Las palabras son todo lo que tenemos
para hacernos entender y para entendernos a nosotros mismos, para
pensar el mundo. Me he venido arriba, por quedar bien; no pensamos el
mundo, no en mi caso al menos; justo justo jugamos con cuatro ideas
mal aprendidas. Según un dato que tengo archivado en alguna parte,
el ser humano llega a su plenitud física a los veinticinco años.
Habrá quien diga que es a los treinta, vale. La pregunta es a qué
edad se llega a la plenitud mental. Se lo pregunto a Google y me
sorprende: la plenitud mental se alcanza a los veintidós años, el
deterioro comienza a los veintisiete (aquí citar el caso de
Einstein). Sin embargo, por fortuna, el vocabulario de una persona va
aumentando con la edad, parece ser. Tenemos, pues, una paradoja;
según acumulamos años disponemos de más palabras y de menos
capacidad mental para organizarlas. Bien, aquí estamos, ordenando palabras, a pesar de todo. Mi impresión,
en cuanto al vocabulario, es que se trata de un proceso automático.
No es que uno piense y seleccione una palabra, sino que la palabra
acude al llamado del momento, de forma espontánea, como por arte de
birlibirloque. Con los años, y ya lejos de la plenitud física e
intelectual, la mente me sorprende de vez en cuando con una palabra
antigua, que no he oído hace tiempo, una palabra que acojo con
cariño, que me parece de pronto preciosa, original, musical. Por
supuesto, ahora que necesitaría dar un ejemplo, no me acuerdo de
ninguna. Todo esto desde el lado optimista. El envés del asunto es
la pérdida inevitable de memoria, ¿se me está borrando el disco
duro? Claro que sí, como a todos, es parte del deterioro. Ya hace años, como un adelanto de
lo que vendría, me pasaba que no me acordaba del nombre de ese actor
americano, sí hombre, el que hizo Taxi Driver y salía en El
padrino, y luego engordó muchísimo para aquel papel de boxeador. De
Niro, ese mismo. También me pasaba con Paul Newman y algún
otro, algunos otros y otras. Aquello fue una especie de aviso o aperitivo; ahora me pasa más. Pero sé que lo sé, tengo la palabra
ahí, en la punta de la lengua o en el camarote de la memoria. Ya me
vendrá, me digo; y con el tiempo, por la tarde, al día siguiente,
me viene, de momento. Los discos duros también son así, aunque
borres uno, la información sigue ahí y un experto informático la
puede recuperar. Algún día pasará también con la mente humana, se
podrá recuperar la información, o los disparates, almacenados.
Mientras tanto el único paliativo es repasar nuestro vocabulario,
leer; y escribir, los más osados.
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