domingo, 29 de enero de 2023

Devaluación

    Cuando en 1839 apareció el daguerrotipo, técnica precursora de la fotografía, Balzac, el escritor, se alarmó y desarrolló una curiosa teoría. O igual la teoría venía de antes. Según él todo cuerpo físico, seres humanos incluidos, estaría formado por una superposición de sucesivos y cuasi-infinitos espectros fantasmagóricos. La confección de un daguerrotipo, se le ocurrió a Balzac, la reproducción exacta del aspecto de alguien en un momento determinado, suponía el sacrificio de uno de esos espectros (el de más afuera, supongo).
    No sé si luego cambió de opinión o asumió esa pérdida —la pérdida de una capa de la cebolla Balzac— porque el caso es que al final accedió a que le hicieran uno, un daguerrotipo. Y no solo se lo hicieron sino que además expresó su entusiasmo por la luminosidad del resultado. Ese retrato, datado en 1842 y reproducido ahora hasta el infinito en internet, es el único suyo que existe.
    No creo que Balzac pudiera imaginarse la evolución de la fotografía desde aquellos titubeantes y parcos comienzos hasta la desmesura actual en la que la reproducción digital del mundo se acerca cada vez más al propio mundo (como el mapa a escala 1:1 de Borges). De haber resultado cierto aquel temor de Balzac ahora mismo todos estaríamos no solo despellejados sino reducidos a nuestras últimas imágenes espectrales, convertidos en puros fantasmas.
    No ha pasado pero me ronda la sospecha de que aquella primera intuición de Balzac no andaba tan descaminada y la proliferación de imágenes de un individuo más que iluminar y enriquecer el conocimiento sobre su persona lo que hace es sepultar su auténtica naturaleza (naturaleza que en cualquier caso nunca nadie conocerá de verdad). Se podría decir que la cotización de una imagen en palabras ha bajado mucho; o, visto desde este lado, el valor de las palabras está claramente al alza.

jueves, 26 de enero de 2023

Seamos comprensivos

    Cuando abrí este blog y me puse a rellenar los “datos personales” no lo pensé mucho. No consideré que tuviera mayor importancia y solté sin más lo que se me ocurrió en el momento (una forma de actuar que a menudo resulta ser lo mejor). Me quedó esta “introducción”: Todo es difuso y lo natural es equivocarse; así que seamos comprensivos. Parece que fue anteayer y el 2 de febrero hará dieciseis años. El caso es que la frase sigue ahí y me sigue pareciendo válida.
    Puede que no haya aprendido nada en este tiempo, la bruma se haya extendido un poco más y todo sea aún más difuso. Por ejemplo, no sé si ser buena persona es mérito propio o más bien algo innato, sin ningún merecimiento por nuestra parte (la parte de los que sean buenas personas). Otra duda, el grado de egocentrismo, de qué depende, por qué cuanto más egocéntrico es uno menos consciente es de ello, cómo de egocéntrico soy yo mismo, a cuantos he herido sin darme ni cuenta.
    Otra más, la sospecha de que somos mezquinos en nuestro interior y el mal ajeno nos consuela aunque enseguida lo rechacemos horrorizados. Alguien lo decía hace poco: cuando cuentes algo tuyo, un éxito o un fracaso, fíjate en la primera reacción del que te escucha. Una reacción que suele ser muy breve, apenas un instante, y que suele consistir en un gesto fugaz de complacencia en tu fracaso o de disgusto en tu alegría. Luego compondrá la expresión de acuerdo con las normas de urbanidad.
    No es cinismo, o sí, no sé, pero a veces pienso que si no somos buenos, buenas personas, lo mejor es que lo finjamos. Viene a ser lo mismo. Si somos pesimistas y no es porque seamos optimistas bien informados sino porque el tiempo pasa y sospechamos de todo, si lo vemos todo negro, busquemos en donde sea, en la belleza del mundo, en los libros o, sobre todo, en las personas buenas —o que lo fingen muy bien— y no nos amarguemos. Menos aún por escrito en un blog, no lo abrí para eso. En fin, seamos comprensivos.

