No
suelo leer las cartas al director del periódico. Lo compro para leer
lo que escriben los periodistas que me son simpáticos sobre los
temas que me interesan, más o menos; no para leer la opinión de los
lectores, a los que imagino tan indocumentados como yo mismo. Pero a
veces se me escapa la vista y leo algunas líneas. Hoy plantea uno su
protesta de turno y entre sus méritos deja caer que a él le gusta
leer y escribir... Sí, a mí también. Yo también he dado a veces,
muy pocas, la tabarra en el periódico (y no me han premiado, qué
injusticia). Que todo el mundo escriba es lo más parecido a que no
escriba nadie. Esto de me gusta leer y escribir me ha recordado una
cosa que cuenta Kirmen Uribe: estando en la cárcel, por insumiso, un
preso que no sabía leer ni escribir le dictó una carta llena de
poesía. A la hora de juntar palabras algo tengo que ver con el autor
de la carta al director, con el preso que dicta y hasta con Kirmen
Uribe. Al hilo de la idea de escribir y que a alguien le importe, he
encontrado esta frase de Mary Oliver, poeta americana, “the
here and the now are, at the same time, the everywhere, and the
forever” (el aquí y el ahora son al mismo tiempo el en todas
partes y el siempre). Siendo como soy, tan normalito, me voy
convenciendo de que mis vivencias, lo que siento, lo que pueda
contar, es universal. Mi caso particular, por muy anodina que sea mi
vida, puede interesar a cualquiera (a alguno, siquiera) porque todos
los humanos somos así; tenemos casi todo en común, cuerpos,
sentimientos, madres, vecinos, nos gustan los perros y los
atardeceres.
viernes, 29 de mayo de 2020
lunes, 25 de mayo de 2020
Léxico lindo
Las palabras son todo lo que tenemos
para hacernos entender y para entendernos a nosotros mismos, para
pensar el mundo. Me he venido arriba, por quedar bien; no pensamos el
mundo, no en mi caso al menos; justo justo jugamos con cuatro ideas
mal aprendidas. Según un dato que tengo archivado en alguna parte,
el ser humano llega a su plenitud física a los veinticinco años.
Habrá quien diga que es a los treinta, vale. La pregunta es a qué
edad se llega a la plenitud mental. Se lo pregunto a Google y me
sorprende: la plenitud mental se alcanza a los veintidós años, el
deterioro comienza a los veintisiete (aquí citar el caso de
Einstein). Sin embargo, por fortuna, el vocabulario de una persona va
aumentando con la edad, parece ser. Tenemos, pues, una paradoja;
según acumulamos años disponemos de más palabras y de menos
capacidad mental para organizarlas. Bien, aquí estamos, ordenando palabras, a pesar de todo. Mi impresión,
en cuanto al vocabulario, es que se trata de un proceso automático.
No es que uno piense y seleccione una palabra, sino que la palabra
acude al llamado del momento, de forma espontánea, como por arte de
birlibirloque. Con los años, y ya lejos de la plenitud física e
intelectual, la mente me sorprende de vez en cuando con una palabra
antigua, que no he oído hace tiempo, una palabra que acojo con
cariño, que me parece de pronto preciosa, original, musical. Por
supuesto, ahora que necesitaría dar un ejemplo, no me acuerdo de
ninguna. Todo esto desde el lado optimista. El envés del asunto es
la pérdida inevitable de memoria, ¿se me está borrando el disco
duro? Claro que sí, como a todos, es parte del deterioro. Ya hace años, como un adelanto de
lo que vendría, me pasaba que no me acordaba del nombre de ese actor
americano, sí hombre, el que hizo Taxi Driver y salía en El
padrino, y luego engordó muchísimo para aquel papel de boxeador. De
Niro, ese mismo. También me pasaba con Paul Newman y algún
otro, algunos otros y otras. Aquello fue una especie de aviso o aperitivo; ahora me pasa más. Pero sé que lo sé, tengo la palabra
ahí, en la punta de la lengua o en el camarote de la memoria. Ya me
vendrá, me digo; y con el tiempo, por la tarde, al día siguiente,
me viene, de momento. Los discos duros también son así, aunque
borres uno, la información sigue ahí y un experto informático la
puede recuperar. Algún día pasará también con la mente humana, se
podrá recuperar la información, o los disparates, almacenados.
Mientras tanto el único paliativo es repasar nuestro vocabulario,
leer; y escribir, los más osados.
miércoles, 20 de mayo de 2020
La posibilidad de otra vida
No me gustan las películas
de zombis, o de vampiros. Bastante tenemos con los vivos para
aguantar encima a esos fantoches, que diría la tía Mari. No creo en
los fantasmas; no, desde luego, en los espectros de la casa de la
colina. Otra cosa son los espíritus tímidos, que apenas se atreven
a manifestarse; las presencias de algunas personas queridas que están
muy lejos o que ya no están. En esos fantasmas estoy deseando
creer, ojalá existan. Aunque me decepciona que en una peli aparezca
al final un hermano gemelo que explica todo el misterio, sí me
parece que su caso, el de los gemelos, puede ser propicio para estos
fenómenos. Dicen que hay un vínculo especial entre gemelos, no sé.
