domingo, 31 de enero de 2021

Hápax

Hápax suena a agente químico. Recibió un sobre que contenía hápax. Deja mujer y cuatro hijos. No, nada que ver. Es un término usado en lexicografía; un hápax es una palabra que aparece una sola vez en un texto, un autor o una lengua. Que una palabra aparezca una sola vez en la Ilíada, por ejemplo, es curioso; y habrá bastantes, supongo. Que un autor, pon Cervantes, haya utilizado algún vocablo una sola vez en toda su obra, sigue siendo curioso, y no faltarán. Periquete, me lo estoy inventando pero me parece verosímil: En Rinconete y Cortadillo sale una vez la expresión “en un periquete”. No hay más noticias de periquete en la obra de Cervantes. Sería un hecho poco conocido. Pero lo fascinante es que haya palabras que solo hayan aparecido una vez en todo el corpus escrito de una lengua. Eso ya me parece un tema digno de Borges, como poco. Imagino estos hápax (el plural no cambia) y su naturaleza etérea. Basta que se descubra uno y registrarlo para que deje de serlo; como flores en la nieve que se marchitan en cuanto las coges, manazas. Por eso mismo son palabras que no figuran en ningún diccionario. Otra característica típica debe ser que no se sepa su significado exacto. Si una palabra no aparece en ningún otro texto, no hay referencia a la que agarrarse. Claro que, cómo estar seguro de que es un auténtico hápax, nadie va a repasar todo lo escrito en un idioma para comprobarlo. Supuesto hápax se debería decir, y no volver a escribirlo en ningún caso, por si acaso. Imagino el mensaje de un erudito a otro: Confidencial, máxima discreción, en la edición tal, de tal libro, página treinta y dos, en la cuarta línea, tercera palabra; no la pronuncies, las paredes oyen; que me aspen si eso no es un hápax.

jueves, 28 de enero de 2021

Las cenizas de Andrea

Me acuerdo bien de Andrea por sus ojos verdes. Verdes y acuosos, velados por la edad, ochenta y tantos. Era el funeral de su marido y sonreía en el pórtico de la iglesia del brazo de su única hija. Eso fue hace ya unos años. Hace un mes falleció ella misma, y la otra tarde charlé un rato con Irene, la hija. Habían vivido siempre juntas. Cuando Irene se casó, el yerno se vino a vivir también con los suegros. Luego vendría un nieto, que se había casado a su vez y dejado el hogar, la casa junto al río. La convivencia madre-hija no había sido fácil. Durante años se había entablado una sorda pugna por la última palabra en cada pequeña cuita. Al morir el padre, Andrea entronizó la urna con sus cenizas en el dormitorio. Desde entonces una orden, disfrazada de petición, se repetía cada cierto tiempo. Quería que, al morir, sus cenizas reposaran para siempre en la casa junto a las de su marido. Pero, ¿a ti que más te va a dar entonces?, le decía Irene, y Andrea respondía que quién le iba a decir a ella lo que había que hacer en su casa. Prométemelo, le conminaba; e Irene respondía con vaguedades del tipo, vale, no te preocupes. Murió Andrea, y al llegar a casa con la urna y las cenizas, Irene la depositó, con cierta reluctancia, junto a la del padre. Eso había querido la madre, lo había repetido en sus últimas días. Su devoción filial, aún siendo escasa, no le dejaba hacer otra cosa. Pasaron los días. Irene evitaba entrar en el que había sido dormitorio de sus padres. Sentía la sombra de Andrea que le recriminaba algo, no sabía exactamente qué. Hasta que una tarde apacible de sol entre nubes, cogió las dos urnas y recorrió el sendero que lleva desde la casa hasta el viejo puente de piedra. Allí se quedó un rato de pie, en mitad del puente, recuperando el aliento y considerando la fuerza y la dirección del viento. Luego, asomándose sobre el pretil de uno de los lados, vertió con cuidado, apretando los labios, las cenizas de una de las urnas a las aguas del río. Seguido, hizo lo mismo con la otra. No sabría decir el orden, padre-madre, madre-padre, qué más daba.

