viernes, 26 de abril de 2024

La ficción de la realidad (y2)

    Lo único que podemos escribir es ficción y, si lo piensas bien, toda ficción es auto-ficción: nunca se le va a ocurrir a nadie ninguna idea que, de alguna manera, no esté ya entre nosotros; aunque la disfracemos de unicornio. La ficción, despojada de esa exageración que es la fantasía — a eso iba—, es lo que más se acerca a la realidad; dentro de que queda lejísimos.
    La razón de que no podamos ver (toda) la realidad es su complejidad cuasi-infinita. La realidad incluye lo que se ve a simple vista pero de lo que un testigo solo percibe una pequeña parte y otros muchos aspectos: los pensamientos de las personas presentes (que solo podemos intuir), lo que siente un perro que estaba allí, la climatología, las reacciones químicas, la actividad bacteriana; todo lo que se te ocurra y más es parte de la realidad.
    La realidad (qué manera de sobar la palabra) tiende a infinito, nadie puede verla y entenderla en su totalidad excepto, según algunas corrientes filosóficas, Dios; o sea, excepto ella misma. Cualquier ser humano está muy lejos de tan siquiera atisbarla. La realidad es una nube etérea e insondable de la que a veces caen unas gotas de ficción. O dicho al revés; lo que escribimos, la ficción, es la lluvia que descarga, de cuando en cuando, ese cielo nublado que es la realidad. La ficción es nuestra forma parcial, inexacta y engañosa de asomarnos a la realidad; es el voluntarioso y fallido intento humano de explicarla.

martes, 23 de abril de 2024

La ficción de la realidad (1)

    Hace ahora once años seguí por internet un curso titulado The Fiction of Relationship. Lo recuerdo con especial cariño porque fue mi hija pequeña la que me habló de él. El nombre del curso, La ficción de las relaciones, se refería a las obras literarias que tratan de las relaciones humanas pero a la vez insinuaba el carácter ficticio de dichas relaciones.
    De aquel título, y con la misma doble connotación, deriva este de hoy, La ficción de la realidad. Aquí vamos a aclarar, de una vez por todas, las diferencias y afinidades entre realidad y ficción. O sea, no lo vamos a aclarar porque no se puede. La realidad, en teoría, es lo único que existe; pero en la práctica es como si no existiera. Puede que todo esto resulte confuso, lo sé.
    Estrujándome las neuronas diría que la realidad es Dios. Dios es el Universo y Dios sucede en forma de realidad. Creo que la idea es budista, entre otras posibles autorías; esa identificación de Dios con el Universo debe de ser consustancial con la naturaleza humana. Decir Dios es todo sería como decir E=mc2; una cosa me recuerda a la otra, no sé por qué.
    Lo real es lo que pasa en el mundo y cualquiera diría que no hay nada más fácil de ver. Discrepo. Lo real existe, es obvio, pero es inaprensible. Además es inimputable, no se le puede echar la culpa de nada. Lo vivimos sin remedio pero no lo podemos describir y, por tanto, tampoco lo podemos escribir.

sábado, 20 de abril de 2024

El consejo del abuelo

    El primer día de colegio le habían llamado cuatro ojos. Al contarlo en casa el abuelo le dijo: mira, haz como yo en la mili, no destaques; buenas notas sí, pero en la segunda línea, sin llamar la atención. Cosas del abuelo, pensaba, hasta que llegó el incidente del bocadillo. Hicieron una excursión y les dijeron que llevaran un bocata de casa. Su madre le puso uno de jamón del bueno. A la hora de comerlo el matón de la clase y sus secuaces hicieron una rápida inspección y confiscaron los mejores bocadillos. Tuvo suerte y le dieron a cambio uno de mortadela, algún otro compañero se quedó en ayunas. Se acordó del abuelo y le insistió a su madre que la próxima vez por nada del mundo repitiera con el Jabugo.
    Desde entonces procuraba camuflarse en la masa, no sobresalir ni por exceso ni por defecto, sumarse siempre a la mayoría, reír las gracias de los gallitos; apartarse si las cosas se torcían. En casa, en las comidas del domingo, el abuelo le recordaba: voluntario ni para recibir un premio. El curso avanzaba y se iba convirtiendo en una sombra cada vez más escurridiza. Llegó un momento en que ya nadie contaba con él para nada, era un figurante sin frase en la película. Un día, al pasar lista, el profesor se saltó su nombre. Le extrañó, pero bueno, le iba bien pasar desapercibido, ese era el objetivo y lo estaba bordando. No lo volvieron a nombrar.
    A la vuelta de Semana Santa cuando entró en el aula había otro chico sentado en su pupitre. Se quedó al fondo, de pie; nadie pareció darse cuenta. Se acostumbró; empezó a deambular por el colegio, recorría los largos pasillos buscando la penumbra y arrimándose a la pared. A veces, a su paso, algún alumno o profesor volvía la cabeza inquieto, como si hubiera sentido una corriente de aire frío. Han pasado los años y ya es una costumbre que, al comienzo de curso, en su alocución al alumnado, la directora desmienta, con una sonrisa forzada, la tontería esa de que por los pasillos del centro ronde el fantasma de ningún antiguo alumno.

miércoles, 17 de abril de 2024

Sentado a la puerta de casa

    El tiempo lo cura todo, dicen, y es mentira. Es justo al revés, el tiempo lo mata todo, el tiempo es un asesino en serie. Dice el proverbio que si esperas sentado a la puerta de tu casa verás pasar el cadáver de tu enemigo; cierto, pero también pasará el de tu mejor amigo. Eso si no te mueres tú antes, claro.
    El tiempo pasa, esa es la única verdad. O es lo que parece, habría que entrar en el tema de la naturaleza del tiempo para aclararlo del todo y no tengo tiempo. No, lo que no tengo es capacidad intelectual, solo podría intentar elaborar alguna teoría conspiranoica. Otro día.
    Lo que quería comentar es un recuerdo que tengo de cuando era niño. Vivíamos en el tercero derecha; en frente, en el tercero izquierda, vivían nuestros primos. Un día pasamos a su cocina y, sorpresa, habían puesto una lámpara fluorescente; qué claridad, qué brillo, qué blancura. Al volver a casa la luz de nuestra bombilla me pareció triste, amarillenta, desangelada.
    Uno vive feliz con lo que tiene hasta que ve lo que tiene el otro. Debe de ser lo que pasa en los países más desafortunados cuando les llega la televisión de los países ricos. La luz de las lámparas fluorescentes, su milagro tecnológico, me deslumbró. Pero el tiempo pasa y al igual que el video mató a la estrella de la radio, las lámparas LED mataron a los tubos fluorescentes. Ley de vida, acción asesina del tiempo.
    La luz de las lámparas LED, otro milagro científico, diodos luminosos que entiendo aún menos, es más blanca, o es blanca porque la fluorescente no era blanca —ahora me entero— era más bien tirando a azul, fría como un paso subterráneo. Las lámparas fluorescentes ya no se fabrican, en Europa al menos, son un cadáver más que he visto pasar desde aquí, desde la puerta de casa.

domingo, 14 de abril de 2024

Los comulgantes

    Soy un francotirador de la cultura. Soy Dick Turpin que se ha enterado de que en la diligencia de Coventry llevan una bolsa de doblones de oro. Soy un paseante que oye el canto de un pájaro y se acerca a ver. Por eso, porque alguien la cita en algún sitio, he visto “Los comulgantes”, una película de Ingmar Bergman, de 1963, en blanco y negro: ¿Soy o no soy un valiente?
    El título original es una palabra sueca larga e impronunciable. En inglés fue “Winter Light”, Luz de invierno. La película me ha gustado, en su austeridad, en el filo cortante de su fotografía, en sus diálogos que dicen cosas que importan. Te la voy a destripar para que no tengas que verla. No toda, solo una parte que hasta me ha hecho gracia dentro de lo terrible que es.
    El caso es que el cura protagonista recibe a un feligrés, pescador de profesión con tres hijos y esposa embarazada. Este buen vecino está deprimido. La causa es, ni más ni menos, que se ha enterado de que China posee armamento nuclear y está dispuesta a utilizarlo porque no tiene nada que perder. Son los tiempos de la guerra fría. China puede lanzar una bomba atómica sobre Suecia y el hombre, apellidado Persson, lo ve todo negro.
    Bueno, pues el cura lo recibe y se pone —error grave por su parte— a contarle sus propias cuitas: que le atormenta el silencio de Dios y que se le murió la mujer, que desde entonces ya no le importa vivir o no vivir. Estos dos se suicidan juntos, pensé. Pero no, solo se suicida Persson, por el pánico nuclear. Bastante culpa del cura, me parece.
    Es poderosa esa idea del silencio de Dios. Para un profano en la materia como yo impacta ese silencio obstinado con el que Dios no se hace ningún favor a sí mismo en cuanto a credibilidad. Pone el listón de la fe a una altura imposible de superar si no dominas el estilo Fosbury o su equivalente en destreza teológica. Después de esta película Bergman hizo otra, de algún modo una continuación, titulada “El silencio”, casi sin diálogos. Esa me parece que no la voy a ver, en el fondo no soy tan valiente.

