalla, como para acompañar una película muda. Solo una vez había visto a alguien tocarlo. Fue al acabar una peli; mientras íbamos saliendo (con pereza de volver al mundo real), Tulio, al que siempre asocio con Cicerón, claro, levantó la tapa y, de pie, interpretó algo veloz, digno de un salón del oeste. Por lo demás, allí estaba el piano, más un mueble que otra cosa. Una tarde lo oí sonar a través de las puertas. Me asomé. Los cortinones estaban descorridos y la sala llena de luz. Había unos cuantos chicos y chicas en las primeras filas. Un hombre mayor, sería el profesor, estaba sentado en la escalera del escenario. La pianista tenía el pelo corto y, a pesar de su apariencia frágil, irradiaba energía. La pieza era lenta y me pareció tristísima, la melodía más triste del mundo. Se repetía una frase musical, creo que se dice así, y luego unas variaciones que a ratos se me antojaban disonantes, como si errara al elegir las teclas, como lamentos. La velocidad y la intensidad variaban. Como se ve, hablo de piano y música y solo sé los nombres de las notas. Me sentí afortunado de vivir aquel momento, la luz de la tarde y las notas vibrantes. ¿Por qué unas notas te pueden tocar el corazón? Pensé en cómo lo contaría, si sería capaz de confesar que me había emocionado, que había imaginado que la chica tocaba para mí. La pieza terminó con unos acordes menguantes. El profesor dijo: “Bien, cuida el tempo; coge aire y desde el principio”. La chica se relajó, encogió los hombros, estiró el cuello hacia atrás y flexionó los dedos. Entonces miró de reojo y me vio. Intenté sonreír y ella levantó las cejas en un gesto que me pareció amistoso. Luego, recuperó su postura cara al piano, pasó las páginas de la partitura y empezó de nuevo. La misma ola lenta de música, las discordancias, la pena y el consuelo al mismo tiempo. La vida es triste y preciosa a la vez, me estaba diciendo, tienes suerte de estar aquí, guárdate este momento. Luego he vuelto a oír la melodía en otros contextos, y he sabido que es la Gymnopédie nº 1 de Erik Satie, una pieza muy popular (y de tristeza reconocida). La compuso en 1888, a los veintidós años, y el mismo Satie añadió al título, “lent et douloureux”, lento y doloroso. Sigo sin saber nada de música, tal vez en otra vida...

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