lunes, 23 de enero de 2023

Voz en off

    Hola, buenos días, soy una voz en off… Esta es una frase que escribió Alejandro Zambra en una novela. El protagonista, un tal Julián, expresa su deseo de llegar a ser eso, una voz en off. Sintonizo con esa aspiración, tan literaria, y con la humildad que lleva implícita; la modestia de apartarse a un lado y alejarse de las candilejas para tomar el por otra parte gratificante papel de narrador cualificado.
    A mí también me gustaría ser una voz en off. De hecho, si lo pienso bien, de alguna manera ya lo soy. Concretamente soy esta voz en off, la que ahora mismo estás escuchando en tu cabeza, la que te ha dado los buenos días al principio.
    O me gustaría que así fuera, reculo un poco. Una de esas buenas voz en off, como las que se oyen al principio o a lo largo de tantas películas. Una voz agradable de oír, melodiosa, cálida, con la pausa justa. Es sobre todo sabia; nos pone en antecedentes contando lo justo y necesario para situarnos en la historia y añade las valoraciones oportunas en frases fluidas de palabras atinadas. Una buena voz en off te acaricia y nunca se equivoca; al menos en mi experiencia nunca he sentido que lo hiciera —equivocarse— y mucho menos que cupiera la menor posibilidad de que estuviese mintiendo.
    Esta voz en off, sin embargo, se equivoca a menudo; y de vez en cuando acierta en estricto cumplimiento de las leyes de la probabilidad. El problema es saber cuál es el caso en cada circunstancia. Esta voz en off quiere desearte hoy de corazón que tengas un buen día.

viernes, 20 de enero de 2023

Dublín

    Un verano pasé seis semanas con una familia en Dublín. Para practicar el inglés, claro. La madre, Susan, todos los días por la tarde, después del té, se metía en la cama. Subía a su habitación, la habitación del matrimonio, y daba por concluida la jornada, creo.
    Al padre lo veía poco, no sé dónde andaría, trabajando lo más seguro. No daba el tipo de irlandés bebedor de Guinness. Era más bien bajo, con gafas y calvicie avanzada. Su rasgo más destacado, de alguna manera, era el nombre; se llamaba John Smith. En la primera y casi única conversación que tuve con él, que fue poco más que el saludo de bienvenida, coincidió que en la tele estaban dando un partido del tenista australiano Stan Smith, y John, el padre, hizo el comentario de que era otro miembro del clan.
    Tenían cuatro hijos. El pequeño, Seamus, tendría unos diez años y era el único que todavía dependía de la madre. Todos los días, a la hora de acostarse, Susan lo llamaba desde su cuarto y alguna vez vi desde el pasillo como el chaval entraba en la habitación a oscuras y pude oír a continuación el rumor de las preguntas de la madre y las explicaciones del hijo. Las otras dos hijas, Anne y Catherine, eran mayores, en torno a los veinte años; y el cuarto hijo, Michael, era el de mi edad; aunque apenas le vi el pelo durante mi estancia.
    Algo raro sí que me parecía ese retirarse temprano de la madre con la excusa, para mí no muy convincente, de padecer jaquecas. Con el tiempo pensé que lo que le pasaba era que sufría de depresión. Una depresión controlada, tenida a raya por la conciencia de cumplir con sus obligaciones, las obligaciones de una madre católica irlandesa, un peso difícil de soslayar, supongo.
    Tantos años después no he olvidado el nombre de la calle ni el número de la casa, el típico adosado en una barriada del norte de Dublín. Tampoco la imagen inquietante de la madre en la oscuridad de la alcoba llamando a su hijo menor.

