lunes, 29 de noviembre de 2021

Génesis de una ley

    El día anterior Jack Murphy había estado repasando hasta tarde para el examen final de Estadística en la Escuela de Matemáticas del Trinity College, en Dublín. En su mesilla estaba el cuaderno de apuntes con el nombre de la asignatura en rojo y en mayúsculas. Debajo Jack había escrito esta frase, una de las favoritas de su profesor: “Son sucesos aleatorios, no casualidades”. Inquieto por el examen, Murphy había cogido el sueño ya cerca del amanecer y al despertar, sobresaltado, vio que eran las ocho y media, media hora más tarde de la supuesta a la que iba a sonar el despertador.
    Aunque la razón nos dice que es un dato completamente irrelevante consignamos aquí en aras de la exactitud que Jack se levantó de la cama con el pie izquierdo. Antes de desayunar se quiso dar una ducha rápida, pero sus compañeros de piso se habían adelantado y ya no quedaba agua caliente. Tras un remojón mínimo entró en albornoz en la cocina, puso la tetera al fuego, dos rebanadas de pan a tostar y volvió a su habitación para vestirse. La tetera empezó a silbar cuando estaba poniéndose los pantalones. Con las prisas trastabilló y se dio un golpe en la nariz, sin llegar a sangrar. Mi día de suerte, pensó, para haberme matado. Al intentar retirar la tetera del fuego se quemó la mano. Rescató las rebanadas de pan del tostador, del que emanaba una ligera columna de humo. Tras rascar las tostadas para quitar la parte más achicharrada, las untó con mantequilla. Se sirvió el té, protegiéndose con una servilleta, y le echó azúcar. Empezó a disolverlo con la cucharilla en su mano derecha mientras con la izquierda cogía una tostada que se le deslizó entre los dedos y cayó al suelo. En ese momento oyó a lo lejos desde la calle la campanilla del tranvía, el último que le podía hacer llegar a tiempo a su examen.
    Jack Murphy, estudiante del Trinity College, se quedó absorto mirando la tostada caída. El tranvía lo daba por perdido, no por casualidad, desde luego, tenía que haber una buena explicación matemática. En eso pensaba mientras repasaba la curiosa serie de sucesos aleatorios: el despertador marcando las ocho y media, el agua fría de la ducha, el tropezón al ponerse los pantalones, el asa de la tetera ardiendo, la tostada girando a cámara lenta en el aire y estrellándose contra el suelo por el lado de la mantequilla.

viernes, 26 de noviembre de 2021

Metaverso

    Ya no les veo la gracia a los mundos virtuales. No estoy seguro de si, por lo que sea, se la he visto alguna vez; ya no. El otro día cuando Zuckerberg presentó…, no sé qué es lo que presentó. Sé que cambió el nombre de su empresa, a Meta. Y se habló de “metaverso”, nombre confuso en mi opinión. “Meta” es un prefijo que viene del griego y significa “después” o “más allá”. Antes creía que significaba “más allá”, correcto, y que venía del latín, incorrecto. Metaverso podría ser algo así como ir más allá del verso, hacer poesía sobre la poesía (en la estela de la metaliteratura).
    Pero no, queda claro en seguida que el juego de palabras es con universo. Metaverso sería un universo virtual paralelo; un disparate, probablemente. Eso me ha recordado la novela “Universo de locos” escrita en los años cuarenta por Fredric Brown (este nombre me recuerda a su vez a Barbra Streisand). Allí se narraba un salto a un universo paralelo, uno de los infinitos posibles. Le veo más sentido a eso que al metaverso de Zuckerberg. Entre los universos paralelos posibles hay uno en el que tú eres el autor del Quijote (en otro soy yo).
    “Zucker”, en alemán es azúcar; “berg”, montaña; “zuckerberg”, en traducción libre, “montaña de azúcar”; no genera confianza, desde ese punto de vista. Lo último que nos hace falta es un mundo virtual. Suena a sitio a donde escaparse, y escaparse no es posible porque vayas donde vayas te encontrarás contigo mismo, así que ahórrate el viaje. Al enterarme de lo de Meta, de lo felices que serán los habitantes del metaverso (que no cuenten conmigo) me dio un escalofrío, en serio, y un poco de miedo. Me acordé también (el mundo de los recuerdos es otra especie de mundo virtual, pero al menos este es cien por cien natural), me acordé también de los hikikomoris y de los tamagotchis, esos precursores.
    El gran inconveniente de ese metaverso, y de todos los mundos virtuales, es, me parece, que allí no puedes estirar las piernas; no puedes correr, ni coger de la mano, ni sentir otro aliento. Hay cosas buenas, claro que sí, pero diría que esa es otra historia y que para aprovecharlas no hace falta irse a vivir allí. En esencia lo bueno de Internet (porque se trata de eso, ¿no?) es la comunicación instantánea y el acceso a la información, ambas ventajas extraordinarias; pero ante los mundos virtuales, prudencia cibernauta. Cada vez le tengo más cariño a nuestro old/viejo y, a pesar de todo, good/buen universo físico. La palabra que me sugiere todo esto es alienación, segunda acepción en el diccionario de la RAE: limitación o condicionamiento de la personalidad, impuestos al individuo o a la colectividad por factores externos sociales, económicos o culturales.