jueves, 11 de abril de 2024

Comer

    No sé, tengo la impresión de que nos pasamos la vida comiendo. Tres veces al día —desayuno, comida y cena— como mínimo. A menudo hay que añadir el pincho de media mañana, la merienda o el tentempié de la noche.
    Comer es un actividad fisiológica básica, sí, lo entiendo, la practico como cualquiera, igual que la respiración; aunque esta la tenemos más automatizada, no nos hace falta ningún acto volitivo para ejercitarla o solo a veces.
    Comer, cuando lo pienso un poco, es un acto atroz, porque nos alimentamos de otras vidas. No nos gusta detenernos en ello pero matamos y nos comemos a otros muchos animales, lo que no deja de ser una forma de canibalismo entre especies. Los vegetarianos, por cierto, tampoco se libran; aunque empaticemos menos con ellos los vegetales también son vida. Se podría considerar que son, de alguna forma, animales discapacitados.
    Comer es, desde ese punto de vista, algo espantoso; además de antiestético, con esa orgía truculenta de bocas, dientes, babas y lenguas; algo que tal vez debería hacerse en un lugar apartado, en soledad. Me viene a la cabeza, e intento rechazar la imagen, la típica escena de las películas en la que los malos se deshacen de un cadáver dándoselo de comer a los cerdos. Hay veces que viendo comer me parece oír gruñidos similares de satisfacción.
    Comer es un acto animal, lo pintes como lo pintes, por mucho mantel bordado a mano, cubertería de plata o copas de cristal de Bohemia que le pongas. Y el caso es que cada vez somos más. Lo pienso y me entran mareos, ocho mil millones de especímenes alojados en el planeta en régimen de pensión completa. Hay diferencias, por desgracia, pero la frugalidad obligada de unos la compensamos otros con nuestra voracidad. Somos termitas royendo los muebles de la casa. Somos peor que una plaga de langostas. Somos el escorpión que picó a la rana.

lunes, 8 de abril de 2024

Derechos

    El derecho a la desdicha debe de ser el único que tenemos garantizado en la vida. Bueno, si lo pienso me parece que derecho, derecho, no tenemos derecho a nada. En el mundo prosaico de las cosas prácticas cuando oigo que la gente tiene derecho a esto y a lo otro, y claro que me parece bien, derecho a comer todos los días, a tener un sitio donde vivir, a la educación y a la sanidad, a trabajar y a divertirse, a respirar aire limpio, ¡al amor!; cuando oigo que los ciudadanos tenemos derecho a lo que sea siempre respondo, o me respondo a mí mismo, que tenemos ese derecho, desde luego, pero eso, tener derecho, no garantiza nada, no deja de ser una declaración de intenciones, la formulación de una utopía que es por definición y por supuesto inalcanzable; su cumplimiento ni se ha dado históricamente ni se dará nunca en este planeta, lo que convierte a todos esos derechos en platónicos, esto es, imaginarios.
    No le acabo de ver sentido a ese tener derecho a esto y a lo otro. Me parece, más bien, que deberíamos girar 180 grados nuestro punto de vista, dar media vuelta a la circunferencia y mirarlo desde exactamente el lado opuesto para comprender y asumir que es nuestro deber hacer lo posible para que la sociedad se acerque paso a paso con toda la terquedad del mundo a esa utopía. Se acerque, porque eso es lo único que puede suceder, que nos acerquemos en plan asíntota, esto es que nos acerquemos indefinidamente sin llegar nunca a tocar el cielo con los dedos. Dejemos los derechos para que la ONU haga sus declaraciones y concentrémonos en los deberes, a sabiendas de que, por desgracia, se trata, parafraseando a Michael Ende, de una historia interminable.

viernes, 5 de abril de 2024

Reparos

    Los tiempos actuales son tan buenos o tan malos como cualesquier otros (me la he jugado con “cualesquier”, espero haber acertado). Hace cincuenta años durante la Semana Santa no se podía hacer nada, salvo rezar. Ahora la gente hace... lo que buenamente puede.
    Esos días no había cine, excepto en la tele, donde daban Barrabás (también la dieron el otro día pero en plan nostálgico, supongo). El resto del año, antes de ir al cine había que mirar la calificación en el periódico. No en cuanto a la calidad cinematográfica sino desde el punto de vista del integrismo religioso; el católico romano, no el musulmán islamista (que entonces nos pillaba muy lejos). Ahora también hay un sistema de calificación por edades, pero es orientativo; aquel antiguo se hacía respetar a rajatabla, o casi. Lo cuento según lo recuerdo.
    La cosa iba por números. El 1 quería decir que la película era apta para todos los públicos, así se decía. El 2 subía un poco el listón, excluía a los más pequeños. Hubo una película de Marisol, Marisol rumbo a Río —que no llegué a ver— de la que oí el rumor de que los niños no la podían (podíamos) ver porque había una escena en la que a Marisol, al pasar de una ventana a otra, se le veían las bragas. Fake news, supongo. Luego venía el 3, para mayores de 18, una edad que se me antojaba lejanísima. Ya metiéndonos en terrenos escabrosos estaba el 3R, para mayores con reparos; como avisando si vas, tú mismo. Por último estaban las películas calificadas con un 4. Estas ya estaban prohibidas para todo el mundo. Se me ocurre que el censor, si tenía la mala suerte de toparse con una de estas, se quedaba ciego y el Estado, comprensivo, le concedía una plaza en la ONCE para la venta del cupón.

martes, 2 de abril de 2024

Simplicíssimus

    Hace tiempo que siento un desapego creciente hacia las fotografías. Vas a un sitio y sacas veinte fotos. ¿Para qué?, no las vuelves a mirar nunca. Lo único que has conseguido es estar menos atento a lo que tenías delante. Se acerca inexorablemente un tiempo sin fotos. Cuantas más se hagan más cerca estaremos del otro extremo: ninguna foto.
    Ahora mismo; acaba de amanecer, el sol asoma en el horizonte, ni una nube en el cielo. Podría hacer una foto; pero no, a eso me refiero, mejor empaparse con la luz cambiante sobre los árboles. Escribirlo también es una forma de sacar una foto, pero en diferido, como reflexión que me reconduce el pensamiento (este pensamiento inocuo y entrecortado). Nos hemos complicado la vida sin ninguna necesidad. Después de ver un poco mundo hay que volver a lo simple, como hizo San Agustín pero sin la parte promiscua. Para apreciar algo hay que coger perspectiva, verlo desde el otro lado y luego simplificar; es la línea estoica, más o menos.
    Esto me recuerda a Simplicíssimus, el personaje checo o de por allí cerca (nota posterior: no era checo, era alemán). Puede que no tenga nada que ver pero el nombre es evocador. Keep it Simple, mantenlo simple, es un lema de la Marina (de la Marina de los Estados Unidos, de cuál va a ser) pero vale para todo. Para las fotos o también, es otro ejemplo, para la comida: el pan, alimento básico; estoy bastante orgulloso de eso, de comer pan (y dime Simplicíssimus); no engorda, para nada; cómo va a engordar el pan si es lo que ha comido la humanidad desde hace milenios y Jesucristo una vez lo multiplicó (junto a los peces; el pescado, eso también). El pan que prefiero me sabe a gloria, tanto que suelo decir: no es pan, es bollo. En eso estoy; sin fotos, con pan y menos penas, tirando a estoico.

sábado, 30 de marzo de 2024

Claros y sombras

    Guerriero es un apellido de origen italiano y suena a equivocación involuntaria. Será Guerreiro, pensamos, o Guerrero en todo caso. En la lista de los más vendidos del periódico insisten semana tras semana en atribuir la autoría de “La llamada” a Leila Guerrero.
    Leila Guerriero es una periodista argentina. Su último libro está siendo un éxito. Lo he leído y me ha gustado. El subtítulo es “Un retrato”, y lo es, es un retrato de Silvia Labayru, una mujer que fue víctima de la dictadura argentina de Videla y compañía. No se hace alusión en el libro al hecho de que Labayru es un apellido vasco. Como curiosidad se menciona a un perro (perra) que se llama Neska.
    Guerriero lo tiene claro, no hace prisioneros, no se encariña con la retratada. Guerriero y Labayru conversaron en numerosas ocasiones y entablaron cierta amistad, por supuesto, pero ya al principio de esa relación la periodista lo deja claro. Silvia Labayru le pregunta si le dejará leer lo que vaya escribiendo, Leila Guerriero es tajante: NO. No debería ser nunca de otra forma.
    Se trata de entender a Silvia Labayru, de descubrir su personalidad, su sociabilidad, sus valores, su vida afectiva. En ese empeño entrevista también a gente de su entorno y al final sale una buena parte de su biografía; pero contar su vida es accesorio, lo importante es el retrato y Guerriero lo dibuja con sus claros y sus sombras.
    Caigo ahora, por cierto, en que la palabra entrevista encierra una verdad en la que no me había fijado. Una entrevista es eso, un asomarse a la persona, no verla completa sino solo en parte, entreverla.
    En este libro, "La llamada" — lo recomiendo— Leila Guerriero, a base de mirar y remirar desde todos los ángulos posibles, logra plasmar una “vista” bastante completa, diría, de esa persona llamada Silvia Labayru; quedando claro por otra parte que, a pesar de todo, ella también, como todos, sigue siendo un misterio.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Carta al director

