miércoles, 30 de noviembre de 2022

Mitad y mitad

    Excavando se llega a la Troya de Aquiles; vale, de acuerdo, tiene lógica, aunque no lo vea del todo. Está demostrado que pasa, localizaron una colina, empezaron a cavar y aparecieron unas piedras. El inductor fue un alemán, Schliemann (estoy de enhorabuena, lo he escrito bien a la primera). Siguieron cavando y surgieron más ruinas, trozos de cerámica, monedas perdidas por los rincones, hebillas de sandalias; puntas de flecha también, alguna que otra estatuilla, quién sabe qué.
    Los arqueólogos siguen escarbando y comienzan a hablar de niveles, y dicen que el nivel 7 (siete, número cabalístico, ¿por qué no siete?), creemos, no lo aseguramos tajantemente porque solo somos humanos pero creemos que este nivel, el siete, corresponde a la Troya que se canta en La Ilíada, que puede que sea toda inventada, o casi, pero en cualquier caso hay indicios que apuntan en esa dirección. Los restos de un gran incendio, por ejemplo. ¿Y el caballo de madera?, bueno, estamos en ello, no descartamos nada.
    Bien, pero la lógica me dice que eso de que el pasado está enterrado bajo nuestros pies no puede ser siempre así porque la cantidad de tierra es limitada y de donde saldría toda esa materia necesaria para ir enterrando el pasado. Del fondo del mar, dice uno, ja, no, la tendencia natural sería, pura lógica gravitacional, que los mares se fueran rellenando y la tierra firme rebajándose. Los movimientos tectónicos que levantan cordilleras no dejan de ser episodios puntuales en la larga trayectoria geológica del planeta (como habréis notado me estoy esforzando por meter palabras técnicas).
    Lo normal sería, me parece y volviendo a nuestro tema de la falsa teoría del pasado enterrado siempre, lo normal sería que en unos lugares, como Troya, el pasado quedara, en efecto, enterrado y en otros sucediera al revés, que el pasado fuera barrido de la faz de la Tierra una y otra vez (¿por el viento de la Historia?). La conclusión que se me ocurre es que, grosso modo, la mitad del pasado está esperando a los arqueólogos y la otra mitad se ha perdido para siempre. Pero bueno, tampoco me hagáis mucho caso.

domingo, 27 de noviembre de 2022

Aprendiz de brujo

    Una profesión con ventajas, me parece, es la de psicoanalista. Me baso en los que he visto en las películas, como la doctora Melfi, la psiquiatra de Tony Soprano; salvando que tal vez sean pacientes como ese, algo psicópatas, el único inconveniente de dedicarse a ello. Pero son los menos, la mayoría son locos normales, como tú o como yo, inofensivos en principio.
    Ya comprendo que debe de haber un largo camino hasta esa consulta con las paredes revestidas de madera, el diván y los sillones tapizados en cuero, la estantería repleta de libros y las luces tenues indirectas, pero ese no es el tema de este escrito. Mi idea es que una vez instalados en esos sillones no son imprescindibles ni la preparación académica ni la experiencia previa.
    En la práctica los requisitos para ejercer de psicoanalista serían básicamente dos, saber escuchar y tener dos dedos de frente; la pipa es opcional. Cumplir esos dos requisitos tampoco es tan sencillo. Oír es fácil, e inevitable si no eres sordo, escuchar no tanto. Una cita conocida: lo contrario de hablar no es escuchar, lo contrario de hablar es esperar. Lo dijo Fran Lebowitz; exagerando un poco, la gente habla y luego espera hasta poder hablar de nuevo, nadie escucha.
    Bueno, sí, alguien escucha, el buen psicoanalista, que escucha y apenas habla, ese es el truco, los silencios largos y los comentarios puntuales hechos con un mínimo de sentido común para tirar del hilo o para demostrar que sigues atento y no te has dormido. Me estoy metiendo en el papel. Lo bueno es que no tienes que dar respuestas, solo carrete al paciente para que saque sus propias conclusiones. Prisa no hay, las sesiones pueden prolongarse durante años, y esa es la primera ventaja porque todos los testimonios coinciden en que las tarifas habituales son altas, incluso extravagantes.
    La otra gran ventaja son las historias, los secretos que se cuentan, pura literatura oral. Como toda literatura esas historias pueden ser instructivas y entretenidas, mostrar otras vidas y otros puntos de vista. El beneficio es mutuo. Lo que quiere la gente, lo que queremos y no solemos conseguir en la vida ordinaria, es contarlo todo y quitarnos un peso de encima. Volvemos a Fran Lebowitz, lo que quiere la gente es hablar. Si nadie está dispuesto a escuchar que menos que cobrar algo a cambio. Salvo a los amigos, claro.

