jueves, 11 de abril de 2024

Comer

    No sé, tengo la impresión de que nos pasamos la vida comiendo. Tres veces al día —desayuno, comida y cena— como mínimo. A menudo hay que añadir el pincho de media mañana, la merienda o el tentempié de la noche.
    Comer es un actividad fisiológica básica, sí, lo entiendo, la practico como cualquiera, igual que la respiración; aunque esta la tenemos más automatizada, no nos hace falta ningún acto volitivo para ejercitarla o solo a veces.
    Comer, cuando lo pienso un poco, es un acto atroz, porque nos alimentamos de otras vidas. No nos gusta detenernos en ello pero matamos y nos comemos a otros muchos animales, lo que no deja de ser una forma de canibalismo entre especies. Los vegetarianos, por cierto, tampoco se libran; aunque empaticemos menos con ellos los vegetales también son vida. Se podría considerar que son, de alguna forma, animales discapacitados.
    Comer es, desde ese punto de vista, algo espantoso; además de antiestético, con esa orgía truculenta de bocas, dientes, babas y lenguas; algo que tal vez debería hacerse en un lugar apartado, en soledad. Me viene a la cabeza, e intento rechazar la imagen, la típica escena de las películas en la que los malos se deshacen de un cadáver dándoselo de comer a los cerdos. Hay veces que viendo comer me parece oír gruñidos similares de satisfacción.
    Comer es un acto animal, lo pintes como lo pintes, por mucho mantel bordado a mano, cubertería de plata o copas de cristal de Bohemia que le pongas. Y el caso es que cada vez somos más. Lo pienso y me entran mareos, ocho mil millones de especímenes alojados en el planeta en régimen de pensión completa. Hay diferencias, por desgracia, pero la frugalidad obligada de unos la compensamos otros con nuestra voracidad. Somos termitas royendo los muebles de la casa. Somos peor que una plaga de langostas. Somos el escorpión que picó a la rana.

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