martes, 23 de noviembre de 2021

El dedo gordo

    El dedo gordo del pie, me acabo de cerciorar, es mucho más grande que el de la mano. De alguna forma, también es mucho más tonto; no ha sabido desmarcarse de sus cuatro colegas, permanece alineado con sus desmedrados hermanos. Lo que hay que reconocerle es el nombre formidable que tiene: Hallux, digno de un héroe mitológico. El dedo gordo de la mano es otra historia. Llamarlo así, dedo gordo, me parece entrañable; tal vez porque es como lo he llamado toda la vida, a pesar de que en algún momento aprendí su nombre más oficial, el pulgar. Es, ciertamente, algo más grueso que sus cuatro compañeros, pero poco más. En cambio, sí es mucho más corto, con su falange de menos.
    Pero el dedo gordo de la mano tiene algo que lo hace muy particular: supo salirse de la fila y plantar cara a los demás, oponerse a ellos en el sentido literal, físico. Lo hizo en un momento crucial para la especie (la nuestra), fue cuando nos pusimos de pie y aumentó el tamaño de nuestro cerebro. No sé si lo uno fue consecuencia de lo otro o al revés; el caso es que, cual patito feo, el gordo o el enano como le llamaban (o a veces el enano gordo) se convirtió en el special one, el dedo oponible que otorga a la mano su capacidad de asir.
    Miro mi mano abierta con el pulgar aparte en ángulo con los otros dedos (que me recuerdan a los hermanos Dalton). Cierro el puño y compruebo que el dedo gordo puede quedarse fuera, haciendo de tapón, o meter la cabeza dentro buscando refugio. Están coordinados los cinco dedos, se llevan bien, pero el que marca el compás es el dedo gordo. Por ejemplo, al contar con los dedos de una mano hasta cinco. Es toda una coreografía, el pulgar toca, yema con yema, primero al meñique, ¡uno!; luego al dedo anular, ¡dos!; sigue el corazón, ¡tres!; y el índice, ¡cuatro!; y ya como final apoteósico, como artistas saliendo a saludar, se despliegan todos los dedos exultantes, ¡cinco!, ¡bingo!

