jueves, 25 de junio de 2020

Presentes

Antonio, don Antonio, explíquenos qué es el tiempo. Y Antonio escribió: Hoy es siempre todavía. Me lo ha quitado de la boca, estaba a punto de decirlo. “Ahora” es todo lo que hay, todo lo que tenemos. El presente, este presente nuestro, es eterno, todavía. Antonio, la configuración de materia espacio temporal que fue conocida como Antonio Machado, dejó de ser autoconsciente hace noventa y un años. La materia que lo constituía sigue existiendo; es eterna, de momento. Nuestra materia también lo es. O no, cualquiera sabe; me acabo de acordar de la antimateria. Si se encuentran un protón y un antiprotón desaparecen ambos (eso o explota el universo, no estoy seguro). Antonio murió a los 63 años, y algunos poemas se quedaron sin escribir (eso no estuvo bien, don Antonio). Recogiendo sus cosas, su hermano José encontró en el bolsillo de un abrigo un papel (arrugado) con estas palabras: Estos días azules y este sol de la infancia. Casi un siglo después, estas y otras líneas están presentes en la memoria de mucha gente. No sé si eso le sirve de algo a él, pero deseamos que Machado sea presente todavía. También deseamos, más aún, que los seres queridos sean presente solo con no olvidarlos. Lo deseamos tanto.

domingo, 21 de junio de 2020

Quiero vivir

Laraa, laralaralaaa, lo sai, non e vero, che non ti voglio piu, me gusta esta canción, Roberta, de Peppino di Capri (dedicada a su primera mujer). No he conocido ninguna Roberta (de por aquí); sí, aunque parezca incluso más difícil, una Ricarda. Hace años; el marido se llamaba Alfredo. Ricardo es más común (hay dos en mi escalera). Mi abuelo se llamaba Ricardo, nació a caballo entre los siglos diecinueve y veinte. Fueron seis hermanos, cuatro chicos y dos chicas, él era de los pequeños. Entonces las familias solían ser numerosas. Hace años hice un rastreo de mi familia en los archivos del obispado. Ahora están digitalizados pero entonces había que ir, pedir permiso y buscar en los tomos que recogían los registros, escritos a mano por el cura correspondiente, de nacimientos, bodas y defunciones. Y encontré algo que me sorprendió. Por un lado, los muchos niños que morían antes de cumplir el año. Por otro, en el caso de mi abuelo, que hubo antes que él otros dos recién nacidos bautizados con su nombre. Dos Ricardos que morirían en poco tiempo. Tal vez la bisabuela Claudia, a quien no conocí, quisiera creer que era el mismo ser que se empeñaba en vivir una y otra y otra vez. Y al final lo consiguió.

domingo, 14 de junio de 2020

La palabra más pesada

Nos acordamos de algunas cosas y no de otras. Puede que medio las inventemos. Woody estudiaba lo mismo que yo. Le llamaban Woody porque era pelirrojo, usaba gafas y se estaba quedando calvo. En electrónica hubo que hacer una práctica por parejas y la hicimos juntos. Creo que fue él el que me lo propuso. Me sentí halagado; contaba con mi competencia, de la que yo mismo dudaba un tanto. La práctica consistía en montar un pequeño circuito, nada del otro mundo. Para redactar el informe me invitó a su piso, de paso también a comer. Compartía vivienda con dos hermanos gemelos. Comimos arroz blanco con salchichas y huevo frito, el menú tradicional de piso de estudiantes (en mi corta experiencia al menos). A fin de curso coincidimos en el viaje en tren de vuelta a casa. Era de noche y me lo encontré en el pasillo del vagón de literas. Lo saludé y se disculpó acercándose y confesando que sin gafas no veía gran cosa. No sé cómo fue, quizás por la hora y el lugar, pero acabamos hablando de la muerte. No recuerdo nada de lo que dijimos ni él, ni yo; pero se me ha quedado lo que me contó que le había dicho uno de los gemelos: había decidido no pensar en la muerte porque de hacerlo vomitaba. Muerte es la palabra más densa y oscura de cualquier idioma, lastra cualquier frase y usarla entrecorta el aliento. Según un gurú no es suficiente con saber que vamos a morir, hay que sentirlo. La muerte no me hace vomitar, pero me pesa, sí; me oprime el pecho. La siento sin quererlo, la maldigo y la comprendo. La muerte es, solo y nada menos, el necesario final de la vida. Todo lo demás es anecdótico.

