viernes, 20 de enero de 2023

Dublín

    Un verano pasé seis semanas con una familia en Dublín. Para practicar el inglés, claro. La madre, Susan, todos los días por la tarde, después del té, se metía en la cama. Subía a su habitación, la habitación del matrimonio, y daba por concluida la jornada, creo.
    Al padre lo veía poco, no sé dónde andaría, trabajando lo más seguro. No daba el tipo de irlandés bebedor de Guinness. Era más bien bajo, con gafas y calvicie avanzada. Su rasgo más destacado, de alguna manera, era el nombre; se llamaba John Smith. En la primera y casi única conversación que tuve con él, que fue poco más que el saludo de bienvenida, coincidió que en la tele estaban dando un partido del tenista australiano Stan Smith, y John, el padre, hizo el comentario de que era otro miembro del clan.
    Tenían cuatro hijos. El pequeño, Seamus, tendría unos diez años y era el único que todavía dependía de la madre. Todos los días, a la hora de acostarse, Susan lo llamaba desde su cuarto y alguna vez vi desde el pasillo como el chaval entraba en la habitación a oscuras y pude oír a continuación el rumor de las preguntas de la madre y las explicaciones del hijo. Las otras dos hijas, Anne y Catherine, eran mayores, en torno a los veinte años; y el cuarto hijo, Michael, era el de mi edad; aunque apenas le vi el pelo durante mi estancia.
    Algo raro sí que me parecía ese retirarse temprano de la madre con la excusa, para mí no muy convincente, de padecer jaquecas. Con el tiempo pensé que lo que le pasaba era que sufría de depresión. Una depresión controlada, tenida a raya por la conciencia de cumplir con sus obligaciones, las obligaciones de una madre católica irlandesa, un peso difícil de soslayar, supongo.
    Tantos años después no he olvidado el nombre de la calle ni el número de la casa, el típico adosado en una barriada del norte de Dublín. Tampoco la imagen inquietante de la madre en la oscuridad de la alcoba llamando a su hijo menor.

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