domingo, 24 de enero de 2021

Se dijo el Señor

A Dios no le importa que escribamos su nombre con minúscula; dios, Dios, le da igual. Tampoco le molesta que se diga su nombre en vano (tiene que haber algún tipo de malentendido con el segundo mandamiento). Siendo esto así, no parece que nos haya podido hacer a su imagen y semejanza; sería una semejanza muy, muy, muy remota en todo caso. Luego está el problema del género. Problema nuestro, no de dios/Dios; ello/él/ella no tiene ningún problema con el género. Por cierto, una cosa que me he dado cuenta y que creo debo aclarar aquí: todo lo que escribo es completamente en serio. Y otra, simultánea e igual de importante: todo lo que escribo es absolutamente en broma. Lo digo con total sinceridad (serio mortal, dead serious que diría un inglés). Dios es, dicen, el autor del bestseller más duradero de todos los tiempos, la Biblia en prosa. Un libro que ha escrito a través de intérpretes y de los muchos traidores que lo han ido vertiendo de lengua en lengua. Es un longseller de manual, repleto de fantasía, sexo y violencia (la Biblia sí está hecha a nuestra imagen y semejanza). Hay muchas frases en ella que son como piedras de río que han llegado pulidas, redondas, casi perfectas, a nuestros días. Una de las primeras (Génesis 2:18), que no por repetida mil millones de veces deja de ser válida, es esta: “No es bueno que el hombre esté solo”, qué buena frase. Nota: A no dudar, en un futuro no muy lejano cambiará la versión canónica de esta oración. No dirá “hombre”, sino otra cosa que no sé cuál es. Salvando esta consideración, la frase retrata la esencia de nuestra naturaleza; no solo en el sentido reproductivo, sino, y sobre todo, en cuanto a nuestra necesaria convivencia y dependencia mutua más allá de tener o no pareja. Y lo hace con elegancia; ese “no es bueno”, no impone nada, solo comenta. Tampoco afirma que sea malo estar solo, deja ese margen de pensar que se puede estar así también; y que se está de hecho. Pero que, en general, no es bueno.

jueves, 21 de enero de 2021

Ser y tiempo

Según pasa la vida, más nos ocupamos del paso del tiempo. Se comprende que pretendamos medirlo. ¿Quién empezó?, no sé; los caldeos, los sumerios, los egipcios. Para eso se debieron desarrollar la física y las matemáticas. Mi última frontera en matemáticas la marcaron las ecuaciones diferenciales de segundo grado. Me quedé ahí, a las puertas. Era el último tema del programa y, lamentablemente, no llegué a estudiarlas. Aún así, por motivos que se me escapan, aprobé la asignatura; una injusticia. Desde entonces, contemplo esas ecuaciones como un conocimiento mítico fuera de mi alcance, un tren que se perdió en la noche. Ahora, tampoco me preguntes por las ecuaciones diferenciales de primer grado. Están olvidadas, solo las retuve el tiempo justo para pasar el examen (y así todo en la vida). El tiempo justo, de eso se trata. “El progreso y la tradición son dos fantasmas del tiempo”, puso Machado en boca de Juan de Mairena (lo escribió de pasada, como un comentario lateral). Fantasmas del tiempo, eso me gusta; se puede aplicar a muchos otros casos. Al éxito y al fracaso de Kipling, por ejemplo: el éxito y el fracaso son dos fantasmas del tiempo; y dos impostores, desde luego, lo son, lo son. Nosotros, los humanos, también somos, matizando, fantasmas en el tiempo; ahora estamos, ahora no estamos. Un criterio de medida son las horas de luz y oscuridad. El día más corto del año, el más triste para los mamíferos diurnos, es el 21 de diciembre. Una lógica desinformada, que es la lógica que suele gobernar nuestras vidas, nos dice que a menos luz más frío. ¿No debería ser el 21 de diciembre el día más frío del año, la fecha que marcara el punto intermedio del invierno? Pues no, es su comienzo; es como si hubiera una inercia que empuja a las estaciones hacia el futuro. Por otra parte, el frío no depende, como nos dice esa misma lógica iletrada, de la distancia entre el Sol y la Tierra; sino del ángulo de incidencia de los rayos de luz. Por eso, estas tardes de invierno, vemos al sol en vuelo rasante hacia el ocaso (quiero decir que el sol está bajo en el horizonte). Mido el tiempo, obsesivo, contando los días que faltan para que la luz venza a la oscuridad. Hoy, 21 de enero, ha pasado un mes desde la noche más larga, y por tanto ya hemos dejado atrás los dos meses más oscuros del ciclo. Faltan otros dos para el 21 de marzo, el comienzo de una nueva primavera. Matemáticas elementales; y gracias, Heidegger, por el encabezamiento.