Si yo tuviera uno, se llamaría Ignacio. Durante años éramos
hermanos, sin más; habíamos nacido a la vez, el mismo día a la
misma hora, de la misma madre. Hasta que surgió la duda: dos cabezas
surgiendo simultáneas del seno materno; igual no era posible, uno de
los dos se asomaría antes. Preguntamos a nuestra madre. La verdad,
nos dijo, no lo sé, para fijarme estaba. Alguna enfermera o matrona
nos depositó en sendas cunas y luego algún otro colocó las
etiquetas. Ignacio y Javier, Javier e Ignacio, pinto pinto gorgorito.
Pero en la partida de nacimiento Ignacio aparecía primero. Puse
buena cara, el pequeño, qué más da. Ignacio vive ahora en
California. Es profesor universitario y trabaja en un laboratorio. Si
no viene al caso no hablo de él, quedo como el hermano tonto.
Aunque, tengo que decirlo, el examen oral para la beca en Stanford lo
hice yo. También hice el mío, los dos nos presentamos. Él estaba
convocado por la mañana, yo por la tarde. Estábamos igual,
parecido, de preparados; pero Ignacio había pasado mala noche, los
nervios. Con honestidad fraternal, y deshonestidad académica, me
ofrecí a sustituirlo. Su examen obtuvo un nueve, el mío un ocho y
medio; la beca fue para Ignacio. No tengo nada que objetar, su
trayectoria ha sido brillante; doctorado, artículos científicos,
participación en algún descubrimiento. En su vida americana nadie
sabe lo del examen. Los años y la distancia nos han ido separando,
incluso en lo anímico. Sin embargo, estos últimos meses a veces me
despierto al alba y me parece ver en la penumbra a Ignacio, sentado
al borde de la cama. La primera vez me alarmé, ¿le habrá pasado
algo? Sus rasgos difusos, reflejados en el espejo, dibujaban una
expresión serena. Pasaron los días y no hubo noticias de
California. Se repitieron las ensoñaciones de madrugada. No sé si
estoy viendo un fantasma, o solo es mi mente, o estoy tan atontado
que me confunde el espejo; pero siento paz. Le pregunto, sin
palabras, ¿cómo estás Ignacio?, y él me responde, bien Javier. Me
lo quiere decir él o me lo digo yo: el azar es inocente; todo es
casualidad y con dos gemelos el laberinto se eleva al cuadrado, te
extravías, pero el azar es inocente; ser el mayor o el pequeño, llamarse
Ignacio o Javier; no tiene nada que ver, no importa, nunca importó.
viernes, 15 de mayo de 2020
Resintonizando
Casi cualquier aparato de
uso doméstico está hecho para que dure un tiempo limitado. Cumplido
ese plazo lo más probable es que se estropee y que, además, para
entonces el modelo ya ni se fabrique. La experiencia me lo ha
confirmado en muchas ocasiones; con la lavadora, el frigorífico o,
en otra escala, el mismo coche. Redondeando, estimo ese tiempo de
vida media en unos diez años. Digo esto a propósito de la tele
pequeña que tenemos en el cuarto. No sé su “edad” con
exactitud, pero ya ha superado ese plazo seguro. Es de la marca Sanyo
(extended version: Sanyo en japonés significa “tres océanos”,
había una fábrica en Tudela). La proporción de la pantalla, la
relación de aspecto, es de cuatro a tres, no la apaisada de ahora,
dieciséis a nueve. Hace ya mucho que no responde al mando de control
remoto. Con los últimos cambios de frecuencias se habían dejado de
ver varias cadenas, así que el domingo me puse a la tarea de
resintonizarla. Sin el mando se complica un poco, hay que pulsar los
botones del lateral, que además tampoco responden a la primera.
Mientras tanteaba en busca del menú correspondiente, ha aparecido en
la pantalla una de esas películas para la televisión que suelen dar
las tardes de domingo. Una pareja en una sala; ella sentada en el
sofá, él, de pie, dice: La melancolía es la hermana guapa de la
tristeza. Así, de repente. No vi más, seguí pulsando botones, la
frase quedó flotando en mi cabeza. Conseguí recuperar los canales
perdidos. He indagado y esa frase no la ha dicho nadie en especial, o
es tan pedestre que la ha dicho todo el mundo. La hermana guapa, hay gustos (un saludo a la nostalgia, la prima resultona). Le podemos dar
la vuelta: la tristeza es la hermana fea de la melancolía. Pero,
ahora mismo, estar triste me parece más natural que estar
melancólico. Le tengo más simpatía a la tristeza. La melancolía
me empieza a parecer afectada, caprichosa, podría ser el nombre de
una enfermedad intestinal. En todo caso sería más bien la hermana
snob de la humilde, sencilla, honesta tristeza.
domingo, 10 de mayo de 2020
A Many-Splendored Thing
Si consideramos la
naturaleza del amor, no tengo ni idea de en qué consiste, pero
mantengo intacta la curiosidad. Teníamos en casa, in
illo tempore, un disco LP de Nat King Cole.