martes, 17 de enero de 2023

Remordimiento

    El estilo remordimiento existe. Estamos hablando de muebles. De esa forma, jocosa, se refieren los anticuarios, y cualquiera que lo desee, a imitaciones cutres de algún estilo renacimiento. El remordimiento —ahora en serio— y el arrepentimiento son primos hermanos y dos de las pulsiones más inútiles del sentir. Inútiles en la práctica, quiero decir. Desde el punto de vista moral —¿dónde me estoy metiendo?— sí que veo el arrepentimiento como algo positivo. Cuando has hecho algo mal y lo sabes lo indicado es arrepentirse, vale. Pero una vez bien arrepentido no hay que flagelarse ni pasarse la vida —igual redundo— reconcomido por el remordimiento. Nota: el guion largo es adictivo.
    La inutilidad de algunas emociones es una de las cosas que se aprenden con los años. Aunque esa aseveración quizá solo valga para un determinado tipo de personas (en el que estoy incluido). El remordimiento desgasta, atormenta y no sirve para nada porque es imposible borrar el pasado. Lo más que se puede hacer es conseguir que nadie lo recuerde tal y como sucedió, algo así como convencer al jurado de que uno es inocente aún sabiendo en su fuero interno que es culpable. Pero sería una salida en falso.
    Las verdades de Perogrullo suelen ser grandes verdades y esta es una: lo pasado, pasado está. Te equivocaste, me equivoqué, todo el mundo se equivoca por muchas posibles razones: por negligencia, por avaricia, por orgullo (estúpido), por cobardía, por ignorancia y hasta por maldad en ocasiones. Esto último no creo que sea lo habitual, quiero pensar que malos malos hay pocos.
    Aunque, sea cual haya sido la causa, es frecuente engañarse a uno mismo y justificar comportamientos inadecuados lo suyo es reflexionar y asumir el error, y luego arrepentirse sinceramente y sentir remordimientos. Sería lo natural, sí, pero tan inútil que no merece la pena sufrir por ello. Lo que yo haría, lo que hago, es perdonarme. Me equivoqué, reconocido, sé que no hay vuelta atrás y me arrepiento, claro, pero la vida empieza cada mañana y mejor para todos asumir el pasado, tomar nota mental de no repetir errores (siquiera intentarlo) y mirar hacia adelante.

sábado, 14 de enero de 2023

Opinión en el Tao

    De opinar y opiniones he comentado —por no decir opinado— en varias ocasiones en este blog (interesados valerse de la ventana de búsqueda arriba a la izquierda). Hoy vuelvo a repetirme —como es mi obligación— porque he encontrado esta frase en la versión de Ursula K Le Guin del Tao Te Ching (el texto clásico del taoísmo): La opinión es la flor estéril del Camino, el comienzo de la ignorancia.
    Ese “Camino” es el Tao mismo, el ideal al que deberíamos aspirar, o algo así; y la frase, escrita hace dos mil cuatrocientos años, es difícil de mejorar —me parece— con esa calificación de las opiniones como flores estériles; o sea bellas, cuando lo son, pero insuficientes, casi siempre intrascendentes y, en realidad, síntomas de atrevida ignorancia.
    Soy consciente de que hay que distinguir entre conocimiento y opinión, aunque no siempre sea posible. Habitualmente lo que no es un hechos incontestable es una opinión y dice más del que la aventura que de otra cosa. Para dar una opinión no se exige ningún requisito y qué menos que informarse antes. El problema es que nadie nunca ha estado ni estará informado del todo (salvo que uno sea Dios). Opinar es un deporte de riesgo, por las muchas veces que te caes.
    Pero hay que expresarse, decir algo, escribir; porque no podemos estar callados, y es humano y está bien. Así que seguiré escribiendo y quedando en evidencia; errare humanum est. En mi descargo quisiera pedir que no se entienda lo que digo como “opiniones contundentes” sino como meros comentarios, intuiciones, conjeturas o hipótesis debatibles. Además, en general todas esas no-opiniones ni tan siquiera son mías o, en el mejor de los casos, no lo son del todo.


