martes, 14 de mayo de 2024

¿Mi amante?

    Dije diamante y entendiste mi amante. ¿Mi amante?, no me imagino utilizando esas dos palabras como comienzo de una frase. Menos si a continuación digo quimérico. Por el tema del género. Los respeto todos (los géneros) pero en mi caso solo podría ser quimérica, en femenino. Mi amante quimérica, eso aún, situándonos en un contexto imaginario, en una fantasía más o menos calenturienta. En ningún caso mi amante quimérico; o en uno muy raro, como mucho.
    Intento encontrar alguna explicación al malentendido (como si los malentendidos necesitaran explicaciones) y me cuesta hacerlo. Lo primero que se me ocurre es buscar similitudes entre el sonido de la d y el de la m, diamante, miamante. Igual la d y la m son las dos fricativas o algo así (digo fricativa a voleo, no tengo ni idea); pero no, los mecanismos de pronunciación en ambos casos son claramente diferentes; para la d la lengua se pega a los dientes, di; y para la m hay que juntar los labios, mi; poco o nada que ver.
    La conclusión a la que llego es que el mérito, o demérito, de la confusión está en el oyente. Es él, o ella, quien ha querido oír mi amante antes que diamante. Le han podido las ganas de escuchar algo sobre seres humanos y relaciones amorosas con preferencia sobre cualquier cosa que tenga que ver con una piedra, por muy preciosa que sea.
    Todo está en la mirada. Es que tienes la mirada sucia, decía Antonio Resines en una película (o en más de una), cuando otro personaje interpretaba lo que veía a su manera. De este fenómeno, tan humano, ya se dieron cuenta los griegos: Todas las cosas son lo que uno piense de ellas, reflexionó Metrodoro de Quíos, un filósofo presocrático que se las arregló para nacer veinte años después que el mismo Sócrates.

sábado, 11 de mayo de 2024

Diamante quimérico

    En la vida de cualquier persona, o en la de algunas al menos, detrás de las rutinas cotidianas, hay un anhelo latente por entender el sentido de la existencia. Pasa el tiempo y los afectados por este prurito acumulamos poco a poco distintos puntos de vista que van dando forma a nuestras desvaídas impresiones.
    Que nunca se deja de aprender es una verdad incontestable, casi tan obvia como el hecho incontrovertible de que nadie aprende nunca nada; como ya estableció Sócrates en su momento. Voy a intentar explicar esta aparente contradicción con un símil de piedras preciosas; no se me ha ocurrido otra cosa, lo siento.
    Las nuevas ideas que vamos adquiriendo, con deleite, según las leemos en un libro, las deducimos de una película o de la observación directa de la vida; esos destellos de clarividencia que nos iluminan, a menudo resulta que no son gemas auténticas sino simples cuentas de colores.
    Perseverando, llega el día en que enmendamos alguno de estos errores y entre las baratijas encontramos una piedra semipreciosa como el jade, el topacio o la aguamarina. No olvidemos que esa joya es la representación —estamos en pleno símil— de un hallazgo que ayuda a dar cierto sentido a la vida. Contemplaremos, pues, la pieza satisfechos, conscientes de su valor relativo. Más adelante, con un poco de suerte, descubriremos otra aún mejor que tasada por un perito, seguramente un filósofo, será declarada una auténtica piedra preciosa como el rubí, la esmeralda o el zafiro.
    Nos felicitaremos entonces por todo lo que hemos aprendido con los años, los libros, las películas, las conversaciones y los talleres de literatura; sin dejar por ello de soñar con la posible aparición futura de otra piedra aún más valiosa, quien sabe si un diamante perfecto, conscientes de que en el fondo —porque no somos tontos del todo— nadie nunca llega a poseer ese diamante extraordinario y quimérico que está fuera de nuestro alcance y que, probablemente, ni tan siquiera exista; y respecto al cual, por cierto, me gustaría saber qué pudo decir Sócrates, si es que dijo algo.

