Tenía un compañero (un
saludo desde aquí si me estás leyendo) que de vez en cuando, medio
en broma, medio en serio, me llamaba “el viejo profesor”. Es un
buen lector, cosa no muy corriente. Periódicamente me preguntaba qué
estaba leyendo; le contestaba en dos palabras, le devolvía la
pregunta y tomaba nota de sus lecturas. “Viejo profesor” contiene
dos alusiones que, de algún modo, se equilibran. Había
dos razones, pienso, para que me lo llamara. Por un lado, di, a lo
largo del tiempo, algún cursillo en la empresa. Por otro, era una
alusión al libro de Mitch Albom, “Martes con mi viejo profesor”,
que habíamos comentado. Este libro es entrañable y está bien
escrito, te recuerda esas cosas que ya sabes y que te gusta que te
recuerden. “El amor es el único acto racional” es una frase que
se recalca (que resulta que no es de Albom, sino de un tal Stephen
Levine). Estoy bastante de acuerdo con la frase. Bastante, digo,
teniendo en cuenta que no la entiendo del todo; pero claro, amar, ser
amado, de eso se trata, no sé si hay mucho más. No me disgusta que alguien me llame “el viejo profesor”. Lo
explico. Siempre he tenido algo de Walter Mitty. Es el protagonista
de un cuento que dio el salto al cine; creo que en dos ocasiones, por lo
menos. Mitty es un soñador, un hombre que en su vida cotidiana se va
fabricando en paralelo aventuras de película (estaba predestinado a
la pantalla). Casi todos hemos sido un poco así. Hemos imaginado ser
el autor del gol en la final, o el dinámico, simpático, eléctrico
muchacho que enamora a la más guapa e inteligente (no solo belleza,
cuidado). Con los años, esas fantásticas aventuras se van
atemperando a medida que son cada vez menos factibles, menos posible
su realización (si alguna vez lo fue en absoluto). Ahora mismo, me
empieza a parecer bien que sea “el viejo profesor” el futuro
héroe de mis ensoñaciones. Futuro, digo, porque aún me resisto,
aún aspiro a imaginar otras vicisitudes que, si bien disparatadas,
no veo del todo imposibles.
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