lunes, 26 de febrero de 2024

Últimos ecos

    El escenario perfecto del romanticismo (Walter Scott, Becquer) es una abadía en ruinas invadida por la vegetación. Aquí se trata de un molino, de lo que queda de un molino de río junto al viejo puente de tres ojos que en su día sirvió de punto de cobro, de tributo (pontazgo) a los viajeros que cruzaban camino de la villa próxima. Se intuye también, igual lo he leído en algún sitio, la existencia de una casa torre que defendía el puente y aseguraba con su sombra amenazante que nadie eludiera el pago. En tiempos remotos hubo en este mismo lugar un encuentro entre banderizos. Nos podemos imaginar el pequeño barrio de aire idílico: la casa torre en una orilla, el puente y al otro lado el molino hidráulico, algunas casas más y el trinar de los pájaros. Lo que no se puede asegurar es que los lugareños fueran felices.
    De la torre no hay rastro. Especulo que pueda quedar un muro maestro escondido en la estructura de las dos hermosas casas adosadas, pegadas por uno de los lados, que se alzan en su lugar. Hoy todo es paz y silencio pero de tanto en tanto bullen de vida con media docena de coches aparcados y gente que celebra algo en el amplio jardín, detrás de las casas, donde hay un pabellón o una pérgola, no sé como llamarlo.
    En la otra orilla yace un conjunto de muros semiderruidos con los ojos abiertos de antiguas ventanas y la vegetación cegándolo todo. Respecto al molino haría falta un experto para aclarar entre las piedras la disposición exacta de sus elementos. A la izquierda del camino queda en pie una casa que lleva tiempo tapiada y abandonada. Hasta hace unos años alguien cuidaba la huerta y el gallinero; un perro encadenado ladraba al paseante. Un día de fiesta vi un grupo reunido en torno a una mesa bajo la parra. Era una estampa chocante, y más comparándola con las fiestas mundanas del otro lado del río: aquella alegre y humilde familia apuraba una nostalgia que se desvanecía junto a la casa decrépita en la que se habían criado.

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