lunes, 18 de enero de 2021

El puente de Madison

Me he acercado a ver cómo bajaba el río. Estaba algo crecido, por las lluvias y por la nieve de los últimos días. La nieve que ha caído en los altos, hasta aquí no ha llegado, y mejor así; la nieve no pertenece al asfalto de las calles, ni a las aceras. La nieve aquí pronto deja de ser blanca y radiante para volverse sucia y gris. Quería ver el río, el arroyo, desde el puente; el puente de Madison, como lo llamamos. Es un puente peatonal, de madera, con una cubierta a dos aguas que recuerda aquellos puentes románticos de la película (y de la novela). Lo instalaron hace ya bastantes años como algo provisional, eso entendí, para dar acceso a una explanada que hacía de aparcamiento y donde en fiestas se ponían las barracas. Aquella explanada pasó a la historia, pero el puente se ha mantenido. Río arriba, a unos cien metros, hay otro puente, el del ferrocarril. Este es de vigas de hierro, pintadas de verde descascarillado. Ya no pasa el tren; se soterró, y los raíles se retiraron. Solo queda la estructura metálica sobre el agua, los accesos cerrados y la maleza crecida. Entre los dos puentes, a un lado, está el paseo, con una barandilla de hierro forjado; al otro lado el muro del antiguo matadero. Visto desde el puente de Madison, el del ferrocarril aparece enmarcado entre las ramas de los árboles, como al final de un túnel. Justo bajo el puente de hierro hay una represa donde, en el remolino que crea la cascada, se acumulaba antes la basura flotante. Ahora el río está mucho más limpio, y, cuando el sol se filtra entre los árboles, los destellos y el rumor del agua hacen pensar que era allí mismo donde, en un tiempo mágico, las lamias repeinaban sus cabellos con peines de oro.

