miércoles, 17 de noviembre de 2021

Perro

    Pasadas cuatro, cinco o seis olas de la pandemia (es confuso lo de las olas) he vuelto al gimnasio. Hacía año y medio que no iba. Hago bicicleta estática y luego un poco de elíptica. La elíptica, qué invento, te haces la ilusión de que estás corriendo, bregando con piernas y brazos sin moverte del sitio, sin viento en la cara, sin mojarte (si llueve), y sin castigar las rodillas que es lo más importante. Delante hay un gran ventanal que da a un parque. En el parque había un hombre tirándole la pelota a un perro.
    ¿Se puede tener envidia de un perro? Era un perro pequeño pero dinámico, con una cola enhiesta que parecía un plumero. Yo lo veía todo desde un primer piso. El hombre tiraba la pelota raseada en mi dirección y el perro emprendía la carrera como un rayo. Abriendo la boca acometía a la pelota en movimiento. A veces la atrapaba al vuelo y entonces ralentizaba la carrera y giraba en redondo para retornar ufano a devolverla. Otras, sin embargo, la pelota le eludía y entonces el perro derrapaba de lado sobre la hierba, frenándose para capturar, esta vez sí, la pelota de frente, como un cácher de béisbol.
    He sentido envidia del perro, de esa vitalidad, de esa coordinación de movimientos. Ese perro era feliz, envidia de eso también. El dueño arrojaba la pelota una y otra vez y el perro seguía incansable, veloz, expeditivo, como si porfiara por batir un récord. Hasta que se ha cansado, el dueño, y se han ido. El hombre lento y fondón, en bastante peor forma; el perro satisfecho, orgulloso, caminando enérgico, volviendo la cabeza para mirar y pastorear a su amo; retrocediendo, husmeando un poco y adelantándose de nuevo eléctrico.

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