Nos acordamos de algunas
cosas y no de otras. Puede que medio las inventemos. Woody estudiaba
lo mismo que yo. Le llamaban Woody porque era pelirrojo, usaba gafas y se estaba
quedando calvo. En electrónica hubo que hacer una
práctica por parejas y la hicimos juntos. Creo que fue él el que me
lo propuso. Me sentí halagado; contaba con mi competencia, de la que
yo mismo dudaba un tanto. La práctica consistía en montar un
pequeño circuito, nada del otro mundo. Para redactar el informe me
invitó a su piso, de paso también a comer. Compartía vivienda con
dos hermanos gemelos. Comimos arroz blanco con salchichas y huevo
frito, el menú tradicional de piso de estudiantes (en mi corta
experiencia al menos). A fin de curso coincidimos en el viaje en tren
de vuelta a casa. Era de noche y me lo encontré en el pasillo del
vagón de literas. Lo saludé y se disculpó acercándose y
confesando que sin gafas no veía gran cosa. No sé cómo fue, quizás
por la hora y el lugar, pero acabamos hablando de la muerte. No
recuerdo nada de lo que dijimos ni él, ni yo; pero se me ha quedado
lo que me contó que le había dicho uno de los gemelos: había
decidido no pensar en la muerte porque de hacerlo vomitaba. Muerte es
la palabra más densa y oscura de cualquier idioma, lastra cualquier
frase y usarla entrecorta el aliento. Según un gurú no es suficiente
con saber que vamos a morir, hay que sentirlo. La muerte no me hace
vomitar, pero me pesa, sí; me oprime el pecho. La siento sin
quererlo, la maldigo y la comprendo. La muerte es, solo y nada menos,
el necesario final de la vida. Todo lo demás es anecdótico.
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