jueves, 10 de noviembre de 2022

El Veintiuno

    Los lunes grabábamos exteriores. Alguien descubrió no lejos de las localizaciones habituales El Veintiuno, un restaurante peculiar de la parte vieja. Solo daban comidas y limitadas al menú del día. A media mañana la dueña y cocinera colocaba junto a la entrada una mesita redonda con un tapete y unas flores en un jarrón en el que se apoyaba la lámina plastificada con el menú. Cuatro platos a elegir de primero, otros tantos de segundo y los postres.
    No conozco la historia anterior del local, lo único que sabía era que lo llevaba esa mujer, Isabel, cercana a la jubilación y al parecer viuda, con la sola ayuda de una sobrina callada, guapa y diligente que servía las mesas. Nos sentábamos en una mesa con bancos corridos cercana a la cocina. Solíamos ser tres o cuatro, a veces algún otro parroquiano se sentaba circunspecto junto a nosotros. En las paredes colgaban cuadros de tema deportivo, ciclismo, fútbol, y una curiosa colección de fotos antiguas con personajes carlistas de uniforme. La comida era sencilla y buena: lentejas, macarrones, ensalada, pechugas, anchoas, arroz con leche, una naranja. También, el que quería, café y/o chupito.
    Me intrigaba un tanto el nombre, El Veintiuno. Primero pensé que podía ser el número de la calle, pero el portal más próximo era un diecisiete. Conocía de algún libro la existencia de otro famoso Veintiuno, el Club Veintiuno de Nueva York, un local con restaurante de alta cocina frecuentado por presidentes y que, lo acabo de mirar, cerró hace dos años por la pandemia. En la trama de una novela quedaría bien que Isabel, la dueña de este Veintiuno, le hubiera puesto el nombre en recuerdo de cuando de joven vivió en Nueva York y conoció por el motivo que fuera aquel otro Veintiuno de la Gran Manzana.

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