miércoles, 11 de enero de 2023

Llámalo préstamo

    No diré plagio, plagio es delito y si te pones a mirarlo con lupa todo es plagio. Préstamo es una forma suave de decirlo y hay quien defiende que los préstamos son lícitos, que es una manera de hacer nuestro lo que era de otro. También pasa que lees algo, lo olvidas y un día lo escribes sin saber del todo de donde ha salido la idea. O igual ha sido una casualidad; a dos escritores se les puede ocurrir lo mismo, sea a la vez o con años de diferencia.
    Casualidad ha sido, en mi caso, que haya leído el cuento de Amy Hempel no mucho antes de leer la novela de X. No revelaré la identidad de X por respeto a esa presunción de inocencia. También, aunque de un modo más indirecto, por aquel dicho de que se dice el pecado pero no el pecador. Confieso que esto es algo que nunca había entendido del todo. Decir un “pecado” no es decir gran cosa, más elegante sería no decir nada.
    Se trata de esto que escribió Amy Hempel tal como aparece en la traducción de Silvia Barbero en sus “Cuentos completos”, son las palabras de una viuda:
    Al final descubrí un truco para poder dormir un poco. Duermo en la cama de mi marido. De esa manera, la cama vacía que miro es la mía.
    Curiosamente el texto se cita ya en el prólogo. El prologuista, el escritor Rick Moody, lo menciona junto a otros dos ejemplos de la prosa afilada de Amy Hempel.
    En la novela, publicada el año pasado, de X se puede leer esto otro, esta vez en boca de un viudo:
    “Pero ya lo he arreglado, ¿sabe? Ahora duermo en su lado de la cama. De esta manera el hueco que veo vacío cuando me acuesto es el mío”.
    No es una acusación —creo— solo algo que me ha salido al paso y que he disfrutado investigando. Por otra parte la novela de X me ha parecido muy buena.

domingo, 8 de enero de 2023

La juventud de ahora

    Lo que tiene de especial la juventud de ahora es que es la de ahora y eso mismo es también lo que tuvo de especial la juventud de entonces cuando entonces era ahora. Cambian las circunstancias, no la juventud que no es ni mejor ni peor aunque sea diferente.
    Me parece bien que se intente explicar cómo es esta juventud. Explicar, es decir entender o intentar entender. Lo que no me gusta es oír ese comienzo típico de “es que la juventud de ahora…” que ya avisa de que lo que viene no será ninguna reflexión sabia y ponderada sino alguna descalificación acompañada a menudo del (falso) recuerdo de lo maravillosa que fue la juventud de antes, de antes cuando sea que fuera eso, o si no maravillosa al menos normal porque lo de ahora —se empeñan— no es ni medio normal: todo va a peor, estos de ahora no sueltan el móvil, no se concentran en nada, ya no hay valores... y no estoy de acuerdo.
    Malos y buenos tiempos ha habido siempre, lo mismo que gente con y sin valores; con la particularidad perenne en el tiempo de que los que no han tenido valores, antes y ahora, siempre han estado convencidos de que sí los tenían y lo que pasaba es que había, y hay, gente que, sencillamente, no tiene los pies en el suelo. Los pies en el suelo hay que tenerlos y los valores también, sabiendo que es más fácil enumerarlos que practicarlos; benditos sean los valores y los que les son fieles.
    Juventud de ahora no hay más que una, como siempre ha sucedido y así seguirá siendo hasta que deje de suceder, que no sé cuando será porque para entonces ni estaré yo ni estará esta juventud y si escribo esto es por el placer de expresarme, aunque nadie escuche, y porque aunque sepamos de su caducidad, de lo rápido que pasa la juventud, o precisamente por eso, hay que estar siempre con los poetas y decir de vez en cuando que viva la juventud, un periodo de la vida tan lleno de escollos o más que cualquier otro pero que lleva aparejada la gran ventaja imbatible de tener, en teoría, la vida por delante.

