lunes, 18 de enero de 2021

El puente de Madison

Me he acercado a ver cómo bajaba el río. Estaba algo crecido, por las lluvias y por la nieve de los últimos días. La nieve que ha caído en los altos, hasta aquí no ha llegado, y mejor así; la nieve no pertenece al asfalto de las calles, ni a las aceras. La nieve aquí pronto deja de ser blanca y radiante para volverse sucia y gris. Quería ver el río, el arroyo, desde el puente; el puente de Madison, como lo llamamos. Es un puente peatonal, de madera, con una cubierta a dos aguas que recuerda aquellos puentes románticos de la película (y de la novela). Lo instalaron hace ya bastantes años como algo provisional, eso entendí, para dar acceso a una explanada que hacía de aparcamiento y donde en fiestas se ponían las barracas. Aquella explanada pasó a la historia, pero el puente se ha mantenido. Río arriba, a unos cien metros, hay otro puente, el del ferrocarril. Este es de vigas de hierro, pintadas de verde descascarillado. Ya no pasa el tren; se soterró, y los raíles se retiraron. Solo queda la estructura metálica sobre el agua, los accesos cerrados y la maleza crecida. Entre los dos puentes, a un lado, está el paseo, con una barandilla de hierro forjado; al otro lado el muro del antiguo matadero. Visto desde el puente de Madison, el del ferrocarril aparece enmarcado entre las ramas de los árboles, como al final de un túnel. Justo bajo el puente de hierro hay una represa donde, en el remolino que crea la cascada, se acumulaba antes la basura flotante. Ahora el río está mucho más limpio, y, cuando el sol se filtra entre los árboles, los destellos y el rumor del agua hacen pensar que era allí mismo donde, en un tiempo mágico, las lamias repeinaban sus cabellos con peines de oro.

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