martes, 9 de junio de 2020

El último héroe

Tenía un compañero (un saludo desde aquí si me estás leyendo) que de vez en cuando, medio en broma, medio en serio, me llamaba “el viejo profesor”. Es un buen lector, cosa no muy corriente. Periódicamente me preguntaba qué estaba leyendo; le contestaba en dos palabras, le devolvía la pregunta y tomaba nota de sus lecturas. “Viejo profesor” contiene dos alusiones que, de algún modo, se equilibran. Había dos razones, pienso, para que me lo llamara. Por un lado, di, a lo largo del tiempo, algún cursillo en la empresa. Por otro, era una alusión al libro de Mitch Albom, “Martes con mi viejo profesor”, que habíamos comentado. Este libro es entrañable y está bien escrito, te recuerda esas cosas que ya sabes y que te gusta que te recuerden. “El amor es el único acto racional” es una frase que se recalca (que resulta que no es de Albom, sino de un tal Stephen Levine). Estoy bastante de acuerdo con la frase. Bastante, digo, teniendo en cuenta que no la entiendo del todo; pero claro, amar, ser amado, de eso se trata, no sé si hay mucho más. No me disgusta que alguien me llame “el viejo profesor”. Lo explico. Siempre he tenido algo de Walter Mitty. Es el protagonista de un cuento que dio el salto al cine; creo que en dos ocasiones, por lo menos. Mitty es un soñador, un hombre que en su vida cotidiana se va fabricando en paralelo aventuras de película (estaba predestinado a la pantalla). Casi todos hemos sido un poco así. Hemos imaginado ser el autor del gol en la final, o el dinámico, simpático, eléctrico muchacho que enamora a la más guapa e inteligente (no solo belleza, cuidado). Con los años, esas fantásticas aventuras se van atemperando a medida que son cada vez menos factibles, menos posible su realización (si alguna vez lo fue en absoluto). Ahora mismo, me empieza a parecer bien que sea “el viejo profesor” el futuro héroe de mis ensoñaciones. Futuro, digo, porque aún me resisto, aún aspiro a imaginar otras vicisitudes que, si bien disparatadas, no veo del todo imposibles.

miércoles, 3 de junio de 2020

Lentamente

Hay una novela de Martin Amis, “La información”, que termina de esta forma enigmática: “Y luego está la información, que no es nada, y llega de noche”. La novela salió en 1995, veinticinco años después sigo sin entender la frase. Habría que preguntarle a Amis, pero me gusta pensar que tal vez veía venir estos tiempos, nuestra sociedad de la información y la aldea global (acierto semántico y oxímoron). Sí, el mundo ha encogido, alguien se tira un pedo en Singapur y otro tipo se ríe en Vancouver (el humor de toda la vida). Todo se ha acelerado, la información llega de noche y de día y fluye como nunca, y no es nada (en casa tenemos una enciclopedia Larousse, qué desperdicio). Hubo una temporada que oía “caralibro” y “colgar en el muro” y pensaba, bueno, si es importante ya me enteraré; y un día caí, caralibro es facebook en castizo, acabáramos. Las redes sociales, que no sé si comunican o incomunican, el whatsapp, absorben los sesos. Lo que prima es la confusión, el vocerío, las opiniones arbitrarias y las fotos de gatitos; eso ya lo teníamos en el bar (quitando los gatitos). En la semblanza de un periodista leo: Por ser refractario a Twitter no tiene la más mínima repercusión en el mundo global. Aprecio la ironía y lo entiendo. Me hago un propósito: no seguir los cebos tipo “las diez series que no te puedes perder” o “la nueva Pamela Anderson”, ni visitar los sitios “recomendado para ti”; no mojarme más allá de las rodillas en ese pantano; hacerle caso a Aute cuando canta: quiero bailar un slow with you tonight; y luego, abundando, dream, dream, dream.