jueves, 5 de enero de 2023

Redondilla

    Tengo un problema: solo puedo hablar por mí. No se trata de narcisismo sino de una forma de honestidad, espero. No sé cómo viven sus vidas los demás ni lo que recuerdan de su pasado. En mi caso me acuerdo de poco, o dicho al revés he olvidado casi todo. Ignoro las reglas que rigen los mecanismos de la memoria.
    Así, por lo que sea, no me acuerdo de nada antes de los cuatro años. Entre los pocos recuerdos a esa edad está una escena en la que me veo en casa, sentado a la mesa de la cocina, con un lápiz en la mano, inclinado sobre un cuaderno reglado y trazando diligente palote tras palote supervisado por mi abuelo que está de pie a mi lado.
    Palotes, no sé si aún se estilan como paso previo a la escritura, creo que no. Para quien no lo sepa, hacer palotes es, o era, dibujar a lo largo del renglón filas de rayas verticales o inclinadas, ora a la derecha ora a la izquierda, del tamaño de las futuras letras. Deduzco que tendría cuatro años porque aún no iba a la escuela.
    Aunque ahora parezca un desatino, cinco años era la edad de escolarización entonces. Supongo que habrá opiniones para todos los gustos sobre si eso fue bueno o malo. La realidad es que hemos salido como hemos salido, hijos de nuestro tiempo, como todos. Los palotes hacían que luego en la escuela partiera con la ventaja de saber cómo sujetar el lápiz y cómo deslizarlo con la fuerza justa para dejar la huella de la mina sobre el papel. No es poca ventaja.
    La forma correcta de sujetar el lápiz es apoyándolo en el dedo corazón y guiándolo con el pulgar y el índice, más con el índice que es el dedo que queda más próximo a la punta del lápiz. Confío en que esto se siga enseñando en las escuelas porque sencillo como es, si te fijas, verás que hay gente que lo hace de otras formas que complican la escritura.
    También hacíamos caligrafía, que no me aprovechó tanto; no tengo buena letra. Hay un par de personas que ya no están a las que recuerdo con nostalgia entre otras cosas por su esmerada letra. Un saludo final para los zurdos y, en especial, para las zurdas.

lunes, 2 de enero de 2023

Intemporal libreta

    Hay títulos que, por lo que sea, se quedan en la memoria. Así me pasa con “El manuscrito encontrado en Zaragoza”. Aprecio tres razones para esa persistencia en el recuerdo. Una, haber sabido del título cuando el cerebro estaba todavía poco pisado, dicho sea comparando el cerebro con una playa. Dos, que aparezca Zaragoza entre todos los lugares (Saragosse en el original francés). Tres, por manuscrito, palabra evocadora que parece crujir como pergamino antiguo.
    Aclaro que no he leído el libro, una novela larga con mucha fantasía escrita a principios del siglo XIX por Jan Potocki, un conde polaco. Un manuscrito es ahora una reliquia del pasado y escribir a mano una especie de tradición entrañable. Lo habitual es valerse de un ordenador aunque es frecuente que autores consagrados permanezcan fieles a la máquina de escribir. Que yo sepa solo algunos autores recalcitrantes escriben a mano.
    Sin embargo, y curiosamente, me he dado cuenta de que hay un gran número de jóvenes idealistas que encuentran un placer particular en llevar siempre encima un cuaderno o una libreta e ir apuntando cosas sobre la marcha o, más relajados, en escribir poemas y relatos mientras toman una infusión. Decir un gran número es una forma de hablar. Me parece que además favorecen al lápiz frente a la tinta, por la facilidad para corregir, entiendo.
    Les he llamado idealistas y supongo que no he acertado del todo. Mi primer impulso ha sido poner románticos, pero hubiera acertado menos, creo, aunque algo tienen de ello, al igual que de soñadores, originales, ilusos, atrevidos o entrañables. O prácticos, por la contradicción plena de ironía que supone el hecho de que una libreta tenga a la larga más posibilidades de sobrevivir que los discos duros o la nube de donde a diario se volatilizan miles de páginas digitales.