Las canciones eran, más o menos, la mitad en inglés y la mitad en
castellano. Estas últimas las tengo grabadas en las circunvoluciones
cerebrales: aquellos ojos verdes; ansiedad, de tenerte en mis brazos;
mujer, si puedes tú con Dios hablar (qué sintaxis descoyuntada). En
inglés estaba Love is a Many Splendored Thing. Aún después de
largos años de relación con el inglés, no recuerdo haberme topado
nunca más con esa extraña construcción, a many-splendored (el
original era así, con guión). Una traducción literal sería: el
amor es una cosa de muchos esplendores, o algo así; la habitual es:
el amor es algo maravilloso. Un lugar común, una entrañable trampa
al solitario, en la que casi todos hemos caído. Ejemplo: una vez
grabé un CD que simulaba la banda sonora de una película. Improvisé
un argumento a partir del clásico chica-conoce-chico y luego fui
eligiendo canciones que aludieran a cada fase de la trama. Era para
una chica; no es una idea muy original, pero puede que sí efectiva.
El último tema, el gran final apoteósico, era este, Love is a Many
etc. Aviso: a partir de aquí hay mucha wikipedia, si tienes algo
mejor que hacer no hace falta que sigas leyendo. En su origen esta
canción se compuso para el cine, ganó el Oscar a la mejor canción
en 1955. Es el tema principal, y casi diría que único, de la
película del mismo título (en inglés); se oye de fondo cada dos
por tres. En España la película se tituló “La colina del adiós”,
y en Argentina “Angustia de un querer”. Inquietante asociar el
amor a la angustia. La he visto hoy y no me ha convencido, no he
apreciado esos muchos esplendores. Creo que ha envejecido mal. Me ha
sorprendido enterarme de que está basada en una novela
autobiográfica de una tal Han Suyin. La historia sucedió realmente,
quiero decir de verdad. Con algunos cambios, como el obligado en
Hollywood de que el corresponsal australiano fuera americano en el
cine. Una cosa curiosa; en el doblaje se refieren siempre a la
protagonista, licenciada en medicina, como doctor, no doctora. Desde
entonces la canción es un clásico americano, con multitud de
versiones; también en español. En Grease, si no me equivoco, suena
dos veces, en arreglo orquestal, al principio y al final. En cuanto
al amor, como la vida, puede ser algo maravilloso, supongo; pero lo
que es para la mayoría es un misterio. Para terminar cedo la palabra
a Nat King Cole: (violines)
Then
your fingers touched my silent heart and taught it how to sing. Yes,
true love's a many splendored thing
(Entonces tus dedos tocaron mi corazón silencioso y le enseñaron a
cantar. Sí, el verdadero amor es algo maravilloso).
¿No es bonito?
lunes, 4 de mayo de 2020
Somos, en serio
De una serie: ¿Cuál es
la diferencia entre un marido que vuelve a casa de trabajar y un
marinero que sale del barco de permiso?, pues unos diez mil voltios.
Tocas al marido, en el hombro, y no sientes nada; tocas al marinero y
sales volando a cinco metros de distancia. El marido deja el
portafolio y las llaves encima de la mesa, se afloja la corbata, y se
desploma en el sofá. El marinero, Gene Kelly, mira a derecha e
izquierda, sonríe, echa a correr y salta con los brazos abiertos,
rodillas hacia un lado y pies hacia el otro. No tiene tiempo que
perder. Hay personas así, sin necesidad de enrolarse en la marina.
He conocido algunas, las he admirado. Tienen esa joie de vivre.
Una cuestión de voltaje, de energía. En mayor o menor medida la
tenemos todos, es nuestro instinto de supervivencia. Es innato, sin
duda, pero también se puede trabajar, hay que creer. No hay como
tener ese espíritu de marinero que esta noche liga seguro. Tengo
ahí, en la recámara, una frase de Eduardo Galeano. Para no herir a
nadie la disparo al aire: Somos lo que hacemos para cambiar lo que
somos. Bonita, aunque contradictoria; o bonita por contradictoria. Lo
que hacemos es la energía trasformada en vivencias. En términos de
tensión (voltios): lo que importa son los voltios que hemos
descargado, los latigazos eléctricos que hemos obsequiado a
familiares, amigos y desconocidos. La vida que se ha derramado a
nuestro paso (o propalado, más explosivo). Somos lo que somos, me
temo, pero nos conviene pensar que no nos conformamos y hacemos algo
por cambiar, por mejorar. Primer requisito para cualquier cosa,
reconocer que dejamos mucho que desear. Pruebo a retocar la frase:
somos lo que hemos hecho para cambiar lo que eramos. A veces, en
consecuencia, no somos nada.
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