jueves, 8 de febrero de 2024

Mi texto antibélico del año

    Hay temas que no pasan de moda. Había un periodista que todos los años escribía un artículo antitaurino. Puede que lo siga haciendo, no sé. No es por comparar pero qué es una corrida de toros al lado de una guerra; nada, un mero entretenimiento sangriento en el que apenas muere nadie (aparte de los toros). Si quieres víctimas en abundancia nada mejor que una guerra. La gente va a la guerra a hacerse matar. Los que van voluntarios, digo, no los pobres que van obligados directa o indirectamente (porque hay miradas que matan en diferido).
    La guerra es el mayor de los horrores pero, por lo que sea, por razones históricas o psicológicas o antropológicas o vaya usted a saber por qué, la guerra, a pesar de los pesares, también genera fascinación. La guerra como institución, como tradición, como fenómeno que nos acompaña desde siempre. El hombre (ese idiota) pronto inventó excusas para hacer pasar por honorable el acto de matar. Por eso había dioses de la guerra, Marte y compañía (no recuerdo ningún otro, Marte, punto).
    Causar la muerte de alguien ha estado castigado por la ley al menos desde Hammurabi, sin embargo puestos todos de acuerdo no ha habido problema para matar a discreción en el nombre de un dios, del derecho a defenderse o del derecho a agredir, que igual son el mismo derecho del revés.
    A lo que iba, la fascinación que nos causa lo bélico. Nos las hemos arreglado para hacer la guerra romántica y glamurosa: el caballo de Troya, la carga de la Brigada Ligera, el desembarco de Normandía; qué puede haber más emocionante que una operación de comandos en territorio enemigo.
    Llevamos la guerra en la sangre y celebramos sus efemérides en las fiestas patronales. Nos disfrazamos divertidos de soldados romanos, samurais, húsares napoleónicos o lo que sea y hacemos desfilar a los niños tocando el tambor. Se lo pasan bien y además se empapan en el espíritu. El espíritu de la guerra, la solución a todos los problemas.

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