     “Qué mal funciona la Sanidad”, nos cansamos de oírlo, y de decirlo, y se nos olvidan unas cuantas cosas. Les voy a poner número.
    La primera: todo en la vida, en general, tiende a ser gris. Es una pena porque en cualquier tema, una vez admitida la grisura, queda poco margen para la polémica y la diversión, pero es así. Asumido esto, hay que reconocer que el sistema sanitario funciona regular; como debe ser.
    Segunda cosa que se nos olvida: este sistema sanitario al que nos referimos es la sanidad pública y a poco que ampliemos la perspectiva nos daremos cuenta de que el problema real lo tienen los ciudadanos de los países que no tienen sanidad pública.
    Tercera cosa: nunca la calidad de la sanidad (tecnología, formación, investigación) ha sido tan alta como ahora mismo, nunca hubo opciones de curar mayores que las actuales.
    Cuarta cosa: los médicos pueden retrasar la fecha de vencimiento pero no indefinidamente. Tarde o temprano nos llega la hora, ningún médico ni ningún sistema sanitario, público o privado, puede garantizar la vida eterna (para eso preguntar en la otra ventanilla).
    Quinta y última cosa que se nos olvida y que voy a intentar explicar con preámbulo y todo: De vez en cuando me acuerdo de algo que oí o leí hace muchos años referente a la sanidad en un país que no voy a especificar por las dudas (no sé hasta que punto era cierto). Aseguraba la noticia que el servicio público de salud en aquel país cubría todo hasta los cincuenta años. A partir de ese momento el Estado se desentendía. Era ni más ni menos lo que daba de sí el presupuesto.
    Al final, lo que se considera un problema sanitario puede que sea más bien un tema de logística o de estadística; la gente vive más, el número de ancianos crece y los medios para atenderlos no aumentan en la misma proporción. Además, a veces hay pandemias. La vida mata, el ser humano colabora y el sistema sanitario hace lo que puede; es la economía, querida.

domingo, 24 de marzo de 2024

Retrato a vuelapluma

    No sé como se llama; no había reparado nunca en él hasta que empecé a verlo en el gimnasio. Casi siempre se paraba al lado de alguien que hacía ejercicio y le daba conversación. Parecía conocer a todo el mundo. Por su parte no le veía esforzarse gran cosa en las máquinas. 
    Luego me lo he ido encontrando en otros sitios. Varias veces por la calle acompañado de un perro de esos muy delgados, una especie de galgo o de afgano, no distingo las razas. O leyendo el periódico en un bar con un café con leche; alguna vez vestido con el pantalón corto del gimnasio, enseñando las pantorrillas. En otra ocasión fui a comprar el pan y estaba él allí, contándole a la panadera que se había levantado por la noche y había tenido que sentarse en la taza del váter porque tenía la tensión baja y se estaba mareando; un tipo de confidencia que a mí no se me ocurriría hacer, por lo menos no en la panadería.
    No sé, imagino que vive solo, que necesita hablar con alguien y que lo hace a la menor oportunidad. Pero mi impresión es que no es bueno socializando. La gente conversa con él amablemente pero los lazos nunca se estrechan. Me produce una vaga sensación de tristeza, de desamparo.
    Por otra parte, a poco que lo piense me doy cuenta del buen número de coincidencias entre él y yo (aunque no tengo perro). No lo conozco (nadie conoce a nadie) y mi sistema inmunitario me hace creer que mi tristeza y mi propio desamparo son menores que los suyos; incluso que en mi caso están en valores negativos (y se trata por tanto de alegría y amparo). En fin, adapto el dicho: todo el mundo tiene lo suyo; menos yo, que tengo lo mío.

jueves, 21 de marzo de 2024

Raíces

    Tener raíces, echar raíces; parecemos vegetales. ¿Se sentirán los árboles de algún sitio?, ¿sufre un árbol si lo trasplantan al Jardín Botánico? Margaret Atwood (la autora de “El cuento de la criada”) comentaba que su familia provenía de Nueva Escocia, en la costa atlántica de Canadá. En los años treinta, durante la Gran Depresión, sus padres dejaron esa provincia y Margaret nació en Ottawa, Ontario. Su infancia itinerante transcurrió entre Ontario y Quebec. Su madre, que era una gran narradora, siempre volvía en sus historias a Nueva Escocia, a su hogar, a sus orígenes. Esto le causaba cierta confusión a Margaret; si la tierra de su madre, de su familia, era Nueva Escocia, ¿ella, de dónde era?
    Si dos nativos de Nueva Escocia —añadía Atwood— entablan una conversación irán atando cabos hasta encontrar algo en común, una costumbre, un acontecimiento, un antepasado; algo en lo que reconocerse y consolidar así esa pertenencia a la misma tierra, esa tierra única y sin parangón en el mundo entero —esto lo he añadido yo— que es Nueva Escocia.
    Naces por azar en donde sea, digamos que en un país verde; verdes valles, montes arbolados, mar inmenso azul oscuro. Te gusta el verde y que llueva con moderación. Luego viajas y el paisaje cambia, conoces las llanuras y los campos de cereales, el color amarillo. Ah, amo el verde, qué tristeza el amarillo, quién en sus cabales lo va a preferir. Hasta que descubres el factor Van Gogh. Sus cuadros son muy coloridos pero destaca el amarillo, ¿será ese su color preferido? Se lo pregunto al algoritmo y lo confirma: el color favorito de Van Gogh es el amarillo. ¿Dónde me deja eso a mí, con mi verde, que ya me está pareciendo un poco triste? Si lo pienso bien, si lo pienso a la luz de Van Gogh el amarillo tampoco está tan mal.

lunes, 18 de marzo de 2024

Tarde de lluvia

    Sábado a la tarde y llueve. Me he echado un rato después de comer y de vez en cuando una racha de viento arrastra gotas de lluvia que chocan con la ventana provocando un pequeño redoble de tambor. Se está bien en casa con este tiempo. Me levanto y aparto la cortina para echar un vistazo. Veo el cielo nublado, bajo y gris. A lo lejos jirones de nubes enganchadas en la ladera del monte.
    En la calle hay una figura detenida en la acera bajo un paraguas negro. Me recuerda un cuadro que he visto en algún sitio, o un estilo de dibujos, figuras algo inclinadas en las que un paraguas abierto tapa la cabeza y los hombros, siluetas oscuras. Siempre he tenido la sospecha malévola de que si alguien oculta los rostros en sus obras es porque no le salen bien.
    Tras unos instantes de inmovilidad, la sombra que contemplo desde un quinto piso echa a andar y desaparece por mi lado izquierdo. Brillan, recién pintadas, las rayas azules de la OTA y ha quedado un hueco libre para aparcar justo enfrente de mi ventana.
    La lluvia cae fina y mansa. Por momentos no sé si sigue lloviendo o si ha parado, a duras penas distingo la lluvia, seguramente el doble acristalamiento de la ventana y mis propias gafas me hacen verlo todo un poco más borroso. Se impone la visión en primer plano, a un metro escaso de la ventana, de las gotas más gruesas e intermitentes que caen como balas de plata del alero del tejado.

