jueves, 24 de noviembre de 2022

Pedro

    “Me daba pena” decía Juan hablando de su hermano Pedro. Aunque fuera mayor que él, era Juan el que le defendía siendo niños. Pedro apenas hablaba y estaba siempre como ausente. Sin duda padecía algún trastorno, algún tipo de autismo; pero eran otros tiempos y nunca fue diagnosticado.
    La primera vez que coincidí con él fue en una boda. Digo “coincidí” porque no puedo decir “conocí”. Estábamos en el pórtico de la iglesia con los novios a punto de salir y al verlo a mi lado, por amabilidad, le hice un comentario. Ni respondió ni me miró, permaneció serio y con la mirada perdida. Me dio que pensar.
    De joven se fue de casa. Pasó años, décadas, fuera. Vagabundeó, pedía en las esquinas rasgueando en una guitarra lo que había aprendido de oído. Trabajó un tiempo en una fábrica en Vitoria. Acabó regresando, tampoco tenía otro sitio donde ir. Juan lo visitaba a menudo y decía que siempre lo encontraba o en la ventana fumando o dentro tocando la guitarra. Esa era su vida; no hablaba con nadie, fumaba y tocaba, no sé si bien o mal, la guitarra. Me impresionaban todos esos años de soledad; me preguntaba qué pasaría por su cabeza, si es que llegó a tener algún amigo, si conoció a alguna mujer.
    Unas Navidades, contra todo pronóstico, como un destello de vida en un planeta inhóspito, Pedro le compró un regalo a la nieta de Juan, que tendría entonces cuatro o cinco años. Fue algo inusitado que no se había dado antes ni se daría después. El regalo, que por otra parte no casaba con la edad de la niña, era un órgano electrónico Yamaha a pilas.
    En sus últimos años estuvo varias veces ingresado en Santa Marina, se ahogaba pero seguía fumando. Al final, dijeron los médicos, murió de cáncer, de un cáncer sin tratar que ocultó y que le tuvo que provocar grandes dolores de los que nunca se quejó. Un día llegué al hospital y Juan me recibió diciendo “acaba de morir”. Salimos al pasillo y un sanitario le entregó un reloj de pulsera, el reloj, normal y corriente, que había sido de Pedro. Juan lo miró y me dijo, “si lo quieres para ti”. Sorprendido le contesté que no; entonces, y eso me sorprendió aún más, Juan se lo ofreció al mismo sanitario. Este, incómodo, también lo rechazó.

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