miércoles, 8 de mayo de 2024

Paul Auster

    Hasta ahora había citado a Paul Auster en diez entradas de este blog (once con esta). No es que me acordara, es fácil saberlo gracias a la ventana de búsqueda que ofrece el blog arriba a la izquierda (te invito a utilizarla, verás que maravilla). El 14 de febrero de 2022 escribí —imprudentemente— que Auster seguía bien de salud (que se supiera). Por desgracia en noviembre del mismo año le detectaron un cáncer y ahora, año y medio después, ha muerto a los 77 años.
    Pensaba que podía escribir algo sobre él y me he encontrado con que ya lo había hecho (esas diez veces). Muere alguien y te preguntas qué es lo que debes sentir y qué es lo que sientes. 77 años es una edad probable para morir, no hay sorpresa por ese lado, claro que para algunas cosas nunca es buen momento.
    Que muera Auster me toca en especial porque le he leído durante muchos años. El primer libro suyo que me llamó la atención fue “El palacio de la luna” (Moon Palace), puro Auster según comprobé con el tiempo. Dicen, y será verdad, que a Paul Auster le apreciamos más en Europa que en los Estados Unidos. Uno piensa ahora en cierto dirigente de allí y lo entiende a la perfección (simple que es uno).
    Contaba Philip Roth cerca de cumplir 80 años que había pegado un post-it en su ordenador que decía: The struggle with writing is over (se acabó la lucha con la escritura). Paul Auster optó por hacer lo contrario (salvando que no ha llegado a los 80). Resulta alentador que en sus últimos años escribiera tanto. Casi diría que lo hacía con furor mesiánico (en el buen sentido de la expresión, que si no lo tiene se lo fabricamos).
    Cuando parecía que no iba a escribir más novelas se descolgó con la suya más voluminosa, “4, 3, 2, 1”, una especie de apoteosis del azar, su caballo de batalla favorito. También es tirando a monumental su estudio sobre Stephen Crane (Burning Boy). Ya enfermo, el año pasado publicó dos libros; un alegato contra la proliferación de armas en su país (Bloodbath Nation) y una última novela (Baumgartner) que no desmerece en absoluto. Así es como quiso irse, escribiendo, ejerciendo su oficio que era también su pasión. Me parece una buena actitud; aunque también hubiera sido buena la contraria —la de Roth— y haber decidido que lo dejaba y que en sus últimos meses se dedicaría a contemplar atardeceres (es un decir).

domingo, 5 de mayo de 2024

Amigos para siempre

    Conoceréis este tipo de relación. Esos dos amigos, o amigas, que andan siempre como el perro y el gato —o como el Gordo y el Flaco— pero que vuelven a juntarse una y otra vez como atraídos por alguna fuerza de tipo gravitatorio. Es un tipo de amistad, aunque no lo parezca. Esa forma de ser la hemos visto mucho en películas: el típico cascarrabias de buen corazón que para que no le vean llorar de emoción se pone a refunfuñar o el sargento de John Ford que le da un puñetazo a su mejor amigo y este se lo devuelve para a continuación abrazarse, brindar y entonar juntos una canción.
    Estos dos que digo se relacionan a base de pullas. Si ven al otro leyendo el periódico le dicen, lee, lee, culturízate, que falta te hace. Si es el momento de pagar una ronda: tú no saques la cartera, no, que ya pagará algún tonto. Si el otro pone alguna pega a lo que sea, ya está el jeremías llorando. Puede que alguna vez uno de ellos se ablande e intente una frase amable pero el otro, implacable, le replicará con un sarcasmo.
    Este pulso interminable me agota como espectador, hace que me sienta incómodo, me duele a mí más que a ellos mismos. De hecho a ellos no les duele en absoluto, su relación es así, les divierte y, además, con el tiempo he comprobado que son los mejores amigos, que llevan años, casi toda la vida, compartiendo vivencias; las familias son íntimas, hacen viajes juntas; cada uno es el padrino del hijo del otro, celebran juntos festividades y aniversarios, siempre están dispuestos a ayudarse, a hacer de taxista del otro, a lo que sea, y sin embargo siguen incansables metiendo el dedo metafórico en el ojo del otro, de su muy querido amigo. Yo no lo haría, pero ya me he dado cuenta de que no por ello soy mejor persona que ninguno de los dos.

jueves, 2 de mayo de 2024

¿Quién es el que escribe? (y2)

    Bolaño una vez escribió que las apariencias son un ejército de ocupación de la realidad. Estoy orgulloso de esta cita porque la encontré por mi cuenta leyendo un libro suyo (no recuerdo cual) y no la he visto reproducida en ningún otro sitio; es una cita que, de momento, tengo por casi mía, o como algo que comparto íntimamente con Roberto Bolaño. Estaba deseando contarlo pero no había encontrado nunca el momento hasta que lo he escrito. Es un ejemplo de lo que quería decir, este es el tipo de comentario que rara vez haría en voz alta.
    Hay asuntos para los que me faltan interlocutores en la vida civil; así lo siento, no he sabido encontrarlos o no he valido para ello. Una forma de paliar esta carencia es conversar con los libros, leer y escribir. Al hacerlo somos un poco mejores, más educados y menos primitivos, más espirituales y menos materiales. Esto es precisamente lo que gana el que escribe.
    Y bueno, para responder a la pregunta del principio me acuerdo de una frase que tiene su gracia y a la vez es una incongruencia. La solía decir un conocido: tengo dos chaquetas, esta y la otra que es esta. Del mismo modo reconozco sin ambages que hay otro que escribe por mí y que ese otro también soy yo.