domingo, 14 de junio de 2020

La palabra más pesada

Nos acordamos de algunas cosas y no de otras. Puede que medio las inventemos. Woody estudiaba lo mismo que yo. Le llamaban Woody porque era pelirrojo, usaba gafas y se estaba quedando calvo. En electrónica hubo que hacer una práctica por parejas y la hicimos juntos. Creo que fue él el que me lo propuso. Me sentí halagado; contaba con mi competencia, de la que yo mismo dudaba un tanto. La práctica consistía en montar un pequeño circuito, nada del otro mundo. Para redactar el informe me invitó a su piso, de paso también a comer. Compartía vivienda con dos hermanos gemelos. Comimos arroz blanco con salchichas y huevo frito, el menú tradicional de piso de estudiantes (en mi corta experiencia al menos). A fin de curso coincidimos en el viaje en tren de vuelta a casa. Era de noche y me lo encontré en el pasillo del vagón de literas. Lo saludé y se disculpó acercándose y confesando que sin gafas no veía gran cosa. No sé cómo fue, quizás por la hora y el lugar, pero acabamos hablando de la muerte. No recuerdo nada de lo que dijimos ni él, ni yo; pero se me ha quedado lo que me contó que le había dicho uno de los gemelos: había decidido no pensar en la muerte porque de hacerlo vomitaba. Muerte es la palabra más densa y oscura de cualquier idioma, lastra cualquier frase y usarla entrecorta el aliento. Según un gurú no es suficiente con saber que vamos a morir, hay que sentirlo. La muerte no me hace vomitar, pero me pesa, sí; me oprime el pecho. La siento sin quererlo, la maldigo y la comprendo. La muerte es, solo y nada menos, el necesario final de la vida. Todo lo demás es anecdótico.

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