No me gustan las películas
de zombis, o de vampiros. Bastante tenemos con los vivos para
aguantar encima a esos fantoches, que diría la tía Mari. No creo en
los fantasmas; no, desde luego, en los espectros de la casa de la
colina. Otra cosa son los espíritus tímidos, que apenas se atreven
a manifestarse; las presencias de algunas personas queridas que están
muy lejos o que ya no están. En esos fantasmas estoy deseando
creer, ojalá existan. Aunque me decepciona que en una peli aparezca
al final un hermano gemelo que explica todo el misterio, sí me
parece que su caso, el de los gemelos, puede ser propicio para estos
fenómenos. Dicen que hay un vínculo especial entre gemelos, no sé.
Si yo tuviera uno, se llamaría Ignacio. Durante años éramos
hermanos, sin más; habíamos nacido a la vez, el mismo día a la
misma hora, de la misma madre. Hasta que surgió la duda: dos cabezas
surgiendo simultáneas del seno materno; igual no era posible, uno de
los dos se asomaría antes. Preguntamos a nuestra madre. La verdad,
nos dijo, no lo sé, para fijarme estaba. Alguna enfermera o matrona
nos depositó en sendas cunas y luego algún otro colocó las
etiquetas. Ignacio y Javier, Javier e Ignacio, pinto pinto gorgorito.
Pero en la partida de nacimiento Ignacio aparecía primero. Puse
buena cara, el pequeño, qué más da. Ignacio vive ahora en
California. Es profesor universitario y trabaja en un laboratorio. Si
no viene al caso no hablo de él, quedo como el hermano tonto.
Aunque, tengo que decirlo, el examen oral para la beca en Stanford lo
hice yo. También hice el mío, los dos nos presentamos. Él estaba
convocado por la mañana, yo por la tarde. Estábamos igual,
parecido, de preparados; pero Ignacio había pasado mala noche, los
nervios. Con honestidad fraternal, y deshonestidad académica, me
ofrecí a sustituirlo. Su examen obtuvo un nueve, el mío un ocho y
medio; la beca fue para Ignacio. No tengo nada que objetar, su
trayectoria ha sido brillante; doctorado, artículos científicos,
participación en algún descubrimiento. En su vida americana nadie
sabe lo del examen. Los años y la distancia nos han ido separando,
incluso en lo anímico. Sin embargo, estos últimos meses a veces me
despierto al alba y me parece ver en la penumbra a Ignacio, sentado
al borde de la cama. La primera vez me alarmé, ¿le habrá pasado
algo? Sus rasgos difusos, reflejados en el espejo, dibujaban una
expresión serena. Pasaron los días y no hubo noticias de
California. Se repitieron las ensoñaciones de madrugada. No sé si
estoy viendo un fantasma, o solo es mi mente, o estoy tan atontado
que me confunde el espejo; pero siento paz. Le pregunto, sin
palabras, ¿cómo estás Ignacio?, y él me responde, bien Javier. Me
lo quiere decir él o me lo digo yo: el azar es inocente; todo es
casualidad y con dos gemelos el laberinto se eleva al cuadrado, te
extravías, pero el azar es inocente; ser el mayor o el pequeño, llamarse
Ignacio o Javier; no tiene nada que ver, no importa, nunca importó.
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