jueves, 24 de noviembre de 2022

Pedro

    “Me daba pena” decía Juan hablando de su hermano Pedro. Aunque fuera mayor que él, era Juan el que le defendía siendo niños. Pedro apenas hablaba y estaba siempre como ausente. Sin duda padecía algún trastorno, algún tipo de autismo; pero eran otros tiempos y nunca fue diagnosticado.
    La primera vez que coincidí con él fue en una boda. Digo “coincidí” porque no puedo decir “conocí”. Estábamos en el pórtico de la iglesia con los novios a punto de salir y al verlo a mi lado, por amabilidad, le hice un comentario. Ni respondió ni me miró, permaneció serio y con la mirada perdida. Me dio que pensar.
    De joven se fue de casa. Pasó años, décadas, fuera. Vagabundeó, pedía en las esquinas rasgueando en una guitarra lo que había aprendido de oído. Trabajó un tiempo en una fábrica en Vitoria. Acabó regresando, tampoco tenía otro sitio donde ir. Juan lo visitaba a menudo y decía que siempre lo encontraba o en la ventana fumando o dentro tocando la guitarra. Esa era su vida; no hablaba con nadie, fumaba y tocaba, no sé si bien o mal, la guitarra. Me impresionaban todos esos años de soledad; me preguntaba qué pasaría por su cabeza, si es que llegó a tener algún amigo, si conoció a alguna mujer.
    Unas Navidades, contra todo pronóstico, como un destello de vida en un planeta inhóspito, Pedro le compró un regalo a la nieta de Juan, que tendría entonces cuatro o cinco años. Fue algo inusitado que no se había dado antes ni se daría después. El regalo, que por otra parte no casaba con la edad de la niña, era un órgano electrónico Yamaha a pilas.
    En sus últimos años estuvo varias veces ingresado en Santa Marina, se ahogaba pero seguía fumando. Al final, dijeron los médicos, murió de cáncer, de un cáncer sin tratar que ocultó y que le tuvo que provocar grandes dolores de los que nunca se quejó. Un día llegué al hospital y Juan me recibió diciendo “acaba de morir”. Salimos al pasillo y un sanitario le entregó un reloj de pulsera, el reloj, normal y corriente, que había sido de Pedro. Juan lo miró y me dijo, “si lo quieres para ti”. Sorprendido le contesté que no; entonces, y eso me sorprendió aún más, Juan se lo ofreció al mismo sanitario. Este, incómodo, también lo rechazó.