viernes, 15 de marzo de 2024

Una separación

    Una separación es una huida y también es una película iraní muy recomendable. La vieron juntos y les inquietó, pero no comentaron nada. En otra película argentina un profesor siempre acababa sus peroratas con el latiguillo “es complicado”. Esto lo es, aquí hay muchos más puntos de vista que personas implicadas, que personajes en escena. ¿Cuantos matices hay en una separación? Todos más uno. Es la historia de un desencanto. Maduramos, pero seguimos siendo imperfectos. Está el desgaste de la convivencia y luego el de la no convivencia, el alejamiento emocional.
    Acordaron ir a un terapeuta, un mediador, un psicólogo, un sabio, un sabelotodo, un tontolaba; duraron tres sesiones, pero sirvió para hablar sin interrumpirse, para desahogarse, para intentar ser sinceros. ¿Amor?, ella echa un bufido; amor, amor, eso es mucho decir; se gustaban, se querían sin aspavientos, ¿no es suficiente?, ¿es que hace falta amarse para formar una familia? La palabra matrimonio ahora le suena horrible. Tampoco entiende que nadie hable de su “proyecto vital”, ni que fuera un arquitecto. O lo de “rehacer tu vida”, ¿cómo se puede rehacer algo que nunca ha estado hecho?
    Una se engaña a sí misma con el amor, la engaña el ambiente, el cine y sus tontas películas de bodas. Ya en el brindis de la suya sintió que se estaba equivocando. La parte buena, decía el terapeuta, aha, claro que sí, la había habido, eran jóvenes, se divertían, había sexo satisfactorio, más o menos, tampoco es que batieran ninguna marca.
    Luego fueron cayendo en todos los tópicos. Al darse la vuelta en la cama él arrastraba la manta hacia su lado; así se fue quedando ella, con el culo al aire en todo. También él tenía sus quejas y ella sus manías; esas pequeñas discusiones interminables. Incompatibilidad de caracteres, se dice, pero ¿existen los caracteres compatibles? Otra cosa, ¿es el hombre un animal monógamo, como el pingüino? Y los hijos, no han querido nombrarlos, no quieren meter a los niños, es un pacto. Él le ha pedido: no nos odiemos, hagámoslo por ellos. Al oírlo, ella casi le vuelve a querer.

martes, 12 de marzo de 2024

Terrible

    Todo ángel es terrible, escribió Rilke, y la frase ha pasado a la Historia de la Literatura. Suena bien; pero así, descontextualizada, son muy pocas palabras para tener nada claro. Al oírla mi primera impresión, más que interpretación, es entender que todo lo bueno también esconde el germen de lo malo. Pero me he mojado los pies en el comienzo del poema y dice Rilke que la belleza es lo máximo de terrible que podemos soportar, que no nos da para más terribilidad, y ahora ya no estoy seguro de nada.
    Claro que debería leerme las “Elegías de Duino”, todas ellas; pero no va a ser posible, por los símbolos. El símbolo, ¿para qué sirve?, ¿es imprescindible?, ¿podemos vivir sin símbolos? Lo mismo no. La mitología debe de estar llena de ellos. Supongo que hay ahí un juego poético, una especie de adivina adivinanza para adultos, o solo para gente con tendencias poéticas. Puede que no sea mi caso, igual me falta imaginación o espíritu lúdico. Asumo sin problemas mis carencias, en esto como en tantas cosas, también tengo mis puntos fuertes. Respeto los símbolos pero me confunden, prefiero que me digan de qué se trata directamente.
    En prosa se recomienda la claridad, que sea diáfana y transparente. ¿Por qué no en poesía? No problem con la poesía oscura, para gustos, por supuesto; pero también se puede hacer clara, por ejemplo: y yo me iré, y se quedaran los pájaros cantando, Juan Ramón Jiménez.
Otra cosa, Rilke escribió en alemán. Dice uno que la musicalidad del alemán es difícil de traducir, ¿musicalidad? ¿como en subanestrujenbajen? Lo he mirado y la frase original es algo así como Ein jeder Engel ist schrecklich. ¿No es terrible la palabra terrible en alemán? Pero bueno, ich spreche kein Deutsch, no hablo alemán. Volviendo a la terrible frase, no descarto que algún día algo o alguien me ilumine y la entienda. Entonces podré comentar, cuando sea oportuno, que, como decía Rilke, todo ángel es terrible.

sábado, 9 de marzo de 2024

El siglo de la marmota

    Hace más de cien años, en los comienzos del siglo XX; del que, por cierto, soy nativo, como muchos; algo que tiene remedio porque cada vez seremos, o serán, menos sin remedio. Me he perdido en la frase, como un río que se adentra en el desierto y desaparece en la arena; como el Colorado, campeón mundial de la erosión, que no llega al Golfo de México —qué sorpresa me llevé al saberlo— pero no es porque se ahogue en ningún sitio sino por la mano del hombre y de la mujer.
    Retomo la primera frase (decía uno que retomar estaba mal dicho, no sé): hace cien años, más o menos, el momento que vivía la humanidad era muy parecido al actual. No me estoy expresando bien. Tercer intento, el último que me queda: hace algo más de cien años las sensaciones que tenía el ser humano eran muy parecidas a las que tenemos ahora. O parecidas a secas. Está en los libros, en la literatura.
    Como ahora, sentían que la vorágine se había apoderado del presente. Vorágine en su tercera acepción: Aglomeración confusa de sucesos, de gente o de cosas en movimiento. Creían que el programa de la lavadora del progreso había entrado en la fase de centrifugado, que el ser humano había conseguido hacer realidad lo que hasta entonces solo habían sido fantasías imposibles.
    ¿Ejemplos? Ahí va uno: volar, ¿te parece poco? O la radio, el cine, el automóvil, la electricidad, la teoría de la relatividad. Los avances científicos y tecnológicos le parecían magia a la gente normal; como los de ahora me lo parecen a mí, que también soy normal, creo. El mismo Nueva York, por ejemplo, puede incluso que no sea en nuestros días tan efervescente como era entonces.
    Lo preocupante es que se podría suponer que los próximos cien años guardarán un parecido razonable con lo que se les vino encima a aquellos tatarabuelos nuestros: un desastre absoluto, con dos guerras mundiales incluidas. Así que aquí estamos, en la cresta de la ola, a punto de que rompa con estruendo.

miércoles, 6 de marzo de 2024

Nuestros hermanos Coen

    Les vengo siguiendo hace tiempo. Son dos hermanos, se llevan ocho años, y se dedican al cine, o se dedicaban. He visto una entrevista que le hacían al mayor, Alberto (he cambiado los nombres, entre otras cosas). Contaba su historia. La familia tenía una tienda de ropa de caballero, aunque supongo que admitían cualquier tipo de cliente (chiste). Curiosamente fue el menor, Carlos, el que, sin haber cumplido los veinte, se lanzó a hacer el primer corto.
    Alberto, que para entonces llevaba ya un buen número de años trabajando en la tienda, se apuntó a colaborar. Hicieron un par de cortos más y luego su primer largo. Los hermanos Coen, les llamaban los amigos. Su segunda película, con más presupuesto, más trabajada y más de todo, fue un éxito. Ganaron premios y hasta estuvieron en el festival Sundance.
    Se complementaban bien, el mayor más técnico, el menor más creativo. Quizá fuera esa sensibilidad artística de Carlos unido al decreciente éxito de sus películas el origen de cierta inestabilidad emocional que provocó que, después de más de dos décadas de carrera, decidiera abandonar el mundo del cine. Todo quedó envuelto en un cierto halo de misterio.
    Alberto siguió con un par de proyectos que tuvieron poca repercusión. Al llegar la pandemia 
decía en la entrevista todo se paró. Así seguía, un poco a la espera, barajando ideas. Contaba esta historia y aludía a su hermano Carlos con naturalidad, al parecer seguían muy unidos.
    Al acabar, el entrevistador le regaló una camiseta del programa. Alberto la extendió ante sí haciendo ese gesto de ver como le quedaba y luego procedió, mientras agradecía el regalo, a plegarla en uno, dos, tres, cuatro movimientos, a la vez meticulosos y expeditivos, hasta dejarla hecha un rectángulo perfecto, lista para ponerla en un estante o guardarla en un cajón.
    El periodista, sorprendido y divertido, le hizo un comentario y él, entre risas, reconoció que era algo que le quedaba de cuando trabajaba en la tienda familiar, que desde entonces doblar la ropa era un acto reflejo que no podía evitar.

domingo, 3 de marzo de 2024

Corazón

    El otro día vi una película italiana titulada “El sol del futuro”. Es una comedia dramática dirigida y protagonizada por Nanni Moretti. Aunque a ratos flaquea, me gustó; entre otras cosas porque Moretti es casi de mi edad, me lleva dos años y quieras que no hemos compartido el mismo mundo, siquiera en la distancia (él allí arriba y yo aquí abajo).
    En un momento de la película aluden a un libro que debió de ser lectura obligatoria en Italia durante décadas. El tono del comentario era condescendiente, como diciendo: por eso también tuvimos que pasar. Bien, el caso es que ese libro, “Corazón” de Edmundo de Amicis, es, por esas casualidades de la vida, el libro de mi infancia.
    No sé como llegó a mis manos, me encantó desde la primera línea: ¡Primer día de clase! ¡Se fueron como un sueño los tres meses de vacaciones! Es el diario de Enrico que cuenta las vicisitudes de un año escolar. Desde el punto de vista actual, la novela apesta a buenos sentimientos, es una sucesión sin tregua de tristes verdades de la vida y buenas enseñanzas, de alegrías y penas impregnadas de melancolía. Cada mes, además, el maestro cuenta una historia. Son cuentos tremebundos. En “El tamborcillo sardo”, el susodicho pierde una pierna distrayendo al ejército austríaco. En “Sangre romañola”, el niño-héroe recibe la puñalada destinada a su madre y muere. La narración de mayo, por cierto, es “De los Apeninos a los Andes” en la que Marco va a buscar a su madre a Argentina.
    Me cautivaba leer lo que contaba un niño de mi edad en una escuela que no era muy diferente de la mía. Lo curioso, y asombroso, es que el libro se publicó en Italia en 1886, hace ya cerca de siglo y medio. Importaba también, creo, que todo pasara en otro país, en un mundo de ficción al fin y al cabo.

