viernes, 29 de mayo de 2020

Particular y universal

No suelo leer las cartas al director del periódico. Lo compro para leer lo que escriben los periodistas que me son simpáticos sobre los temas que me interesan, más o menos; no para leer la opinión de los lectores, a los que imagino tan indocumentados como yo mismo. Pero a veces se me escapa la vista y leo algunas líneas. Hoy plantea uno su protesta de turno y entre sus méritos deja caer que a él le gusta leer y escribir... Sí, a mí también. Yo también he dado a veces, muy pocas, la tabarra en el periódico (y no me han premiado, qué injusticia). Que todo el mundo escriba es lo más parecido a que no escriba nadie. Esto de me gusta leer y escribir me ha recordado una cosa que cuenta Kirmen Uribe: estando en la cárcel, por insumiso, un preso que no sabía leer ni escribir le dictó una carta llena de poesía. A la hora de juntar palabras algo tengo que ver con el autor de la carta al director, con el preso que dicta y hasta con Kirmen Uribe. Al hilo de la idea de escribir y que a alguien le importe, he encontrado esta frase de Mary Oliver, poeta americana, “the here and the now are, at the same time, the everywhere, and the forever” (el aquí y el ahora son al mismo tiempo el en todas partes y el siempre). Siendo como soy, tan normalito, me voy convenciendo de que mis vivencias, lo que siento, lo que pueda contar, es universal. Mi caso particular, por muy anodina que sea mi vida, puede interesar a cualquiera (a alguno, siquiera) porque todos los humanos somos así; tenemos casi todo en común, cuerpos, sentimientos, madres, vecinos, nos gustan los perros y los atardeceres.

lunes, 25 de mayo de 2020

Léxico lindo

Las palabras son todo lo que tenemos para hacernos entender y para entendernos a nosotros mismos, para pensar el mundo. Me he venido arriba, por quedar bien; no pensamos el mundo, no en mi caso al menos; justo justo jugamos con cuatro ideas mal aprendidas. Según un dato que tengo archivado en alguna parte, el ser humano llega a su plenitud física a los veinticinco años. Habrá quien diga que es a los treinta, vale. La pregunta es a qué edad se llega a la plenitud mental. Se lo pregunto a Google y me sorprende: la plenitud mental se alcanza a los veintidós años, el deterioro comienza a los veintisiete (aquí citar el caso de Einstein). Sin embargo, por fortuna, el vocabulario de una persona va aumentando con la edad, parece ser. Tenemos, pues, una paradoja; según acumulamos años disponemos de más palabras y de menos capacidad mental para organizarlas. Bien, aquí estamos, ordenando palabras, a pesar de todo. Mi impresión, en cuanto al vocabulario, es que se trata de un proceso automático. No es que uno piense y seleccione una palabra, sino que la palabra acude al llamado del momento, de forma espontánea, como por arte de birlibirloque. Con los años, y ya lejos de la plenitud física e intelectual, la mente me sorprende de vez en cuando con una palabra antigua, que no he oído hace tiempo, una palabra que acojo con cariño, que me parece de pronto preciosa, original, musical. Por supuesto, ahora que necesitaría dar un ejemplo, no me acuerdo de ninguna. Todo esto desde el lado optimista. El envés del asunto es la pérdida inevitable de memoria, ¿se me está borrando el disco duro? Claro que sí, como a todos, es parte del deterioro. Ya hace años, como un adelanto de lo que vendría, me pasaba que no me acordaba del nombre de ese actor americano, sí hombre, el que hizo Taxi Driver y salía en El padrino, y luego engordó muchísimo para aquel papel de boxeador. De Niro, ese mismo. También me pasaba con Paul Newman y algún otro, algunos otros y otras. Aquello fue una especie de aviso o aperitivo; ahora me pasa más. Pero sé que lo sé, tengo la palabra ahí, en la punta de la lengua o en el camarote de la memoria. Ya me vendrá, me digo; y con el tiempo, por la tarde, al día siguiente, me viene, de momento. Los discos duros también son así, aunque borres uno, la información sigue ahí y un experto informático la puede recuperar. Algún día pasará también con la mente humana, se podrá recuperar la información, o los disparates, almacenados. Mientras tanto el único paliativo es repasar nuestro vocabulario, leer; y escribir, los más osados.

