domingo, 21 de enero de 2024

La edad de oro de la carta manuscrita

    “Carta de una desconocida” es el título de una novela corta de Stefan Zweig. Se publicó en 1922, en plena edad de oro de la carta manuscrita. Hoy en día ese bonito título sería anacrónico, ya apenas se escriben cartas. Uno siente la tentación de añadir “por desgracia” pero lo piensas un poco y te callas, o casi. Por cierto, el primer sello postal es de 1840, anteayer.
    Antes de eso, sin sellos y todo, a Voltaire le adjudican unas 20.000 cartas. Hay casos peores, de George Bernard Shaw se dice que llegó a escribir un total de un cuarto de millón entre cartas y postales. El atenuante es que en gran parte fueron respuestas —acuses de recibo— a las que el recibía a cuenta de su fama. Culpable sin posible redención, a no ser que lo sea su obvio trastorno psicológico, fue Lovecraft del que se estima que pudo escribir unas 75.000. Otro campeón fue Henry James que ronda las 15.000 (bien es cierto que nunca se casó).
    Ya descendiendo a terrenos casi humanos, Gustave Flaubert escribió cerca de 5000 a lo largo de su vida. Podría pensarse que con este entrenamiento los libros le saldrían solos, pero fue al contrario. A Hemingway se le adjudican 6.000; de R L Stevenson sobreviven 3.000; de Kafka alguien cuenta hasta 1742, de ellas más de 500 a Felice Bauer.
    Tampoco hacía falta ser escritor, llaman la atención las 3500 que intercambiaron a lo largo de treinta años Eleanor Roosevelt y su amiga más que íntima la periodista Lorena Hickok. 820 le escribió Vincent Van Gogh a su hermano Theo. Hace poco ha salido un libro sobre las 865 que cruzaron en quince años Albert Camus y María Casares, actriz. Etcétera, etcétera. Sorprende que nadie, que se sepa, haya muerto a causa de los vapores tóxicos de la tinta.
    La razón obvia para esta fiebre epistolar es la necesidad humana de comunicarse. Durante gran parte de esa edad de oro de la carta manuscrita no había ninguna otra forma de relacionarse a distancia. Tras la invención del teléfono los acontecimientos se precipitaron y para finales del siglo XX ya se podía ir uno a las antípodas sin perder el contacto. A veces llegan cartas, cantaba Raphael, qué tiempos.

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