jueves, 18 de enero de 2024

A tumba abierta

    Tenía un compañero que de vez en cuando se ensimismaba escribiendo listas de nombres y fechas. Se había licenciado en Historia, aunque ya no tenía ninguna conexión con el mundo académico ni con la enseñanza. Un día le pregunté qué hacía y confesó que era un ejercicio de memoria que repetía de vez en cuando. Aquellas listas que repasaba una y otra vez eran las de los reyes de los distintos reinos peninsulares o, la lista madre de todas las listas, el desafío final a la memoria, la de los papas de Roma; cada uno con los años de inicio y final de su pontificado. Julio II, 1503-1513 —por ejemplo—.
    He intentado un par de veces cosas parecidas —aunque infinitamente más modestas— sin éxito. Así, una vez me propuse aprender los nombres de las nueve musas y sus respectivas artes. Ahora mismo solo me vienen dos, Talía, musa del teatro, y Clío, de la Historia; las dos que, sospecho, ya me sabía de antes. Bueno, y Terpsícore, pero no me preguntes de qué es musa. Lo puedo mirar, claro; igual esa es una de las razones por las que se nos está encogiendo la memoria: porque ahora ya se pueda mirar todo y por instinto renunciamos a hacer el esfuerzo de retener un dato.
    La memoria nace y muere con uno. Desde muy pronto vamos acumulando recuerdos —y modificándolos, para decirlo todo— y al mismo tiempo vamos olvidando parte de lo aprendido —la mayor parte, para seguir siendo sinceros—. Durante años el balance es positivo, se incorporan más recuerdos de los que olvidamos y la memoria va creciendo, hasta que llega un día —que nos pasa desapercibido por completo— en el que empezamos a olvidar más de lo que memorizamos. Ese día debería sonar una campana en nuestro cerebro, o algo, que nos avisara. A partir de ese momento la memoria es como un coche que está bajando un puerto y que poco a poco va perdiendo los frenos. Lo malo, o lo bueno 
no sé, es que a menudo el conductor ni se da cuenta.

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