miércoles, 20 de mayo de 2020

La posibilidad de otra vida

No me gustan las películas de zombis, o de vampiros. Bastante tenemos con los vivos para aguantar encima a esos fantoches, que diría la tía Mari. No creo en los fantasmas; no, desde luego, en los espectros de la casa de la colina. Otra cosa son los espíritus tímidos, que apenas se atreven a manifestarse; las presencias de algunas personas queridas que están muy lejos o que ya no están. En esos fantasmas estoy deseando creer, ojalá existan. Aunque me decepciona que en una peli aparezca al final un hermano gemelo que explica todo el misterio, sí me parece que su caso, el de los gemelos, puede ser propicio para estos fenómenos. Dicen que hay un vínculo especial entre gemelos, no sé. Si yo tuviera uno, se llamaría Ignacio. Durante años éramos hermanos, sin más; habíamos nacido a la vez, el mismo día a la misma hora, de la misma madre. Hasta que surgió la duda: dos cabezas surgiendo simultáneas del seno materno; igual no era posible, uno de los dos se asomaría antes. Preguntamos a nuestra madre. La verdad, nos dijo, no lo sé, para fijarme estaba. Alguna enfermera o matrona nos depositó en sendas cunas y luego algún otro colocó las etiquetas. Ignacio y Javier, Javier e Ignacio, pinto pinto gorgorito. Pero en la partida de nacimiento Ignacio aparecía primero. Puse buena cara, el pequeño, qué más da. Ignacio vive ahora en California. Es profesor universitario y trabaja en un laboratorio. Si no viene al caso no hablo de él, quedo como el hermano tonto. Aunque, tengo que decirlo, el examen oral para la beca en Stanford lo hice yo. También hice el mío, los dos nos presentamos. Él estaba convocado por la mañana, yo por la tarde. Estábamos igual, parecido, de preparados; pero Ignacio había pasado mala noche, los nervios. Con honestidad fraternal, y deshonestidad académica, me ofrecí a sustituirlo. Su examen obtuvo un nueve, el mío un ocho y medio; la beca fue para Ignacio. No tengo nada que objetar, su trayectoria ha sido brillante; doctorado, artículos científicos, participación en algún descubrimiento. En su vida americana nadie sabe lo del examen. Los años y la distancia nos han ido separando, incluso en lo anímico. Sin embargo, estos últimos meses a veces me despierto al alba y me parece ver en la penumbra a Ignacio, sentado al borde de la cama. La primera vez me alarmé, ¿le habrá pasado algo? Sus rasgos difusos, reflejados en el espejo, dibujaban una expresión serena. Pasaron los días y no hubo noticias de California. Se repitieron las ensoñaciones de madrugada. No sé si estoy viendo un fantasma, o solo es mi mente, o estoy tan atontado que me confunde el espejo; pero siento paz. Le pregunto, sin palabras, ¿cómo estás Ignacio?, y él me responde, bien Javier. Me lo quiere decir él o me lo digo yo: el azar es inocente; todo es casualidad y con dos gemelos el laberinto se eleva al cuadrado, te extravías, pero el azar es inocente; ser el mayor o el pequeño, llamarse Ignacio o Javier; no tiene nada que ver, no importa, nunca importó.

viernes, 15 de mayo de 2020

Resintonizando

Casi cualquier aparato de uso doméstico está hecho para que dure un tiempo limitado. Cumplido ese plazo lo más probable es que se estropee y que, además, para entonces el modelo ya ni se fabrique. La experiencia me lo ha confirmado en muchas ocasiones; con la lavadora, el frigorífico o, en otra escala, el mismo coche. Redondeando, estimo ese tiempo de vida media en unos diez años. Digo esto a propósito de la tele pequeña que tenemos en el cuarto. No sé su “edad” con exactitud, pero ya ha superado ese plazo seguro. Es de la marca Sanyo (extended version: Sanyo en japonés significa “tres océanos”, había una fábrica en Tudela). La proporción de la pantalla, la relación de aspecto, es de cuatro a tres, no la apaisada de ahora, dieciséis a nueve. Hace ya mucho que no responde al mando de control remoto. Con los últimos cambios de frecuencias se habían dejado de ver varias cadenas, así que el domingo me puse a la tarea de resintonizarla. Sin el mando se complica un poco, hay que pulsar los botones del lateral, que además tampoco responden a la primera. Mientras tanteaba en busca del menú correspondiente, ha aparecido en la pantalla una de esas películas para la televisión que suelen dar las tardes de domingo. Una pareja en una sala; ella sentada en el sofá, él, de pie, dice: La melancolía es la hermana guapa de la tristeza. Así, de repente. No vi más, seguí pulsando botones, la frase quedó flotando en mi cabeza. Conseguí recuperar los canales perdidos. He indagado y esa frase no la ha dicho nadie en especial, o es tan pedestre que la ha dicho todo el mundo. La hermana guapa, hay gustos (un saludo a la nostalgia, la prima resultona). Le podemos dar la vuelta: la tristeza es la hermana fea de la melancolía. Pero, ahora mismo, estar triste me parece más natural que estar melancólico. Le tengo más simpatía a la tristeza. La melancolía me empieza a parecer afectada, caprichosa, podría ser el nombre de una enfermedad intestinal. En todo caso sería más bien la hermana snob de la humilde, sencilla, honesta tristeza.