lunes, 21 de noviembre de 2022

El asterisco

    Os presento al asterisco: *. Lo tenéis ahí, en el teclado del ordenador, en la fila superior de la botonera numérica. Botonera, una palabra melodiosa, igual no la había escrito nunca; aquí lo he hecho por no repetir teclado. Tampoco es tan grave la repetición; a veces es un arma literaria, hay más de un autor que a base de insistir convierte en mantras términos, sintagmas o frases enteras. Llamaríamos a declarar a Thomas Bernhard pero ha fallecido.
    Asterisco viene del latín asteriscus, no es broma; significa estrella pequeña y como tal levita dramático sobre el renglón. De alguna manera un asterisco eleva el nivel poético de un texto. En el ordenador es una estrella de seis puntas, escrito a mano se convierte en otra de ocho, al menos en mi caso aunque hace siglos que no trazo uno.
    La función tradicional del asterisco ha sido hacer de llamada para una aclaración o nota a pie de página, pero cada vez menos por la proliferación de dichas notas. Puedes señalar la primera con un asterisco, la segunda con dos, la tercera con tres y la cuarta ya olvídate de ella, demasiados asteriscos. Así, se han ido sustituyendo por números que van en pequeño y un poco encaramados sobre la palabra concernida como si esta lo hubiera atropellado y el número estuviera a punto de rodar sobre el capó.
    Otro uso es el de ocultar claves de acceso o números de cuenta o como unidad de valoración de películas. En estos casos aprecio una tendencia a reemplazarlos por círculos negros, deben de tener alguna ventaja tipográfica.
    Hay una tercera función hasta hace poco exclusiva de gramáticos y filólogos que aplicada a la mensajería instantánea podría contrarrestar esa progresiva ausencia del asterisco en nuestras vidas. Me refiero a cuando uno se da cuenta después de dar al enviar de que ha escrito una palabra mal, cosa por otra parte casi más frecuente que lo contrario. Si alguien tuviera el tiempo y las ganas una forma elegante de subsanar el fallo es repetir la palabra precedida de un asterisco y escribir a continuación el término correcto.

viernes, 18 de noviembre de 2022

Café con leche

    El otro día me tomé un café con leche en un bar, un café con leche en vaso; lo pido así a veces si tengo sed. Al día siguiente volví al mismo bar y antes de abrir la boca el barman me preguntó, ¿café con leche en vaso? Iba a pedirlo normal, o sea en taza, un café con leche, sin más. La situación me planteó un pequeño dilema. El hombre me mostraba su deseo de agradar, de darme a entender que me conocía y que se acordaba de lo que había tomado el día anterior. Si le decía que no, que hoy no lo quería en vaso, también le estaría insinuando que se había equivocado; si le decía que sí le complacía pero a costa de mi propio interés. En todo caso sería un sacrificio incruento, por no alargar el trámite me tomaría el café con leche en vaso y punto; y eso es lo que hice sin que sirva de precedente.
    El café con leche me gusta tomarlo muy caliente y a sorbos. Hasta ahora a menudo he dicho que me gustaba beberlo “a pequeños sorbos” o también, y ahora al repetirlo me suena algo ridículo, que lo tomaba “a sorbitos”. Como eximente añado que nunca creo haber afirmado que me gustara tomarlo “a pequeños sorbitos”. Me he dado cuenta de que no estaba haciendo un uso preciso del lenguaje. La palabra sorbo significa “cantidad pequeña de bebida”, decir “sorbo pequeño” es redundante. Lo mismo pasa con “sorbito” que además añade la cursilería que acompaña con frecuencia a los diminutivos, aunque esto último sea opinable. En general, añadir adjetivos o adverbios innecesarios es un intento, bastante inocente y muy humano, de hacer interesante nuestro relato, dejando asomar a la vez el temor de que no lo sea en absoluto.

lunes, 14 de noviembre de 2022

De la migraña

    Me cuenta que ha salido de casa porque no le duele la cabeza. O igual es solo que no le duele mucho. Migrañas, se llaman. Por suerte no tengo. La naturaleza será muy sabia pero el dolor es un mal invento. El dolor es una exacerbación del sentido. No sé de qué sentido, del sentido del dolor, supongo. No estoy seguro de que lo contrario del dolor sea el placer, lo demostraría el hecho de que ambos puedan darse a la vez.
    Alguna vez me habrá dolido la cabeza, creo que sí, pero no para quejarme demasiado. He sentido otros dos dolores cercanos, vecinos del mismo barrio. Me refiero al dolor de muelas y al dolor de oído. Infecciones en ambos casos. Dolores absorbentes que te impiden atender a nada más que al mismo dolor. Nunca dejaré de estar agradecido al Nolotil y la bendita sensación del dolor remitiendo.
    Hasta que te duele algo de veras no te das cuenta de lo fácil que es ser feliz. Asegúrame que no me dolerá nada y estoy dispuesto a vivir muchos años. No para siempre, eso sería una locura; la Tierra se disolverá un día y podría acabar flotando en el espacio infinito mortalmente aburrido. Quiero decir inmortalmente aburrido. Pero la migraña debe de ser otra cosa, te duele en la misma CPU, en la unidad central de procesos, en el mismísimo cerebro; te duelen los pensamientos y te duele esa materia de la que están hechos los sueños, te duele el halcón maltés.