viernes, 15 de enero de 2021

Los elefantes

Por simple observación se puede asegurar que un elefante es más grande que un homo sapiens. Sin embargo, una célula de elefante debe ser parecida, en tamaño, a una célula humana; siendo la célula, de alguna forma, la unidad básica biológica. Así, los elefantes nos ganarían por aplastante mayoría en número de células. Esa “aplastante” superioridad es lo que hace que, por instinto básico, nunca debamos arrimarnos demasiado a un elefante. Una neurona no deja de ser una célula especializada. Desconozco en qué puede diferenciarse una neurona de elefante de una humana, algo me dice que en muy poco. ¿Cuántas neuronas tiene un elefante? La capacidad craneal es un indicador de inteligencia; más o menos, en general. El cerebro del elefante es varias veces más grande que el nuestro, y, por tanto, contiene muchas más neuronas. Por esa sencilla razón, el sentido común me dice que un elefante tiene que ser mucho más inteligente que un ser humano (y no me refiero solo a esos casos evidentes que todos conocemos). Por otra parte, hay que reconocer que, a pesar de esa presunta inteligencia, los elefantes no dominan la Tierra (como dicen que hicieron los dinosaurios, que son un poco sus antepasados, por el tamaño). Hay una explicación; lo que podríamos denominar la tragedia del elefante. Según esa teoría (que estoy desarrollando) los elefantes son seres muy inteligentes que viven atrapados en una fisiología de paquidermo. El desarrollo de su intelecto ha sido mucho más rápido que su evolución física. Su morfología no les permite tener un lenguaje verbal articulado, y la capacidad para la comunicación del sonido que emiten, el barrito, es muy limitada. Tampoco han desarrollado una habilidad manual, y la trompa da para lo que da. La tragedia del elefante es que, detrás de esa fachada de mamífero grande y torpe, dentro de su cráneo, presa e incomunicada, hay una inteligencia en ebullición. Una mente que ha transcendido el lenguaje y se mueve en el ámbito de la abstracción pura; una mente que, sospecho, comprende el mundo mucho mejor que nosotros, pobres homínidos de cráneo pequeño. Esta trágica paradoja explicaría por qué se ha dicho más de una vez que, entre todos los seres vivos, la mirada del elefante es la más triste.

lunes, 11 de enero de 2021

Llamada de un vigilante

Tenía la sensación de que, a la hora de interpretar lo que estaba oyendo, mi cerebro no cambiaba de modo “números” a modo “letras” y viceversa, según fuera conveniente. Acababa por darme cuenta de que estaba medio dormido y que aquel absurdo era una extrapolación del uso del teclado para escribir en el móvil. En la radio hablaba un sudamericano; daba gusto oírle, un tono dulce y un fluir del discurso que te llevaba en volandas. Decía el hombre que él era maestro en su país; pero que aquí, ahora mismo, era vigilante nocturno, que por eso llamaba a esas horas (y que confiaba en que no le estuviera escuchando su jefe, risas). Contaba que se había casado bien joven (así lo dijo) y, la verdad, no creía que hubiera habido amor, con mayúsculas, que él no sabía qué era eso, que llevaba toda la vida dándole vueltas y que por eso mismo había llamado, para preguntarlo. Cariño sí, mucho cariño, y luego ya algo menos. El caso fue que a los pocos años, cinco fueron exactamente, su mujer murió de una pulmonía mal curada. O sea, pensaba él, murió de la miseria, que no daba para calentar las casas en invierno. Así que se quedó viudo, sin hijos y con su humilde trabajo de maestro. Al cabo de unos días, que cualquiera diría que se habían puesto de acuerdo para dejarle un tiempito (así dijo) para enjugar su pena, la misma mañana, y era domingo, se acuerda, dos viudas le llevaron fuentes de comida, un cebiche y unos canelones. Y a la tarde, otra, aunque esta era una soltera un poco mayor, le trajo unos pasteles de frutas. Y ese fue uno de los mejores días de su vida, un día de llorar y reír. Había interés, seguro, pero a él le alegró y le iluminó. Entendió que la vida sigue siempre, y que si no llega el amor, no hay que esperarlo. Porque él le había dicho muchas veces a su difunta “te quiero”, pero nunca “te amo”, y que bien podría querer ahora a una de las viuditas (así hablaba, en diminutivo), o a la soltera (por no repetir solterita), pero que no se había casado con ninguna, por las dudas, y que ahora, tres décadas después, aún no sabía si el amor es cosa de películas y de santas o hay incluso maestros que lo conocen, o lo sufren; que él, la verdad, no tenía ni idea.