jueves, 29 de febrero de 2024

Iboprufeno

    No, si lo he puesto así adrede. El Ibuprofeno es un semidesconocido para mí, no sé si he llegado a tomarlo alguna vez. Como no lo había visto nunca escrito no entendía bien la palabra, Iboprufeno me parecía, ¿no suena mejor? Pero no, es ibu, ibu. Ahí va la noticia, leída el otro día en el periódico —que es ese hilo que aún me une, tenuemente, con el mundo, con la hipotética realidad—: en este país, en este estado que contiene varios países, en esta península ibérica menos Portugal —ya te estarás situando—, en este bendito/maldito territorio europeo, hay ocho millones de personas, ocho, que consumen dosis diarias superiores a lo recomendado de Ibuprofeno.
    Ocho de cuarenta y siete millones de habitantes, la sexta parte, espera que haga la cuenta, diecisiete por ciento, más o menos. Claro que no estás seguro, quién lo ha dicho, cómo han hecho la cuenta. La mitad de las noticias cuando profundizas se vienen abajo, suele haber muchos matices por aclarar. Pero bueno, algo habrá.
    Ahora, atención, esto no incluye a la gente que también toma ibuprofeno pero en las dosis recomendadas. Pensemos que al menos la mitad de los pacientes hace caso y sigue el consejo facultativo. Esto supondría que hay en total unos dieciséis millones de consumidores de ibuprofeno. Quedo atónito, uno de  cada tres.
    Detrás del dato frío, desnudo, discutible, hay malestar, dolor, males físicos. O también psicológicos, líos que nos armamos en la cabeza, a veces con razón, otras por no se sabe qué. Sea como sea, mucho Iboprufeno me parece. Peor es el fentanilo, sí, claro, pero aún así.

lunes, 26 de febrero de 2024

Últimos ecos

    El escenario perfecto del romanticismo (Walter Scott, Becquer) es una abadía en ruinas invadida por la vegetación. Aquí se trata de un molino, de lo que queda de un molino de río junto al viejo puente de tres ojos que en su día sirvió de punto de cobro, de tributo (pontazgo) a los viajeros que cruzaban camino de la villa próxima. Se intuye también, igual lo he leído en algún sitio, la existencia de una casa torre que defendía el puente y aseguraba con su sombra amenazante que nadie eludiera el pago. En tiempos remotos hubo en este mismo lugar un encuentro entre banderizos. Nos podemos imaginar el pequeño barrio de aire idílico: la casa torre en una orilla, el puente y al otro lado el molino hidráulico, algunas casas más y el trinar de los pájaros. Lo que no se puede asegurar es que los lugareños fueran felices.
    De la torre no hay rastro. Especulo que pueda quedar un muro maestro escondido en la estructura de las dos hermosas casas adosadas, pegadas por uno de los lados, que se alzan en su lugar. Hoy todo es paz y silencio pero de tanto en tanto bullen de vida con media docena de coches aparcados y gente que celebra algo en el amplio jardín, detrás de las casas, donde hay un pabellón o una pérgola, no sé como llamarlo.
    En la otra orilla yace un conjunto de muros semiderruidos con los ojos abiertos de antiguas ventanas y la vegetación cegándolo todo. Respecto al molino haría falta un experto para aclarar entre las piedras la disposición exacta de sus elementos. A la izquierda del camino queda en pie una casa que lleva tiempo tapiada y abandonada. Hasta hace unos años alguien cuidaba la huerta y el gallinero; un perro encadenado ladraba al paseante. Un día de fiesta vi un grupo reunido en torno a una mesa bajo la parra. Era una estampa chocante, y más comparándola con las fiestas mundanas del otro lado del río: aquella alegre y humilde familia apuraba una nostalgia que se desvanecía junto a la casa decrépita en la que se habían criado.

viernes, 23 de febrero de 2024

Reproducción

    Si paternidad es la cualidad de ser padre, la palabra para referirse a la condición de hijo debería ser filialidad, pero no está admitida. Esto me recuerda la vez que me encontré, hace ya muchos años, con un antiguo compañero del colegio mayor. Después de los saludos, va y me dice: Y tú, ¿qué?, ¿ya te has reproducido y eso?
    La pregunta me sorprendió, aunque se podía esperar; por dos razones, por su desparpajo natural para decir cualquier cosa y por la circunstancia determinante de que tras estudiar Medicina se había especializado en Ginecología; tenía un interés personal en el asunto.
    Le pude contestar que sí, que ya me había reproducido. Te sientes un poco raro diciéndolo: me he reproducido; te sientes como una ameba que se hubiera dividido en dos; te sientes vivo de una manera básica, elemental. Y sí, me he reproducido dos veces, con la colaboración inestimable e imprescindible de mi mujer, que se encargó además de la parte más penosa; mi agradecimiento y un beso desde aquí.
    La tasa de fecundidad para mantener la población es de dos con uno; no llego pero bueno, no es posible reproducirse dos coma una veces; peor será pasarse, y no miro a nadie. Es broma. En mi caso, considero que, como decían los republicanos irlandeses, he hecho mi parte.
    No tener hijos es una opción aceptada socialmente pero también es, de alguna manera, una modalidad benigna de suicidio, o maligna si se generaliza. Por otra parte hay que reconocer que la alternativa de adoptar una mascota tiene la ventaja de que, hasta ahora, ningún perro ha querido ir a la universidad.
    Lo natural es reproducirse, igual que un león o que un ratón. La especie debe continuar, es el punto de vista de la madre naturaleza. Todo lo demás que hagamos es de regalo, es redundante e innecesario, aunque no lo queramos asumir porque tenemos el ego inflamado y muy sensible y queremos ser algo más que un eslabón de la cadena. Igual exagero. La realidad práctica es la que es; estamos aquí, vivos y en posesión de un superpoder: el de la reproducción.

martes, 20 de febrero de 2024

Literatura en las esquelas

    En las esquelas también hay literatura. Pasa cuando alguien se rebela contra la fría uniformidad de la prosa necrológica. He aquí tres ejemplos reales de las últimas semanas.
    El primero. Tras el nombre del fallecido la esquela comenzaba: Muy a su pesar nos dejó… Con todo el respeto al redactor me hace gracia esa constatación de las ganas de vivir del difunto que, seguramente sin querer, también deja translucir un toque irónico.
    Segundo caso. Después de los datos habituales dice: Te extraño, tanto que si lo supieran ahí arriba te dejarían venir a visitarme. Extrañar a alguien que ha muerto entra dentro de lo normal, la continuación ya pertenece al terreno de la literatura religiosa o fantástica. Para el autor el fallecido sigue existiendo y está “ahí arriba” (una convención geográfica muy extendida por otra parte). Además ya metidos en cuestiones teológicas aventura que son más de uno los entes que “ahí arriba” dirigen el cotarro. No puede ser Dios; porque Dios, por definición, sí sabe cuanto lo extraña. En fin, que la parrafada es sugerente y divertida, además de emocionante.
    La tercera, y última por hoy, es esta doble frase que cierra una esquela de hace un par de días: Oyó, vio y calló. E hizo bien. Da qué pensar. Mi primera reacción fue negativa, se diría que al callar quiso evitarse problemas, que se escabulló, que igual debería haber denunciado lo que sea que vio y oyó. Pero luego he pensado que no, que el mensaje es una reivindicación de la prudencia. Simpatizo con ese criterio de no hablar demasiado, de medir las palabras y acogerse siempre que sea posible al comodín del silencio.
    Pero hay más posibilidades. Tal vez la explicación es más sencilla: era algo que el muerto repetía con asiduidad y los familiares lo recuerdan como detalle entrañable. También he pensado, y puede que ya sea mucho suponer, que teniendo en cuenta su edad el hombre sufriría de niño la guerra y luego la posguerra y toda la dictadura, y en aquellos tiempos sobrevivir podía depender de cumplir a rajatabla con la norma de estar bien atento a todo lo que pasaba y guardarte tus opiniones.