sábado, 20 de noviembre de 2021

Masters del Universo

    Me he dado cuenta de que el botón de llamada del ascensor en el portal de casa tiene un pequeño agujero en el centro. Sospecho el motivo, es de pulsarlo con la punta de la llave, para no tocarlo, por la pandemia. Ese botón debía ser, antes, el nexo de unión entre todos los vecinos. Nuestros dedos índice y algún que otro pulgar han estado pulsándolo durante años, intercambiando así partículas de sudor y células muertas, compartiendo gérmenes.
    Esa era la praxis sanitaria habitual, basada en el principio de que lo que no mata engorda. Por la misma lógica, quemamos gasolina, comemos grasas saturadas e ingerimos alcohol a sabiendas de que nos estamos suicidando. La vida mata, la hay más sana pero no es vida, diría alguno. Es natural que le estemos dando fiebre al planeta, o febrícula. Soy muy malo para acordarme del tiempo que hacía antes, ni el mes pasado. Aunque parezca mentira no recuerdo que siendo yo niño nevara ni un solo día. Pero el clima está cambiando.
    En la cumbre de Glasgow se han propuesto que la temperatura del planeta no aumente más de un grado y medio en cierto plazo. Ni uno, ni dos, uno y medio. Me hace gracia esa confianza en que podamos influir a nivel planetario. Al parecer a base de reglamentos, de políticas ambientales, se podría conseguir. Tengo una idea muy sencilla para lograr lo mismo. Bastaría con alejar un poco más la Tierra del Sol; a más distancia, menos temperatura. El tiempo extra que el planeta necesite para dar su vuelta anual en torno a su estrella se lo podríamos adjudicar a febrero.
    Esa arrogancia humana viene de antiguo, ya se cita en la Biblia. Es la historia de cuando se propusieron, o nos propusimos, levantar una torre que llegara hasta el cielo, la torre de Babel. Pero el Señor se mosqueó y confundió las lenguas; en eso estamos todavía.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Perro

    Pasadas cuatro, cinco o seis olas de la pandemia (es confuso lo de las olas) he vuelto al gimnasio. Hacía año y medio que no iba. Hago bicicleta estática y luego un poco de elíptica. La elíptica, qué invento, te haces la ilusión de que estás corriendo, bregando con piernas y brazos sin moverte del sitio, sin viento en la cara, sin mojarte (si llueve), y sin castigar las rodillas que es lo más importante. Delante hay un gran ventanal que da a un parque. En el parque había un hombre tirándole la pelota a un perro.
    ¿Se puede tener envidia de un perro? Era un perro pequeño pero dinámico, con una cola enhiesta que parecía un plumero. Yo lo veía todo desde un primer piso. El hombre tiraba la pelota raseada en mi dirección y el perro emprendía la carrera como un rayo. Abriendo la boca acometía a la pelota en movimiento. A veces la atrapaba al vuelo y entonces ralentizaba la carrera y giraba en redondo para retornar ufano a devolverla. Otras, sin embargo, la pelota le eludía y entonces el perro derrapaba de lado sobre la hierba, frenándose para capturar, esta vez sí, la pelota de frente, como un cácher de béisbol.
    He sentido envidia del perro, de esa vitalidad, de esa coordinación de movimientos. Ese perro era feliz, envidia de eso también. El dueño arrojaba la pelota una y otra vez y el perro seguía incansable, veloz, expeditivo, como si porfiara por batir un récord. Hasta que se ha cansado, el dueño, y se han ido. El hombre lento y fondón, en bastante peor forma; el perro satisfecho, orgulloso, caminando enérgico, volviendo la cabeza para mirar y pastorear a su amo; retrocediendo, husmeando un poco y adelantándose de nuevo eléctrico.

domingo, 14 de noviembre de 2021

Lovers of the World, Unite (1966) - David & Jonathan

    Dice Antonio que se pasó el confinamiento escuchando las sonatas para piano de Beethoven. He pensado para mí, vaya, sonatas para piano, bien por Beethoven; y bien por Antonio. De Beethoven solo puedo citar el “Himno a la alegría” y la “Marcha turca”, y esta por un disco que teníamos en casa, y por lo vivace que es; por lo demás soy bastante refractario a la música clásica, una pena.
    Es lo que digo siempre, una vida no da para nada. Me haría falta otra para dedicarle tiempo a la música en serio, a los pianistas, los cuartetos de cuerda, las orquestas sinfónicas y, ah, ¡la ópera! En esta vida, que por desgracia tiene toda la pinta de que va a ser la única, la música que me gusta es la popular, el pop, o sea las canciones con burbujas, y en general con algo de glucosa. No me da vergüenza, o solo un poco.
    Este es un ejemplo. David & Jonathan fue un dúo que se podía haber llamado The Rogers porque ese era el nombre real de sus dos miembros, y compositores, Roger Cook y Roger Greenaway. “Lovers of the World, Unite” (amantes del mundo, uníos) fue su mayor éxito. Un tema edulcorado con una letra que empalaga a tope (pocos años después compusieron un jingle para Coca Cola). Me gusta la melodía, en especial cuando después de ir subiendo en agudos y en el punto en que parece que van a aflojar, aún suben un poco más. Es en la quinta línea: Keep the fire of dreamers bright.