jueves, 10 de noviembre de 2022

El Veintiuno

    Los lunes grabábamos exteriores. Alguien descubrió no lejos de las localizaciones habituales El Veintiuno, un restaurante peculiar de la parte vieja. Solo daban comidas y limitadas al menú del día. A media mañana la dueña y cocinera colocaba junto a la entrada una mesita redonda con un tapete y unas flores en un jarrón en el que se apoyaba la lámina plastificada con el menú. Cuatro platos a elegir de primero, otros tantos de segundo y los postres.
    No conozco la historia anterior del local, lo único que sabía era que lo llevaba esa mujer, Isabel, cercana a la jubilación y al parecer viuda, con la sola ayuda de una sobrina callada, guapa y diligente que servía las mesas. Nos sentábamos en una mesa con bancos corridos cercana a la cocina. Solíamos ser tres o cuatro, a veces algún otro parroquiano se sentaba circunspecto junto a nosotros. En las paredes colgaban cuadros de tema deportivo, ciclismo, fútbol, y una curiosa colección de fotos antiguas con personajes carlistas de uniforme. La comida era sencilla y buena: lentejas, macarrones, ensalada, pechugas, anchoas, arroz con leche, una naranja. También, el que quería, café y/o chupito.
    Me intrigaba un tanto el nombre, El Veintiuno. Primero pensé que podía ser el número de la calle, pero el portal más próximo era un diecisiete. Conocía de algún libro la existencia de otro famoso Veintiuno, el Club Veintiuno de Nueva York, un local con restaurante de alta cocina frecuentado por presidentes y que, lo acabo de mirar, cerró hace dos años por la pandemia. En la trama de una novela quedaría bien que Isabel, la dueña de este Veintiuno, le hubiera puesto el nombre en recuerdo de cuando de joven vivió en Nueva York y conoció por el motivo que fuera aquel otro Veintiuno de la Gran Manzana.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Entendimiento menguante

    He leído la columna de “el joven Z”, como lo llamaba otro periodista, y hasta en dos ocasiones no he entendido si una afirmación iba en serio o era una ironía. No sé si debo preocuparme o tomarlo como lección de las bondades de la ambigüedad. Igual tiene que ver con otro síntoma que me he observado y que por otra parte creo que es bastante común. Me refiero a la calidad de efímera de la memoria inmediata. Doble inciso: uno, efimeridad es un término correcto aunque está poco documentado; dos, la tercera acepción de efímera es cachipolla, insecto parecido a la libélula “que apenas vive un día”. Vuelvo a la memoria con un ejemplo de no hace mucho: en una novela, de cuyo nombre sí quiero acordarme pero ahora no me viene, se mencionaba repetidamente la temperatura ambiente en grados Fahrenheit. Un engorro porque setenta grados Fahrenheit no me dicen nada y además me desasosiegan. Así que me informé y memoricé una fórmula para pasar el dato a grados centígrados. Mientras terminaba el libro tuve oportunidad de utilizarla dos o tres veces. Treinta grados es calor, quince fresco, cuatro frío; ahora sí que nos estábamos entendiendo.
    Han pasado unos meses y la fórmula, maldita sea, se ha borrado de mi memoria. Puede que la culpa no sea mía sino del móvil que siempre está dispuesto a aportar información incluso cuando pregunto por lo mismo más de una vez. Antes tecleaba mis consultas, ahora empiezo a hacerlas por voz. El otro día la asistente de Google me sorprendió con una broma y estuvimos charlando un rato. Me di cuenta de que solo se sabe un chiste.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Para un guion