sábado, 17 de febrero de 2024

Me gustas tú

    Me gustan los higos; y para comer, por abreviar, me gusta casi todo, más o menos; tampoco es tan difícil, solo hay que tener hambre. En general, mejor que te guste algo que que no te guste. Me gusta la playa sin gente, no me gusta la oscuridad; me gusta arrebujarme en la colcha, no me gusta esperar; me gustan las historias familiares, no me gusta la enfermedad; me gusta leer, me gusta escribir, me gusta vivir, me gusta y no me gusta llorar.
    Qué más; me gusta la canción de Manu Chao: me gusta correr, me gustas tú; me gusta la lluvia, me gustas tú; me gustan muchas cosas y me gustas tú, y tú, y tú. Me gustan todos los tú de mi vida que me gustan (tautología). No confundir con la gama de estados del alma o del cuerpo que componen una misma personalidad. Los tú a los que me refiero son los distintos seres humanos especiales para mí del pasado, presente y futuro; las personas a las que les he dicho en uno u otro momento que me gustan; que no es que sean muchas, pero, bueno, son las que son y no me voy a quejar y se lo voy a decir otra vez: me gustas tú.
    Entre ellas quisiera hacer mención de dos en particular; de ti y de ti; lo digo como el oyente que llamaba a la radio y dedicaba una canción para quien ya sabe, y tú lo sabes, y tú también; y yo sé bien lo que sois, lo que seréis siempre para mí.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Futuro indubitable

    Tenemos idealizado el fin del mundo, supongo que por culpa de la Biblia y su Apocalipsis. Aunque en el griego original “apocalipsis” quiere decir “revelación”, en castellano ha pasado a significar “catástrofe” en general o, directamente, “fin del mundo”.
    Uno espera que sea algo digno de verse 
(el fin del mundo), que no habrá fuegos artificiales, que los fuegos van a ser naturales. Será digno de verse y difícil de contemplar, somos tan pequeños que con retransmisión televisiva por mundovisión incluida no vamos a poder abarcar algo que va a ser a escala galáctica.
    No sé cómo de repente me encuentro especulando en primera persona (del plural, eso sí) sobre el fin del mundo que se aproxima. Se aproxima, desde luego que se aproxima, mientras el tiempo no meta la marcha atrás. Cada vez está más cerca pero sigue estando lejos, lo siento y no lo siento a la vez.
    Hablo por hablar, no lo vamos a ver ni a oír ni a sentir ni a nada de nada. No nos va a tocar el Apocalipsis, que más (no) quisiéramos. Y luego, además, pensándolo con más detenimiento, sacudiéndonos el lastre de la tradición cristiana —tampoco es que esté muy enterado de como lo cuenta la Biblia— puede que no vayamos a perdernos gran cosa.
    Como todo lo que genera grandes expectativas, no me extrañaría que el fin del mundo se vaya a quedar en nada, en los minutos de la basura del universo, en los créditos de una superproducción de Hollywood que nadie lee porque la sala se ha quedado vacía.

domingo, 11 de febrero de 2024

Tiempos inciertos pero no tanto

    Creyeron en el año mil que el mundo se acababa; la única razón fue lo redondo de la cifra, sin más. Ahora, pasado sin novedad el hito, igualmente arbitrario, del dos mil, nos va pareciendo que el fin de los tiempos está al caer, que si no es pasado mañana será al otro. Esta vez las razones son más contundentes: sobrepoblación, cambio climático, guerras, contaminación.
    Bien no vamos, desde luego, pero caemos en un error, el de creernos el centro de la Historia —con el atenuante de que es un error en el que, sospecho, han caído los que nos han precedido y caerán los que vengan detrás—. A la larga, lo más probable es que esta época nuestra acabe ocupando unas pocas líneas en el relato del mundo.
    La paradoja es que en cierto sentido sí que somos el ombligo de la Historia, por la sencilla razón de que habitamos el presente. Tú, concretamente, eres el ombligo absoluto de tu mundo; esto es, de tu vida, y también cargas con una de las ocho mil millones de partes que forman ahora mismo ese huidizo epicentro. Por lo demás, desengáñate, no te va a tocar el fin del mundo.
    Ya sé que no es que lo desees exactamente, se da por supuesto que no, pero en el fondo de tu corazón te atrae esa posibilidad: ya que no estuviste en el principio crees que al menos te merecerías estar en el final. El caso es que, te lo merezcas o no —que no te lo mereces— el fin del mundo no te va a tocar, no va a suceder contigo presente.
    Aventurando probabilidades, calculo que antes te tocará un millón de veces el gordo de la lotería que el fin del mundo. Claro que juego con ventaja: si me equivoco y el mundo se acaba mañana nadie me lo va a poder recriminar.

jueves, 8 de febrero de 2024

Mi texto antibélico del año

    Hay temas que no pasan de moda. Había un periodista que todos los años escribía un artículo antitaurino. Puede que lo siga haciendo, no sé. No es por comparar pero qué es una corrida de toros al lado de una guerra; nada, un mero entretenimiento sangriento en el que apenas muere nadie (aparte de los toros). Si quieres víctimas en abundancia nada mejor que una guerra. La gente va a la guerra a hacerse matar. Los que van voluntarios, digo, no los pobres que van obligados directa o indirectamente (porque hay miradas que matan en diferido).
    La guerra es el mayor de los horrores pero, por lo que sea, por razones históricas o psicológicas o antropológicas o vaya usted a saber por qué, la guerra, a pesar de los pesares, también genera fascinación. La guerra como institución, como tradición, como fenómeno que nos acompaña desde siempre. El hombre (ese idiota) pronto inventó excusas para hacer pasar por honorable el acto de matar. Por eso había dioses de la guerra, Marte y compañía (no recuerdo ningún otro, Marte, punto).
    Causar la muerte de alguien ha estado castigado por la ley al menos desde Hammurabi, sin embargo puestos todos de acuerdo no ha habido problema para matar a discreción en el nombre de un dios, del derecho a defenderse o del derecho a agredir, que igual son el mismo derecho del revés.
    A lo que iba, la fascinación que nos causa lo bélico. Nos las hemos arreglado para hacer la guerra romántica y glamurosa: el caballo de Troya, la carga de la Brigada Ligera, el desembarco de Normandía; qué puede haber más emocionante que una operación de comandos en territorio enemigo.
    Llevamos la guerra en la sangre y celebramos sus efemérides en las fiestas patronales. Nos disfrazamos divertidos de soldados romanos, samurais, húsares napoleónicos o lo que sea y hacemos desfilar a los niños tocando el tambor. Se lo pasan bien y además se empapan en el espíritu. El espíritu de la guerra, la solución a todos los problemas.

lunes, 5 de febrero de 2024

Por no callar

    No he leído el artículo pero me he fijado en la foto. Son dos jóvenes matemáticos posando para la cámara. Jóvenes no tan jóvenes, quiero decir. Sobre el que está de pie, sonriente, bastante calvo, nada que decir. El otro, que está sentado, con gafas e inexpresivo, la verdad, tiene cara de tonto.
    Lo digo sin ánimo de ofender; yo mismo, lo reconozco, soy bastante tonto. Además la apariencia es lo de menos, como lo demuestra este caso, porque tonto, tonto, no debe de ser. O no tonto para todo, que por otra parte es lo normal, ser listo para algunas cosas y tonto para otras (y mediocre en general).
    No sé de que va el artículo, uno no puede leerlo todo, pero bueno, me hago una idea: irá de lo importante que son las matemáticas, más para la vida moderna (qué expresión, la vida moderna). Puede que detrás estén los intereses de alguien, de una universidad que vea peligrar su cátedra de ciencias exactas por falta de alumnos o del mismísimo Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades que vela por el futuro del país.
    Me encantaría entender las matemáticas, visualizar ecuaciones, resolver integrales, sopesar conjeturas, no sé, que me llamaran de la NASA para consultarme algo. Pero no, soy un negado, soy tonto perdido para las matemáticas (las de verdad, no las de andar por casa). Me consuelo pensando que puede que el de la foto (no sería justo llamarle el tonto de la foto) tendrá sus carencias en otros campos. Pero bueno.

viernes, 2 de febrero de 2024

El cuarto hombre

    Llevaba (él) dos años en Londres trabajando de conserje en un edificio de apartamentos. Estaba advertido: un conocido personaje era residente eventual. No lo había visto nunca, hasta hoy.
    Es media mañana y está sentado en su puesto, aburrido; no está bien visto que lea el periódico o —dios no lo quiera— un libro. Contempla el vestíbulo y de reojo las imágenes de las cámaras de vigilancia. En uno de los sillones un hombre teclea en su portátil; se ha instalado ahí para tener acceso a la wifi que renquea arriba, en su apartamento.
    Se abre la puerta del ascensor y sale una mujer con un portafolio. Detrás, le sigue Ringo Starr. No tiene nada de particular que llame la atención; vestido de negro, con gafas oscuras, barba recortada y pelo corto peinado hacia adelante; más bien bajo o bastante bajo; para pasar de los ochenta años se le ve airoso. El vecino que trabajaba en el rincón ha levantado la mirada y pega un pequeño respingo, también lo ha reconocido. Pausados, mujer y hombre, asistente y Mr Starr, desfilan hacia la puerta de servicio y desaparecen sin decir palabra.
    Ringo es el mayor de los Beatles, de los cuatro que fueron y de los dos que quedan. Llamarle Ringo me parece un poco faltarle al respeto. Mr Starr tampoco me convence; sería algo así como llamarle el Sr Estrrella en español, un nombre artístico que vale para aparecer en un escenario tocando el tambor —es broma— pero no para la vida civil. Además a estas alturas debe de estar hasta el gorro del pseudónimo.
    Lo correcto sería llamarle Mister Starkey, su verdadero apellido. Que recurriera a un alias ya previene un poco o sugiere que su talento requería un refuerzo, que siendo brillante no lo era tanto como los otros tres Beatles que no han necesitado de más escudo ante el mundo que sus nombres y apellidos de cuna. Richard Starkey no tiene nada de malo, supongo; tal vez el apellido suene poco british, suene algo ruso, como Gorki, o polaco, como Kowalski; no sé.