jueves, 11 de noviembre de 2021

Al otro lado del muro

    Ángela Merkel deja el gobierno y todavía no sé como se pronuncia su nombre. A lo largo de los años lo han pronunciado en los informativos con “ge”, como en español, Ángela, o, de modo más exótico, Ánguela o Ányela. Hace mucho, créeme mucho, estuve una vez en Berlín. El muro aún no había caído. He hecho los cálculos y resulta que en aquella época Ángela estaba haciendo su doctorado allí mismo. Nuestros caminos se cruzaron; o no, era verano y tal vez estaba de vacaciones en otra parte.
    Llegamos en autobús a Berlín Occidental y un día pasamos al lado oriental. Había leído historias del muro, de ciudadanos ametrallados a dos pasos de alcanzar occidente; no íbamos tranquilos del todo. La sorpresa fue que pudimos pasar al lado comunista, y, lo más importante, volver al capitalista sin ninguna dificultad. Escribo comunista y capitalista sin intención política. Pasamos en metro, y no vimos que hubiera vigilancia policial por ningún lado. Igual lo he imaginado pero mi recuerdo es que el túnel del metro pasaba exactamente por debajo del Checkpoint Charlie.
    Salimos al exterior y nos encontramos en una gran avenida casi desierta, sin tráfico. Era domingo, no sé si sería por eso. Paseamos mirando edificios desangelados. Había que comer y nos metimos en un restaurante húngaro (no iba a ser francés). No me acuerdo del menú, solo de que no hubo goulash. Pagamos con marcos occidentales y las vueltas nos las dieron en moneda oriental. En teoría la paridad era uno a uno, un marco de la República Federal valía lo mismo que un marco de la República Democrática. Cuestión de orgullo, supongo, porque las monedas hablaban por sí mismas; la occidental era una moneda seria, la oriental parecía de juguete. Los hechos son muy cabezotas, pensé, esta es la diferencia entre los dos regímenes sin necesidad de saber de geopolítica. La diferencia económica al menos.


lunes, 8 de noviembre de 2021

Berta

    Te has hecho mayor cuando te das cuenta de que en lo que te queda de vida no te va a dar tiempo a leer todos los libros que tienes en casa (tampoco es que te estés aplicando en la tarea). Ampliando la perspectiva, tengo la impresión de que hay demasiadas obras maestras. Hay más autores brillantes de lo razonable en nuestra pequeña escala humana. Si contamos los no brillantes la cosa ya se desmadra absolutamente. Ya puestos, escritores somos todos los que sabemos escribir, y lo han sido también todos los alfabetizados de la historia.
    Lo más gracioso, si fuera gracioso, es que en un futuro que llegará después de veinte o treinta cambios climáticos, nadie sabrá de Shakespeare ni de Stephen King, ni quedará una sola palabra de sus obras. Puede que en unas excavaciones arqueológicas se encuentre, en un cajón milagrosamente preservado dentro de un mueble de cocina datado en la remota antigüedad en la que aquellos tarugos, que somos nosotros, quemaron alegremente los combustibles fósiles, se encuentre, digo, un buen fajo de papeles en un idioma desconocido y que, después de varios siglos de darle vueltas, se descifren y se descubra que son listas de la compra y notas manuscritas dirigidas a Jorge firmadas por una tal Berta; aunque estos conceptos, lista de la compra y nota manuscrita serán para entonces solo medio entendidos por los especialistas.
    Con el tiempo se publicarán traducciones con muchas notas a pie de página y los expertos ensalzarán a la autora con la que empezó todo, la mítica Berta, que dejó constancia de toda una época y la retrató con maestría. Aunque habrá estudiosos que opinen que Berta solo es un nombre inventado más tarde y que los textos son en realidad obra de diferentes autores.