    La protagonista es una mujer, las mujeres tienen más matices, me parece. Lleva años con su pareja, se quieren o se tienen mucho afecto aunque cada vez les queda menos margen para la sorpresa y de forma natural, los dos se han ido dando cuenta, es menor el tiempo que comparten; a ella le parece que hay veces que él se escaquea. Además lleva tiempo pensando en la maternidad y él es reacio, como poco; crece el conflicto.
    Profesiones liberales, un poco de alegría, siquiera económica, de gente que juntando dos sueldos no vive mal. Ella puede trabajar en una editorial o en una agencia de publicidad, algo glamuroso, ideal para que una mujer relativamente joven destaque. Relativamente joven, he escrito, se puede añadir una compañera joven del todo que le haga sentirse amenazada.
    La pareja, ¿le ponemos profesor de universidad o está muy visto?, si eso están las alumnas, el flirteo y la sospecha del engaño; cualquiera diría que es inevitable. También salen los padres de ella y una hermana un poco loca para los momentos distendidos; luego la abuela que está en una residencia y morirá en algún momento, cuando convenga a la trama. La casa en la playa de las vacaciones de la infancia, hay que meterla, ya veremos como; una escapada, una vecina que ve algo que no conviene. Me está saliendo una película francesa.
    Nuestra protagonista tiene que acudir a un congreso. Él la lleva al aeropuerto y aunque le dice que ya la está echando de menos, “ya te estoy echando de menos”, a ella le parece que no puede disimular una media sonrisa y un brillo en los ojos que lo delatan. No puede mosquearse porque entonces ella sería la mala, así que coge aire e intenta una sonrisa que le sale a medias. Al final se pone seria y se despide con un “ya eres mayorcito”.

jueves, 3 de noviembre de 2022

Del autoengaño explicado a los niños

    Es difícil explicárselo; no solo eso, el autoengaño, sino casi cualquier cosa referente a las ilusiones o desilusiones de los mayores. Tal vez porque es lo natural, verlo todo diáfano de niño y luego poco a poco desengañarse. Autoengaño, desengaño. Te estás autoengañando, desengáñate. Los juegos de palabras, un peligro.
    Imaginando a Álvaro, siete años, sorprendido por la posibilidad de que alguien pueda engañarse a sí mismo me he acordado de mi propio desconcierto una vez cuando era cinco o seis años mayor que él ahora. Téngase en cuenta que entonces todo iba más despacio y la inocencia duraba bastante más. Estábamos en clase en un tiempo muerto y alguien preguntó en qué consistía la actividad de las prostitutas. O igual dijo putas, no me acuerdo, en todo caso se habló de ellas con respeto, me parece. Otro compañero, más informado y visto con perspectiva más maduro, le contestó que una prostituta lo que hacía era vender amor.
    No sé hasta qué punto sabía yo algo del tema, creo que los elementos básicos los conocía. La definición me pareció incongruente. Mi argumento en contra fue preguntar si es que el amor se vendía a peso, si es que iba alguien a donde una prostituta y le preguntaba a cuanto estaba el kilo de amor. En mi opinión el amor era algo abstracto que no se podía vender.
    Con el tiempo fui dándome cuenta de que lo de vender amor es una forma elegante de decirlo e incluso puede que sea la verdad última que subyace detrás del crudo comercio sexual. Qué tiene esto que ver con el autoengaño, nada, o solo eso, que Álvaro entenderá perfectamente en pocos años que engañarnos a nosotros mismos es nuestro deporte favorito, algo que practicamos como mecanismo de supervivencia y que suele ser inconsciente, porque cuando es consciente volvemos a la casilla de salida y nos parece, como a Álvaro, la cosa más tonta del mundo.