domingo, 10 de mayo de 2020

A Many-Splendored Thing

Si consideramos la naturaleza del amor, no tengo ni idea de en qué consiste, pero mantengo intacta la curiosidad. Teníamos en casa, in illo tempore, un disco LP de Nat King Cole. Las canciones eran, más o menos, la mitad en inglés y la mitad en castellano. Estas últimas las tengo grabadas en las circunvoluciones cerebrales: aquellos ojos verdes; ansiedad, de tenerte en mis brazos; mujer, si puedes tú con Dios hablar (qué sintaxis descoyuntada). En inglés estaba Love is a Many Splendored Thing. Aún después de largos años de relación con el inglés, no recuerdo haberme topado nunca más con esa extraña construcción, a many-splendored (el original era así, con guión). Una traducción literal sería: el amor es una cosa de muchos esplendores, o algo así; la habitual es: el amor es algo maravilloso. Un lugar común, una entrañable trampa al solitario, en la que casi todos hemos caído. Ejemplo: una vez grabé un CD que simulaba la banda sonora de una película. Improvisé un argumento a partir del clásico chica-conoce-chico y luego fui eligiendo canciones que aludieran a cada fase de la trama. Era para una chica; no es una idea muy original, pero puede que sí efectiva. El último tema, el gran final apoteósico, era este, Love is a Many etc. Aviso: a partir de aquí hay mucha wikipedia, si tienes algo mejor que hacer no hace falta que sigas leyendo. En su origen esta canción se compuso para el cine, ganó el Oscar a la mejor canción en 1955. Es el tema principal, y casi diría que único, de la película del mismo título (en inglés); se oye de fondo cada dos por tres. En España la película se tituló “La colina del adiós”, y en Argentina “Angustia de un querer”. Inquietante asociar el amor a la angustia. La he visto hoy y no me ha convencido, no he apreciado esos muchos esplendores. Creo que ha envejecido mal. Me ha sorprendido enterarme de que está basada en una novela autobiográfica de una tal Han Suyin. La historia sucedió realmente, quiero decir de verdad. Con algunos cambios, como el obligado en Hollywood de que el corresponsal australiano fuera americano en el cine. Una cosa curiosa; en el doblaje se refieren siempre a la protagonista, licenciada en medicina, como doctor, no doctora. Desde entonces la canción es un clásico americano, con multitud de versiones; también en español. En Grease, si no me equivoco, suena dos veces, en arreglo orquestal, al principio y al final. En cuanto al amor, como la vida, puede ser algo maravilloso, supongo; pero lo que es para la mayoría es un misterio. Para terminar cedo la palabra a Nat King Cole: (violines) Then your fingers touched my silent heart and taught it how to sing. Yes, true love's a many splendored thing (Entonces tus dedos tocaron mi corazón silencioso y le enseñaron a cantar. Sí, el verdadero amor es algo maravilloso). ¿No es bonito?

lunes, 4 de mayo de 2020

Somos, en serio

De una serie: ¿Cuál es la diferencia entre un marido que vuelve a casa de trabajar y un marinero que sale del barco de permiso?, pues unos diez mil voltios. Tocas al marido, en el hombro, y no sientes nada; tocas al marinero y sales volando a cinco metros de distancia. El marido deja el portafolio y las llaves encima de la mesa, se afloja la corbata, y se desploma en el sofá. El marinero, Gene Kelly, mira a derecha e izquierda, sonríe, echa a correr y salta con los brazos abiertos, rodillas hacia un lado y pies hacia el otro. No tiene tiempo que perder. Hay personas así, sin necesidad de enrolarse en la marina. He conocido algunas, las he admirado. Tienen esa joie de vivre. Una cuestión de voltaje, de energía. En mayor o menor medida la tenemos todos, es nuestro instinto de supervivencia. Es innato, sin duda, pero también se puede trabajar, hay que creer. No hay como tener ese espíritu de marinero que esta noche liga seguro. Tengo ahí, en la recámara, una frase de Eduardo Galeano. Para no herir a nadie la disparo al aire: Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. Bonita, aunque contradictoria; o bonita por contradictoria. Lo que hacemos es la energía trasformada en vivencias. En términos de tensión (voltios): lo que importa son los voltios que hemos descargado, los latigazos eléctricos que hemos obsequiado a familiares, amigos y desconocidos. La vida que se ha derramado a nuestro paso (o propalado, más explosivo). Somos lo que somos, me temo, pero nos conviene pensar que no nos conformamos y hacemos algo por cambiar, por mejorar. Primer requisito para cualquier cosa, reconocer que dejamos mucho que desear. Pruebo a retocar la frase: somos lo que hemos hecho para cambiar lo que eramos. A veces, en consecuencia, no somos nada.