viernes, 5 de noviembre de 2021

El incidente

    En los primeros años emitíamos una serie de dibujos de Superman y había una frase que decía el personaje antes de cada hazaña: “esta es una tarea para Superman”. Un día íbamos K y yo por un pasillo cuando nos avisaron de un problema en la sala de videos. Me giré para ir hacia allí y solté la frase de modo enfático, “esta es una tarea para Superman”. K me miró entre admirado y divertido, como si hubiera dicho algo muy ingenioso.
    Años después se estropeó un monitor de video en la Unidad Móvil. Básicamente era un televisor, solo que de los antiguos, de tubos, y de calidad profesional. Lo normal hubiera sido llevarlo a mantenimiento y coger otro, pero en ese momento no había ninguno disponible. Qué hacer, que dijo Lenin. Había otro igual que habitualmente no se utilizaba instalado en un estudio; hablaría con el ingeniero del área, que en aquel momento era K.
    Así lo hice, pero en vez del “sí, claro, te ayudo a desmontarlo” que esperaba, lo que me dijo fue, “lo siento, no puedes llevártelo”. Sorprendido le pregunté por qué y, sin mucha convicción, me dijo que no podía prescindir del monitor, por si acaso. Tenía su parte de razón; pero, caramba, eramos amigos, y además en una emergencia él contaba con toda la infraestructura de la casa mientras yo estaba “fuera”, en la Unidad Móvil, solo ante el peligro.
    Intenté convencerlo, hasta que me di cuenta de que el motivo real de la negativa era otro, la pugna sorda entablada en torno a un tema laboral entre los ingenieros que estaban entonces “dentro” y nuestro jefe común E. Al final tiré por la calle de en medio, hablé con E y me dio su permiso. Había conseguido el dichoso monitor pero pagando un precio, la discusión con K. El episodio no se volvió a mencionar entre nosotros, pero ahí quedó, como una pequeña herida que no acababa de curar. También cabe la posibilidad de que él ni se acuerde, no sé.


martes, 2 de noviembre de 2021

Intermedio

    De las extrañas relaciones entre la memoria, las palabras, los sentimientos y el chisporroteo de las neuronas. Otoño. De un tiempo a esta parte cuando al levantarme miro por la ventana, si el día es bueno, si veo en el cielo los azules, grises y rojos del amanecer, me vienen estas palabras a la cabeza, y medio a los labios, “otro día en el paraíso”, musito; y no sé del todo por qué, es decir un poco sí que lo sé.
    Sospecho que detrás de la frase está la sensación de tregua, de paz provisional, de calma que precede a la tormenta. La sensación de que en los vaivenes de la vida estoy ahora mismo en una fase de tranquilidad que no puede traer cosa buena. No por nada sino por la misma razón por la que después de escampar tarde o temprano vuelve a llover. Por eso me complace esa quietud que veo reflejada en el día otoñal, esa armonía que también percibo en cierto orden doméstico: la ropa doblada, los calcetines parejos, la colcha de la cama estirada.
    Por el mismo mecanismo misterioso acude otra combinación de palabras, que resultan ser el título de una novela rusa que no he leído, “el don apacible”. Apacible, por estos días tranquilos y agradables; y el don que no alude al río, ni a un don de universidad, ni al don que no hay sin din, sino a una persona genérica que en este caso soy yo mismo. Serenidad, sosiego es lo que encuentro en la luz de la tarde que se filtra en la cocina, en el mantel limpio de migas, en los platos alineados en el escurridor, en el acto de guardar los cubiertos, cuchara, cuchillo y tenedor, cada uno en su compartimento.