martes, 30 de enero de 2024

Movie Quiz

    Hay quien dice que hay que exagerar, que de por sí la vida es aburrida. Oigo lo mismo, con una pequeña variante, en una película: me encantan los chismes, mejoran la anodina realidad. No estoy de acuerdo. La realidad es demasiado etérea, inaprensible, errática, para poder decir que es aburrida (el aburrimiento no existe, lo que hay es aburridos).
    Exagerar puede estar bien; incluso puede que sea obligatorio, pero en la ficción. Hasta el gran Henry James exageraba a veces. En un cuento suyo un personaje femenino confirmaba la avanzada edad de su tía asegurando que tenía ciento cincuenta años; y no queda claro si lo dice medio en broma o totalmente en serio. Si lees una novela sabes que no se trata de la realidad; aunque suele pasar, paradoja, que la ficción a menudo se mueve a niveles de sorpresa por debajo de lo real; no por encima como se podría suponer.
    En el cine, como ficción que es, también se exagera. Un caso paradigmático es el del cine clásico, aquellas películas en blanco y negro. El público era más inocente y había que subrayarle las cosas para que quedaran claras. Era frecuente entonces insertar en una escena primeros planos de los personajes poniendo cara de lo que fuera pertinente: asombro, alegría, astucia, codicia, desolación. Viendo ahora esas películas te das cuenta al momento: ese primer plano lo han metido con calzador.
    Por ejemplo, este fotograma de una película de los años treinta (¿quién es esa chica?, ¿ves la chispa en su mirada?). El director le ha dicho: recuerda, no le amas pero le has cogido cariño y no quieres herirle, le miras con compasión y simpatía enigmática, un poco como Monalisa; sí, ¡lo tienes!; aguanta, ¡claqueta!, ¡rodando!


sábado, 27 de enero de 2024

Genji (y2)

    Genji, primera novela de la historia / El Quijote, primera novela moderna. Comparemos ambos comienzos.
    Inicio: En un lugar de la Mancha / En cierto reinado.
    Acotación: de cuyo nombre no quiero acordarme / (¿de quién podría haber sido?).
    Reanudación: no ha mucho tiempo vivía un hidalgo... / alguien de no muy alto rango
    Cierto que Cervantes se mueve en el espacio (donde) y Murasaki en el tiempo (cuando), pero en ambos casos se mantiene esa contraposición de ida y vuelta, de amagar y luego negar, te sitúo en el escenario en general (La Mancha / un cierto reinado) pero seguido te oculto los detalles (el nombre concreto del lugar / la identidad del emperador). A continuación en ambas obras se presenta al personaje (un hidalgo / alguien de no muy alto rango). 
Por desgracia no me es posible consultar la versión en japonés y mucho menos la original en japonés medieval.
    Es prácticamente imposible que Cervantes conociera la novela de Genji (la primera traducción que apareció en Europa es de 1933). Lo que no es tan inverosímil y hasta se podría considerar probable es que Royall Tyler optara por esa forma específica de comenzar su traducción bien fuera como reflejo inconsciente de su cultura occidental o como homenaje consciente a Cervantes. El resultado, en todo caso, ha sido esta discordancia temporal de que el comienzo de la primera novela de la historia (o su traducción al inglés) plagie, de alguna forma, a la primera novela moderna, escrita seiscientos años después.

miércoles, 24 de enero de 2024

Genji (1)

    “Genji Monogatari”, la historia, la novela, el romance o el relato de Genji, es un clásico japonés del siglo XI y en opinión de muchos la primera novela de la historia. Si ya impresiona hablar de una novela de hace mil años (y de más de mil páginas) más sorprendente aún es que la autora fuese una mujer, Murasaki Shikibu, dama de la corte imperial.
    Todo en aquella sociedad era diferente empezando por el idioma y su forma de construir las oraciones. Pasar del japonés a cualquier lengua occidental es complicado, una traducción literal es prácticamente incomprensible para nosotros (dicen). Tal empresa ha sido y sigue siendo un desafío.
    Por lo que he podido ver solo hay una traducción directa de “La historia de Genji” al español (hecha en el Perú hace bien poco, no he podido consultarla). Hay otras dos indirectas que traducen del inglés, idioma en el que existen varias versiones. Estas pueden diferir en casi todo unas de otras y, sospecho, también del original.
    Investigando, he llegado a la del académico inglés Royall Tyler, de 2001, una de las más apreciadas y, por lo que dicen, la más fiel. He curioseado el principio, que dice: In a certain reign (whose can it have been?) someone of not very great rank... que traducido podría ser algo así: En cierto reinado (¿de quién podría haber sido?) alguien de rango no muy elevado... Mi sorpresa ha sido mayúscula, ¿no recuerda al comienzo de “El Quijote”?

domingo, 21 de enero de 2024

La edad de oro de la carta manuscrita

    “Carta de una desconocida” es el título de una novela corta de Stefan Zweig. Se publicó en 1922, en plena edad de oro de la carta manuscrita. Hoy en día ese bonito título sería anacrónico, ya apenas se escriben cartas. Uno siente la tentación de añadir “por desgracia” pero lo piensas un poco y te callas, o casi. Por cierto, el primer sello postal es de 1840, anteayer.
    Antes de eso, sin sellos y todo, a Voltaire le adjudican unas 20.000 cartas. Hay casos peores, de George Bernard Shaw se dice que llegó a escribir un total de un cuarto de millón entre cartas y postales. El atenuante es que en gran parte fueron respuestas —acuses de recibo— a las que el recibía a cuenta de su fama. Culpable sin posible redención, a no ser que lo sea su obvio trastorno psicológico, fue Lovecraft del que se estima que pudo escribir unas 75.000. Otro campeón fue Henry James que ronda las 15.000 (bien es cierto que nunca se casó).
    Ya descendiendo a terrenos casi humanos, Gustave Flaubert escribió cerca de 5000 a lo largo de su vida. Podría pensarse que con este entrenamiento los libros le saldrían solos, pero fue al contrario. A Hemingway se le adjudican 6.000; de R L Stevenson sobreviven 3.000; de Kafka alguien cuenta hasta 1742, de ellas más de 500 a Felice Bauer.
    Tampoco hacía falta ser escritor, llaman la atención las 3500 que intercambiaron a lo largo de treinta años Eleanor Roosevelt y su amiga más que íntima la periodista Lorena Hickok. 820 le escribió Vincent Van Gogh a su hermano Theo. Hace poco ha salido un libro sobre las 865 que cruzaron en quince años Albert Camus y María Casares, actriz. Etcétera, etcétera. Sorprende que nadie, que se sepa, haya muerto a causa de los vapores tóxicos de la tinta.
    La razón obvia para esta fiebre epistolar es la necesidad humana de comunicarse. Durante gran parte de esa edad de oro de la carta manuscrita no había ninguna otra forma de relacionarse a distancia. Tras la invención del teléfono los acontecimientos se precipitaron y para finales del siglo XX ya se podía ir uno a las antípodas sin perder el contacto. A veces llegan cartas, cantaba Raphael, qué tiempos.