jueves, 7 de enero de 2021

A-weh-uh-heh-uh-ell

Cuanto más vivo está un idioma, más escurridizo se vuelve. Dicho de otra forma, una lengua viva es imposible de fijar (el lema de la Academia, “limpia, fija y da esplendor”, es un tanto discutible). Ahora mismo nos llueven términos desde el inglés; no hay que alarmarse, la pureza de la lengua, como la de la sangre, es una bobada. Además, seguro que muchas de las nuevas palabras son nietas de otras que, en su día, salieron de las mismas fuentes primigenias, del latín. Son palabras que todavía guardan en la familia la llave de la casa de Toledo, o de Roma en realidad. Parece que el 65 por ciento del léxico inglés viene del latín. En el uso, varía desde el 85 en textos científicos (¡no pueden pensar sin el latín!) hasta el 35 del lenguaje coloquial. Una palabra que me gusta es “rufo”, del spanglish para “tejado”. Teniendo en cuenta que no todos los tejados llevan tejas, rufo podría ser el nombre genérico, y a nadie tendrían por qué caérsele los anillos, digo yo. Dos anglicismos que ahora mismo están esperando en la puerta de la Academia son “yutuber” y “guasap” (términos adaptados). La definición de yutuber podría ser, propongo, “sabio divulgador que utiliza la plataforma de su nombre en beneficio de la humanidad”. Pero esa sería la segunda acepción, la primera se ajustaría más bien a esta otra definición: “persona que hace el chorra en internet”. En otro caso, “influencer”, me pregunto qué se hará, si cambiar la grafía, “influenser”, o la pronunciación, y que suene como se lee, con “c”. Ya puestos, ¿se podría admitir como sinónimo “manipuleitor”? (“manipulator” nos plantea el mismo problema pronunciatorio, con perdón). El detonante de estos comentarios ha sido lo de las fiestas “rave”. Me duele lo de “rave” y sus zombis que asienten convulsos por la sombra que proyectan sobre otro “rave” anterior, el “Rave On” de Buddy Holly, un minuto y cuarenta y siete segundos de rock and roll (o rocanrol). Es difícil traducir este “rave on”. Entiendo, por la letra, que le pide a su chica que siga igual de entusiasta, de energética. Esta canción tiene uno de los mejores comienzos vocales de la historia de la música pop, ese “a-weh-uh-heh-uh-ell”, que es como pronuncia Buddy Holly un estirado y entrecortado “well” (corre a escucharlo). En definitiva, que no se merece Buddy este descrédito.

domingo, 3 de enero de 2021

Visto desde aquí

Mi problema con Juego de Tronos. Disculpad que escriba “mi”, pero es que no tengo otro punto de vista. Mi problema con Juego de Tronos es doble. Por un lado, el problema en sí, intrínseco, que consiste en mi renuencia a entrar en ese mundo fantástico de dragones, hechizos y fantasmas. Podría dar por bueno un dragón con mal aliento, fétido incluso, pero uno que echa fuego, francamente, no lo veo. El mundo real ya da para todas las tramas que hagan falta. El problema añadido son los nombres, no me quedo con ellos, necesitaría verlos escritos. Se salvan Invernalia, Desembarco del Rey, Jon Nieve (el primo de Mikel Nieve), y poco más. Y la casa Lannister porque sale mucho y además evoca a Lancaster. Así que me pierdo con los personajes; no sé los grados de parentesco, quién mató a quién, qué maldición afecta a cada cual. Con todo, reconozco que el guión está bien, tiene buenos diálogos y frases ingeniosas. En un momento una niña pregunta: Entonces, ¿no hay siete infiernos? Y le contestan: No, solo hay uno y es este el que estamos. Vaya, este infierno en el que estamos; es sugerente. Una interpretación sería que es a Juego de Tronos a donde iremos los que vayamos al infierno; los que vayan, quiero decir. Que este mundo en el que vivimos sea el infierno, no parece, en general. En todo caso, podría ser el cielo, el infierno, el purgatorio y el limbo; todo a la vez. En cuanto a después de esta vida (o antes, o en paralelo), yo que sé; a mí no me saques de este ecosistema de materia, seres de carne y hueso y pantallas de ordenador.