jueves, 18 de enero de 2024

A tumba abierta

    Tenía un compañero que de vez en cuando se ensimismaba escribiendo listas de nombres y fechas. Se había licenciado en Historia, aunque ya no tenía ninguna conexión con el mundo académico ni con la enseñanza. Un día le pregunté qué hacía y confesó que era un ejercicio de memoria que repetía de vez en cuando. Aquellas listas que repasaba una y otra vez eran las de los reyes de los distintos reinos peninsulares o, la lista madre de todas las listas, el desafío final a la memoria, la de los papas de Roma; cada uno con los años de inicio y final de su pontificado. Julio II, 1503-1513 —por ejemplo—.
    He intentado un par de veces cosas parecidas —aunque infinitamente más modestas— sin éxito. Así, una vez me propuse aprender los nombres de las nueve musas y sus respectivas artes. Ahora mismo solo me vienen dos, Talía, musa del teatro, y Clío, de la Historia; las dos que, sospecho, ya me sabía de antes. Bueno, y Terpsícore, pero no me preguntes de qué es musa. Lo puedo mirar, claro; igual esa es una de las razones por las que se nos está encogiendo la memoria: porque ahora ya se pueda mirar todo y por instinto renunciamos a hacer el esfuerzo de retener un dato.
    La memoria nace y muere con uno. Desde muy pronto vamos acumulando recuerdos —y modificándolos, para decirlo todo— y al mismo tiempo vamos olvidando parte de lo aprendido —la mayor parte, para seguir siendo sinceros—. Durante años el balance es positivo, se incorporan más recuerdos de los que olvidamos y la memoria va creciendo, hasta que llega un día —que nos pasa desapercibido por completo— en el que empezamos a olvidar más de lo que memorizamos. Ese día debería sonar una campana en nuestro cerebro, o algo, que nos avisara. A partir de ese momento la memoria es como un coche que está bajando un puerto y que poco a poco va perdiendo los frenos. Lo malo, o lo bueno 
no sé, es que a menudo el conductor ni se da cuenta.

lunes, 15 de enero de 2024

Memoria de libro

    Escribió Amos Oz, en su novela autobiográfica Una historia de amor y oscuridad, que de niño no quería ser escritor sino libro; razonaba que un escritor muere y desaparece como cualquiera, en cambio un libro perdura, aunque sea en un rincón olvidado de alguna librería.
    Desde ese punto de vista, el de la supervivencia, un libro es superior a un ser humano —admitido— pero no tanto; sigue siendo un objeto frágil, que acabará sucumbiendo al paso del tiempo. Pero hay otra cualidad que poseen los libros tan digna o más de ser envidiada que esa de la perdurabilidad; me refiero a la memoria.
    Mientras exista, un libro posee la memoria total de lo que contiene. Lo escrito en cada renglón de cada página se mantendrá íntegro hasta el final. Un final que —insisto— llegará algún día; como es lógico, sano y natural. Ser inmortal debe de ser una de las penas —si no la única— que acarrea ir al infierno. Para mí quisiera esa memoria del libro que estoy muy lejos de poseer.
    Pensando en ello me he dado cuenta de que es en este tema de la memoria en el que debo de estar más alejado de Borges. Más alejado, digo, porque en todo lo demás también estoy lejos, claro. Al parecer Borges tenía una memoria excepcional, era capaz de evocar líneas o poemas completos de casi cualquier autor de mérito, fuese este contemporáneo o de siglos pasados. Muchas veces, además, en su idioma original. Por mi parte he desarrollado la habilidad de una vez leído un libro olvidarlo completamente en el plazo de unos pocos meses. 
Lo único que suele quedar es una difusa impresión de si la lectura resultó agradable o no.

viernes, 12 de enero de 2024

Maneras de sentir

    La naturaleza humana, ese misterio. Nunca acabaremos de conocernos a nosotros mismos, y mucho menos a los demás. La verdad es que no aspiramos a que nadie nos conozca a fondo. A lo que aspiramos es a que nos consideren grandes personas, aunque sepamos de sobra que no lo somos (del todo). O que no lo somos en absoluto, según casos. Me estoy desviando.
    Estar vivo tiene el aliciente de estar vivo. Esto debe de ser una tautología (no estoy seguro). El principal síntoma de estar vivo, de vitalidad, es sentir. Sentir lo que sea pero sentir. Quien no siente empieza a sospechar que está muerto. La cruda realidad es aún peor, lo que está es aburrido.
    El ser humano no soporta el aburrimiento. Prefiere cualquier cosa antes que aburrirse. Prefiere una pelea —prefiere incluso el segundo premio en una pelea— antes que estarse quieto mirando la puesta del sol (salvo poetas y espíritus sensibles). Prefiere, de hecho, la guerra antes que el tedio intolerable de una larga paz sin incidentes fronterizos. Se han dado casos.
    Lo mismo pasa en otras facetas de la existencia. Lo contaba A.. Después de separarse y pasarlas canutas a cuenta de los abogados (según él por la tirria que le tenía su exmujer) se apuntó a una de esas aplicaciones para ligar. Funcionan, decía, y la razón, explicaba, es que la gente está deseando sentir algo. Está deseando experimentar el vértigo y el riesgo de lo desconocido, vivir nuevas emociones para poder luego contarlas; está deseando incluso enamorarse (en casos extremos). La gente quiere que pase algo, lo que sea, con tal de escapar del aburrimiento, de la rutina, de una tarde más frente al televisor. También, es cierto, de la soledad. Y les entiendo. A los de la guerra no.

martes, 9 de enero de 2024

Reconsideración

    Al empezar un nuevo año parece que es oportuno pararse un momento y reconsiderar. Ya no se trata, llegada una edad, de que haya que decidir grandes cosas. Suele pasar que la vida, una vez encarrilada, transcurre por la carretera que hayamos tomado sin mayores sorpresas, pasando de largo casi siempre por los sitios, sin detenernos ni siquiera para echar un vistazo en ese afán humano de tirar para adelante y trasladar nuestras expectativas a otro lugar más lejano, como hemos hecho siempre desde que de niños nos montábamos en los caballitos y apenas dada la primera vuelta ya estábamos deseando pasar a la siguiente atracción; que por eso se llaman así, porque atraen (larga me ha salido la frase).
    Lo que tienen los años es que cada uno pasa más rápido que el anterior; como los trenes de ahora respecto a los de nuestra infancia, hasta el punto de que ya es imposible coger uno en marcha —ni bajarse en realidad— sin descalabrarse. O sea, que estamos más o menos atrapados pero contentos; qué remedio.
    Mi experiencia de la vida es limitada, como la de casi todos —me consuelo—. Además diría que ya me han pasado casi todas las dichas y desdichas que me tenían que pasar y que seguramente ya he escrito en este blog más que nada casi todo lo que tenía que escribir. Mis propósitos para el nuevo año son por tanto humildes y como dijo el del chiste: virgencita que me quede como estoy, que lo que tenga que ser sea —aunque nada tenga que ser de por sí—; porque todo llegará, todo caerá por su propio peso y solo confío en que no me caiga encima; es una manera de decirlo. Que el año nos sea leve.

sábado, 6 de enero de 2024

Sin nombre todavía (y2)

    Mientras tanto, querido X (no quería repetir “niño” y no lo he mejorado con este frío “X”, qué útiles son los nombres al final), quería decirte que no escribo “querido” solo porque sea una fórmula habitual; puede resultar sorprendente pero es cierto que te quiero. No te conozco y te quiero por instinto, por lo que tienes de continuación de la vida en general y, un poco también, de mi propia vida.
    “Nací en 2024”, dirás un día. Serás, eres, a 21st century man; o, más exactamente, no un hombre sino un ser humano. Hombre y mujer ya solo son términos relativos. Aunque aún no hayas nacido, querido nasciturus, ya eres un ser, y también eres humano (no vas a ser perruno); un ser humano que se desarrolla en el seno materno, acontecimiento que no por repetido deja de ser maravilloso.
    Querido niño sin nombre todavía, vivirás de pleno en este siglo XXI (donde yo solo soy un invitado de paso) y tienes bastantes probabilidades de picar también en el próximo siglo. Da vértigo nombrarlo: el siglo XXII, que parece ahora tan lejano y que sin embargo, créeme, está muy próximo, está ya casi ahí.

miércoles, 3 de enero de 2024

Sin nombre todavía (1)

    Querido niño todavía sin nombre, te escribo estas líneas antes de que hayas nacido (nasciturus te llamaría un notario). Se espera que lo hagas para la primavera, la estación correcta. Justo cuando todo cobra nueva vida tú serás bienvenido sobre la Tierra.
    Tema peliagudo ese del nombre. Entre los Derechos del Niño está el de tener una identidad pero no queda claro lo del nombre. Se me ocurre que teniendo en cuenta la importancia de llamarse Ernesto, o lo que sea, una posibilidad sería asignarte un nombre provisional, algo aséptico que no comprometa demasiado, y esperar a que seas tú mismo quien elija otro de tu gusto más adelante (como se hace a veces en cuestión de religión). Otro escenario sería que la IA —que puede llegar a dominar el mundo, no lo descartemos— decidiera cuál es el nombre adecuado para ti basándose en algoritmos pertinentes a tu felicidad.
    Pero seamos realistas, querido niño, te van a poner un nombre y no podrás hacer nada para evitarlo. Tampoco podrán los responsables de ese atropello —con cariño lo digo— impedir que llegado el momento te lo cambies. Si lo haces significará que tienes, o tendrás, personalidad suficiente. O igual te aferras a ese nombre impuesto, sea por inercia, por gusto o por respeto y amor a tus mayores. Eso también estaría bien; a veces lo más rompedor y rebelde es creer en la familia.